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Dramaturgia del intelectual
Cuando hablamos de la opinión pública y los valores («normas», convendría decir en más de un caso), el tan cacareado «espíritu crítico» ocupa a menudo el proscenio de eso que dio en llamarse hace siglos el «gran teatro del mundo», una de esas expresiones figuradas que, no obstante, viene a restituir en alguna medida la lucidez que, a menudo, decidimos perder adrede para poder sostenernos sobre ese tablado sin que nos parezca, más bien, un cadalso.
El género de vida que constituye el intelectual consiste, sobre todo, en ser un dispensador de moral, el rector de un código de normas, también estéticas, y aun su depositario y mismo exegeta; una suerte de seglar que contribuye a enmendar el comportamiento de la ciudadanía para que se acompase a las leyes, que sin empacho alguno se dice que ella misma se ha dado; siendo además un consejero investido, por su posición y saber —y no siempre lo primero es consecuencia de lo segundo—, de la facultad de aclarar las dudas que pudiesen suscitarse de tal reglamentación de conducta y pensamiento.
Aunque no hemos de prosternarnos ante el intelectual, como si de un clérigo se tratase, en su circuito de comunicación sí que se requiere una cierta retroalimentación bajo la forma de interés y contestación (v.gr., una carta al director, aunque constituya una respetuosa disensión), aterciopelada indulgencia que viene a sostener, con todo, el alambicado juego (en el sentido teatral de play) que mantiene con su público o «clientela».
Ya se sabe, a la noción de intelectual va aparejada la idea de un público tópicamente crítico, ilustrado y juicioso que constituye el último cedazo por el que se tamizan los asuntos de cualquier jaez: político, socioeconómico o ideocultural. Da la sensación, así pues, de que la figura del intelectual fue engendrada para instruir a la opinión pública sobre cómo debe valorar esa «historia / contada por un loco, / toda llena de estrépito y violencia, / mas sin ningún sentido», en que según el Macbeth de Shakespeare consiste la vida. Ahora bien, el intelectual nunca puede salirse de la escena (eso sería, literalmente, obsceno) y sentarse en el patio de butacas, sino que debe ser juzgado como ese personaje portavoz (raisonneur en francés) que columbra con mejores palabras e ideas lo que en realidad el público, que contempla desde palcos y platea la obra, complacientemente ya sabía y sentía.
Se me dirá que este tipo de personajes, evidentes portadores ideológicos del autor, resultan, cuando menos, enojosos, pero nunca debe subestimarse el poder persuasivo del intelectual, tanto mayor cuanto que su futuro y crédito profesional se cifran en convencer a su público de que, efectivamente, aun cuando de manera no tan evidente, ellos ya estaban convencidos de lo que leen y oyen.
Ahora, pónganse (in)cómodos en su butaca y piensen en ese momento de silencio y duda, justo cuando el telón baja y la función termina, roto por los primeros aplausos, que enseguida son secundados por los de usted y el resto del público, porque quizá, solo quizá, los primeros en palmear no sean sino una claque bien pagada y adiestrada. Pero tal vez usted piense (opine) que, a pesar de que nadie se hubiese adelantado a aplaudir primero, usted lo habría hecho igualmente.
Suele pasar.
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