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¿Por qué otra vez?

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, celebra con su equipo la mayoría absoluta del PP en Galicia

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En Galicia, tierra donde lo real y lo surreal se dan siempre la mano al ritmo de aturuxos, las elecciones apenas distinguen entre vivos y muertos. Quizá por eso los comicios gallegos insuflan siempre aire a muertos vivientes y resucitan cada cuatro años manidos fantasmas y clichés. 

Bien sabe Feijóo que los resultados en Galicia son ilegibles en clave nacional y viceversa, pese al empeño desde Madrid por venderlos de ese modo. Por eso bajo la superficie de lecturas genéricas, se abren infinitas ramificaciones propias; bajo el mantra de un conservadurismo absoluto e imbatible, lo cierto es que la realidad política gallega tiene tantos grises como sus cielos. Por eso a Galicia no ha llegado Vox, ni en su momento llegó Ciudadanos. Por eso en las últimas elecciones generales los gallegos votaron más a candidaturas de izquierdas, al contrario que en Andalucía, Madrid, Murcia o la Comunitat Valenciana.

Entonces, ¿cómo es posible que haya vuelto a ganar el PP en las elecciones autonómicas?, se preguntan muchos desde anoche. En la propia pregunta está la respuesta. El PP gallego está infiltrado territorialmente en Galicia como ningún otro partido, e incluso me atrevo a decir que como ningún otro organismo celular vivo. El PP está en la aldea, está en la parroquia, está en el concello, está en la ciudad, está en la provincia. El PP está en las casas, en cualquiera. El PP está sentado en tu salón y, si te despistas, te quita el mando de la tele y te pone el informativo nocturno de la TVG (mucho ánimo, por cierto, a los trabajadores de Defende a Galega). El PP ha estado, está y estará. Porque el PP ha sabido entender Galicia y su idiosincrasia regionalista. 

Galicia nace de una matriz imprecisa. Quizá por eso los gallegos hemos tendido a olvidarnos de lo propio, como si no supiésemos de qué extraña sustancia se compone. El orgullo gallego se ha forjado casi más en la diáspora que en la propia comunidad, por donde el orgullo ha flotado como un espectro cargado de absurdos complejos. Sin embargo, las elecciones muestran que algo de eso está cambiando. Algo de eso está cambiando Ana Pontón. 

Este domingo muchos gallegos votaron por primera vez al BNG, y probablemente gran parte de estos nuevos votantes no lo hicieron en clave nacionalista, sino en clave de cambio y de orgullo propio. El caso más paradigmático es Vigo, histórico fortín socialista donde ha ganado el Bloque. Decía Pontón durante la campaña electoral que “hay muchas maneras de sentirse gallego o gallega. Pero todas son necesarias para el cambio”. Pontón ha sabido alejarse de la vieja imagen del BNG desbordando la propia formación y ofreciendo un muestrario de prioridades que trascienden la identitaria, con mucho espacio para las cuestiones sociales. 

Alfonso Rueda la tendrá enfrente esta legislatura, que no es poco. Puede estar contentísimo Rueda a quien su inconcreción personalista durante la campaña no le ha pasado factura. O, precisamente, las elecciones no le han pasado factura por ella. La inconcreción, sin embargo, no le valdrá durante su mandato, por muchas siglas bajo las que se ampare. Galicia nunca ha mantenido a dirigentes desdibujados. O que se lo pregunten a José Ramón Gómez Besteiro, suponiendo que el PSdeG se haya enterado siquiera de los resultados electorales. 

Esta tarde Cayetana Álvarez de Toledo escribía en X que “nunca me han importado más unas elecciones gallegas”. En esa frase está todo. Lo que importaba Galicia en clave nacional y lo que importa ahora. Pero, al menos por unos años, Feijóo ha conseguido contener las fugas. Y Galicia, quién si no, ha evitado cavar su tumba política.

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