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Las vidas de los mayores también importan

Cerca de 900 inscritos en la bolsa de empleo y voluntarios creada para las residencias cántabras

Gabriela Wiener

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Cuando volví a ver a Concha me costó reconocerla o, mejor dicho, había algo en ella que se había extraviado en el encierro. Cuando una señora de 80 años activa y luminosa, de esas que casi no pasan por casa, que ha enseñado a su familia que el vino es mano de santo y el sexo no tiene edad, reaparece un día sombría, lo notas. Ni parir seis hijos en dictadura y quedarse viuda la ha acojonado tanto como un virus que mata sobre todo a los mayores. O eso nos dijeron, serán los primeros en enfermar y morir porque la enfermedad se ensaña con ellos.

Pero ahora sabemos que no solo el corona, también la Comunidad de Madrid mata a sus mayores (y algunas otras comunidades autónomas más). O lo que es lo mismo, los deja morir. Hubo un protocolo elaborado en lo peor de la pandemia en el que se recomendaba no derivar a los pacientes mayores de 80 años, en domicilios y residencias, a los hospitales. Precisamente a los “frágiles”, a los que más lo necesitan. Es decir, ese mito de que en el colapso sanitario español se dio la orden de elegir quiénes debían vivir y quiénes morir, no es un mito. Se calcula que habrán muerto 20 mil ancianos en residencias sin atención médica durante esta crisis.

Todavía recuerdo allá por el 24 de marzo, cuando el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, dijo literalmente que “los abuelos deberían sacrificarse y dejarse morir para salvar la economía en favor de sus nietos y para no paralizar el país”. Aquí muchos dijeron: esta es la vieja Europa, aquí no pasa esto. Y cuando empezaron a morir en masa los mayores en Noruega o Inglaterra, por órdenes expresas de sus líderes negacionistas que se rehusaban a confinar, aquí decían: menos mal que esto es España, aquí brilla el sol, somos humanos, queremos a nuestros mayores, son memoria viva en las bancas de los parques. Pero los muertos empezaron a brotar de las residencias y nos alcanzaron las noticias del personal que abandonaba su puesto de trabajo para no contagiarse o de mayores huyendo para salvar sus vidas.

Han pasado meses desde esa ola de indignación que nos recorrió enteras –que nos hizo hablar en el patio virtual de twitter, cada vez más parecido a un velorio, de la crueldad de tratar a los mayores como despojos, de la sospecha de que se estaban muriendo sin pisar un hospital, sin ser contabilizados sin pruebas– y hoy podemos afirmar que se les privó de atención, se dejó intencionadamente atrás a los supervivientes de la guerra, el hambre, la represión, las crisis económicas y tantas miserias más.

Lo que hiela la sangre es que tras las primeras investigaciones se compruebe que como en todas esas ciudades del mundo gobernadas por fachas, aquí en la capital de España hubo una orden clara: la Consejería de Sanidad del Gobierno Regional presidido por Isabel Díaz Ayuso envió una directiva a las 475 residencias madrileñas para que los mayores dependientes y con enfermedades previas no pisaran los hospitales para evitar el desborde.

Y lo que quiero decir es que no fue improvisado. Fue un plan cocinado lentamente como el puchero de mis abuelas en años de neoliberalismo. De gobiernos que saben todo de privilegios y nada de derechos, que recortan el dinero para residencias y hospitales. Un plan muy acorde a los planes siempre transparentes del FMI, que a inicios de este año ya pedía a España que rebajara esas pensiones tan generosas por no ser “sostenibles”, o que viene defendiendo hace años que vivir más de lo esperado es un riesgo . El 3 de abril ya había 8.377 pensionistas menos a causa del coronavirus. Y subiendo. Una jugada maestra.

La investigación debe llegar a su fin y esclarecerse las responsabilidades penales por estas decisiones salvajes –tomadas también desde el estereotipo, la falta de empatía y la discriminación por edad– dignas de tiempos como estos en los que un virus se convierte en oportunidad, pero oportunidad para el exterminio del vulnerable, del pobre, del mayor, del migrante. ¿Quiénes van a responder por esas vidas perdidas, largamente vividas pero que también importaban? ¿Se están trabajando ya protocolos para sostener emocional y físicamente a tantas personas mayores sobrevivientes de COVID y hoy aterradas, a las que han dejado sombrías y sin luz? Porque si hay algo que duele y aterra más que un virus letal es la deshumanización de un sistema que odia a sus viejas y viejos.

Concha es la abuela de mi pareja. Una vez ella me contó que la imagen que más le gusta evocar de su abuela es a Concha en los días de playa, cuando a lentas brazadas se adentra en el mar, alejándose, haciéndose cada vez más pequeña, entre el mundo, el agua y el cielo, cuando apenas se le distingue, que es cuando se le ve más clara que nunca. De niños, sus nietos se quedaban fascinados por su audacia hasta que se acostumbraron a verla partir hacia sus propios placeres o cavilaciones, hacia sus propios mundos. Parecía que se alejaba de ellos pero en realidad no se alejaba. Les había dejado esa imagen, lo mejor de sí misma. Era hermoso verla regresar con el rostro de quien ha hecho el camino, de quien lo ha marcado, de quien lo ha dibujado en la arena para quien quiera seguirlo. Cómo no seguir esos pasos.

Así, tantas y tantos mayores han marcado generaciones simplemente por adentrarse con firmes brazadas, por buscar sus propios caminos. Pensar que hay políticos que tienen el poder de decidir cómo será el final de una vida es escalofriante.

La abuela ya sonríe en la fase 2, se divierte en una terraza madrileña aunque no se quita la mascarilla para nada. Aún no nos abraza porque tiene miedo.

Cómo pudisteis.

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