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Universidad, ¿para qué?

Las universidades españolas siguen en la parte media del "Ranking de Shangai"

Economistas Sin Fronteras

José Manuel García de la Cruz —

En unas semanas se volverá a repetir el rito de la apertura de curso académico universitario. En los más variados centros, se volverán a escuchar a rectores y académicos (vestidos como tales para la ocasión) palabras de satisfacción por el afán de mejora personal de los estudiantes a través del conocimiento, de renovados votos por un futuro colectivo basado en el saber culto y científico y se alentará a los presentes por luchar por un mundo mejor, más justo y solidario al que la Universidad debe su propia existencia. Ideales eternos condensados en el Gaudeamus igitur que los presentes tratarán de cantar en latín. Tras los actos, muchos de los asistentes comentarán por teléfono móvil su hermosura y probablemente envíen unas fotos a las amistades por WhatsApp, mientras sienten en su interior que han asistido a un acto necrológico en homenaje de la propia Universidad.

Esta sensación tiene su origen en el protocolo mismo pero, sobre todo, a que es imposible no dudar sobre el papel de la Universidad en la sociedad actual. Lejos están los tiempos medievales en los que el trivium y el quadrivium compendiaban las artes liberales que debían conducir hacia la sabiduría, más cerca están los que incorporaron al saber otros conocimientos como el derecho o la medicina, y más próximos aun los que extendieron el estatus de universitarios a los estudios de ingeniería. En este proceso, la Universidad, como recogió en su tiempo Ortega y Gasset, mantuvo como objetivos propios íntimamente unidos la transmisión de la cultura, la formación de profesionales y la investigación científica y formación de investigadores. No obstante, y como el propio Ortega y Gasset indicó en su texto 'La misión de la Universidad', ya en su tiempo se corría el peligro de que la Universidad tomara la senda de la formación de profesionales y olvidara su responsabilidad de enseñar y transmitir la cultura, entendida ésta como “el sistema vital de cada tiempo”.

Viene este recordatorio a cuento de la siempre anunciada y siempre pendiente reforma de la Universidad. ¿Hay que reformar la Universidad? La respuesta afirmativa cabe suponerse unánime, ahora bien, ¿qué reforma? Como en otros temas, la aceptación de un mismo término oculta múltiples intereses que tienen relación con el orteguiano sistema vital de cada tiempo tanto como del sistema vital hacia el que la sociedad puede orientarse, de aquí la importancia de que la transmisión de la cultura no sea simple instrucción sino educación, que promueva el desarrollo personal del educado. Sin embargo, los argumentos más empleados a favor de la reforma de la Universidad se basan sobre todo en datos. Porque, se dice: “los datos son objetivos”.

¿Y qué dicen los datos? Pues que, efectivamente, ninguna Universidad española ocupa puestos relevantes en los rankings más empleados en la comparativa internacional. Sin embargo -los datos se citan sin intención de negar la necesidad de la reforma-, según el CWUR hay 41 Universidades españolas entre las 1.000 mejores universidades del mundo, solo una la Universidad de Navarra es privada (en el nº 324) las demás, públicas. La primera es la de Barcelona (nº 122), la segunda es la Autónoma de Barcelona (nº 222) y la Complutense (nº224), Valencia (nº 278) y Autónoma de Madrid (nº 296) se sitúan por delante de la de Navarra. Puestos a discutir el sistema universitario español, llama la atención que se hable de la posición en el ranking y no del hecho de que la mayor parte del sistema universitario público español se sitúe entre las mejores mil universidades del mundo: 40 de las 47 universidades presenciales públicas existentes, a pesar de ser un sistema universitario muy joven (estos años celebran la cincuentena las Universidades autónomas de Madrid y Barcelona), el resto, la mayoría, anda por la treintena.

A partir de esta realidad es como habría que iniciar el debate sobre la reforma. Y además, incorporar otros resultados igualmente poco discutibles, como la contribución de la Universidad a la movilidad social o al incremento de la presencia de la mujer en los ámbitos profesionales, lo que haría menos agria la crítica a la dispersión de centros universitarios. O reconocer que la Universidad pública muestra una elevada eficacia y eficiencia dentro de los estándares internacionales, y además es barata, como ponen de relieve estudios de la OCDE o de la Unión Europea que no tienen la difusión que tienen los rankings.

Frente a ideas muy extendidas acerca de que hay demasiadas universidades y demasiados universitarios, el acceso a la Universidad es del 52% de la población en edad de ingreso, inferior al 58% en la OCDE o al 56% en la Unión Europea, sin embargo este dato no impide que la población activa española muestre sobre-cualificación en tanto que el 22% de los trabajadores tengan formación universitaria, mientras que en Francia y Alemania solo lo sean el 16% (cifras tomadas de La universidad en cifras. 2013-2014, elaborado por la CRUE). La Universidad pública, por tanto, no ha dejado de lado su compromiso social de formar profesionales, por poco que el mercado valore la formación conseguida.

En este punto hay que señalar una paradoja como es que la demanda de “conocimiento práctico”, que acerque “la teoría a la realidad”, se trata de colmar con prácticas en empresas que mayoritariamente son ofrecidas con nula o muy escasa remuneración –a veces, ni siquiera con compensación de los costes de transporte-. Más todavía, las denominadas prácticas curriculares son abonadas como tasa de matrícula -se paga por aprender trabajando-. Este hecho debiera de ser motivo de preocupación ya que aplicando la teoría de fijación de salarios según la productividad marginal del trabajo, se concluye que, sensu contrario, la de un universitario sin práctica previa es cero. En otros términos, la rentabilidad de la inversión pública en educación universitaria, valorando a precios de mercado el rendimiento productivo de los universitarios recién egresados es cero. O inversamente, solo las prácticas forman.

Por otro lado, se puede leer en El País del día 17 de agosto de este año una noticia bajo el gran titular: Paro desbocado, talento importado. En ella se plantea que no se cubren vacantes laborales (planners, contrac managers,…) en un país con cuatro millones y medio de parados, motivo por el que se ven obligadas a importar talento  -¿talento o formación?- desde el Reino Unido, EE.UU, Emiratos Árabes o Australia. Pero más destacable es la afirmación de que las empresas buscan profesionales ya formados, con experiencia y habilidades. ¿Para qué sirvieron las prácticas? No parece que para formar profesionales que habrá que importar, sino como cualquiera puede confirmar, con carácter general, para poner a disposición de las empresas mano obra barata, entusiasta, agradecida y ¡cualificada! Además, en muchos casos, subvencionada fiscalmente.

Seguramente, cualquier reforma de la Universidad española y de sus planes de estudio estará llamada al fracaso si previamente no se cuenta con un detallado informe de evaluación de las prácticas en empresas (procesos, objetivos, medios y resultados), lo que, a su vez, sería una magnífica radiografía de nuestro sistema empresarial. ¿Necesitará también una seria reforma?

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Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con el contenido de este artículo, que es responsabilidad de su autor

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