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Además de sumar, necesitamos sanar

La líder de Sumar y vicepresidenta segunda del Gobierno, ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, presenta el acuerdo de coalición el pasado 10 de junio.

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La estupefacción y el desconsuelo con la que una parte de la ciudadanía (entre la que me encuentro) ha asistido a los últimos acontecimientos políticos, bien merece una meditación profunda que supere la contienda mediática y nos haga preguntarnos qué hacemos aquí. Parece indiscutible que estos episodios implican elementos muy problemáticos del comportamiento humano que trascienden, claramente, las cuestiones racionales y el cálculo meditado que teóricamente guían la acción política. 

Por ello, creo que, desafiando el mandato dualista del sistema hegemónico que invisibiliza las múltiples dimensiones del ser, es momento de apostar por una imaginación política que incorpore los afectos, la compasión, el cuerpo y las preguntas existenciales al debate sobre el sentido de la polis. Este pequeño texto, que escribo desde la convicción de que mi perspectiva será siempre limitada, subjetiva y parcial (y por tanto incompleta e incluso errónea), pretende contribuir a la reflexión pública sobre cómo construir una sociedad equitativa, sostenible y que no deje a nadie atrás, como se repite sistemáticamente desde ciertos espacios político-partidistas.

Como todas las personas que se consideran (con razón o no) progresistas, he asistido con absoluta perplejidad, a la reyerta pública que se ha espectacularizado en los últimos meses entre Sumar y Podemos. A medida que las insinuaciones, expresiones de doble sentido e incluso bromas se iban convirtiendo en acusaciones directas, cargadas de reproches e impotencia, he ido experimentado una creciente desolación y cierto desamparo que me conecta con mis propias soledades, traumas y sufrimientos; y, a mi juicio, estos sufrimientos forman parte consustancial del tránsito vital de los seres humanos. Y esto lo expreso en el espacio público porque creo que es hora de incorporar las dimensiones emocionales, corporales, vinculares y espirituales a la práctica política. 

Hablar públicamente del dolor, el miedo y la vulnerabilidad, rompiendo el férreo disciplinamiento cartesiano que nos conmina a idolatrar la racionalidad y a negar la multidimensionalidad de los seres humanos, es, desde mi perspectiva, una forma feminista y emancipadora de resistencia. Y por ello, creo que esta (pequeña o gran) tragedia a la que hemos asistido en el espacio de la izquierda esta completamente cargada de sufrimiento, impotencia y desolación. Y en esta nueva imaginación política, que entiendo necesitamos imperiosamente para construir con palabras y actos una polis justa, sostenible y compasiva, es necesario asumir, también, el camino del autoconocimiento, la sanación y la búsqueda de un sentido esperanzador y amoroso de la vida. 

No albergo ninguna duda sobre la buena intención de todos los actores implicados en el vodevil que se ha desarrollado en los últimos tiempos; soy consciente de que todos ellos creen que su causa es verdadera y que se encuentran cargados de razones. Creo sinceramente que sienten que están orientados por un sentido justo de lo político y por arribar a un proyecto sólido para las elecciones del 23 de julio. Lo digo sin ironías, tengo la convicción de que entienden que, inequívocamente, están luchando por el bien común.

Al tiempo que expreso estas ideas, observo la inmensa fuerza del ego en la contienda a la que hemos asistido (y, previsiblemente, asistiremos) en los últimos tiempos. Me gustaría aclarar que desde diversas escuelas espirituales (sí, espirituales), el ego es una falsa concepción del yo que necesita sistemáticamente afianzar su identidad a través de la individualización, la competencia y el juicio. El ego es un actor que coloniza nuestra identidad; una identidad que no duda de sus opiniones, que confunde sistemáticamente sus pensamientos con la realidad y que necesita de las comparaciones, las quejas y las luchas para afianzar su sentido del yo. En este sistema occidentalizado, el ego esta potenciado por las estructuras de poder capitalistas, patriarcales, racistas y antropocéntricas que nos impidan primero ver, y luego valorar, la sacralidad de todas las vidas del planeta; y, además, este ego esta construido sobre las carencias, el sufrimiento y el dolor derivado de la falta de amor y bondad a las que (casi) todos estamos sometidos en nuestro tránsito vital. 

En los estudios de ciencia política, que es a lo que me dedico profesionalmente, es cada vez más frecuente hablar de odio, miedo y narcisismo como explicación de los comportamientos políticos. De esta suerte, en el ámbito académico, cada vez somos más conscientes de la importancia de las emociones negativas en las decisiones que tomamos sobre la organización de la vida en común. Y en este ámbito, una rama (nada aconsejable) de los avances en neurociencias están colaborando con partidos políticos que centran sus propuestas en la estimulación del resentimiento y la cólera como elementos movilizadores de nuestras elecciones públicas. De esta suerte, asistimos al ascenso de opciones profundamente autoritarias que, como plantea Wendy Brown, esgrimen furiosamente la libertad como la negación de cualquier acción en pos del bien común, del cuidado de las personas, de la protección del planeta o de la justicia social. Y, en estos tiempos de precariedad material, económica y laboral, este mensaje ha conectado con el miedo y la desesperanza que aquejan a una parte significativa de la población del planeta.  

En este marco histórico de desolación -y al albur de una propuesta social basada en la exclusión y la violencia- es que nos hemos descubierto en la arena mediatizada, incapaces de construir un proyecto político que imagine, como dice el feminismo, un espacio comunitario donde quepan todas las vidas y sentires. Muy por el contario, ha sido la desavenencia, los reproches y la convicción de la posesión absoluta de la verdad, la tónica que ha guiado el debate mediático en estos últimos meses. Dada las circunstancias de resentimiento, tristeza e impotencia que parece experimentar una parte significativa de los actores que se ubican a la izquierda del PSOE, no tengo muy claro si esta unidad de supervivencia es lo mejor que podía suceder para construir un nuevo proyecto emancipador que ponga en el centro el cuidado de la vida. Pero tengo la convicción de que, desde ahora, lo necesario es apoyar y cultivar este espacio aun sabiendo que, además de sumar, necesitamos, desesperadamente, sanar. 

Soy muy consciente de que parece poco apropiado, e incluso ridículo, exponer la vindicación de una política para la compasión, la bondad y la generosidad. Pero nos hacen falta espacios personales y comunitarios de sanación y esperanza que nos permitan liberarnos del miedo y el sufrimiento que, de manera inconsciente y poderosa, están guiando nuestras acciones cotidianas. Necesitamos otras cosmovisiones, como el budismo, el buen vivir o el ecofeminismo, que nos estimulen a distanciarnos de las luchas del ego y nos ayuden a encontrar un sentido personal, político y espiritual a nuestras vidas. Y esto lo creo, porque la negación de la multidimensionalidad del ser y la primacía de la mente egoica sobre los espacios afectivos, espirituales, vinculares y corporales es, para mí, un sistema de profundo y férreo disciplinamiento. 

En estos tiempos de desesperanza no tengo muy claro si podemos parar la ola represiva que, desgraciadamente, se está erigiendo como una opción política legitimada y viable en nuestras sociedades; empero, lo que sí parece indudable es que esto es imposible desde una posición personal y política de lucha, competencia y rabia que reproduce las mismas formas neoliberales y patriarcales que las organizaciones progresistas pretenden -creo que sinceramente- combatir. 

Siguiendo los complejos postulados de la física cuántica (o del budismo, como os sintáis más cómodas) quizás es el momento de hablar de la importancia de la consciencia en la construcción de la realidad, de comprometernos con nuestra emancipación personal y la de nuestras comunidades, y de buscar el desarrollo del amor y la compasión que, aunque no lo veamos, es la parte más verdadera y esencial de nuestra naturaleza humana.  Y, desde ese espacio de humildad, alegría y gratitud cultivar otra imaginación, otra política y otra práctica cotidiana para nosotros, nuestros semejantes, los animales y el planeta. 

Y este es el mensaje político que, aunque poco deseable para la intelectualidad occidental hegemónica, siento que puedo proponer. Podemos transformarnos a nosotras mismas, asumir nuestras vulnerabilidades y sufrimientos, iniciar caminos de sanación y vincularnos con los otros desde la gentileza y la bondad; y desde este espacio de consciencia, actuar políticamente para construir un mundo más humano, justo y compasivo con todas las vidas a las que nos encontramos profundamente conectados en este único y bello planeta. Lo dicho, al tiempo de sumar, necesitamos emprender el camino hacia nosotros mismos, para aprender a sanar. 

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