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Contra el fascismo, la ley

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Echando un fugaz vistazo a la actualidad político social de nuestro tiempo, asusta la manera en que el aroma, o mejor dicho, el tufo de la dictadura, continúa presente en la práctica totalidad de los estamentos de la sociedad española. Y no se trata del hecho de su persistencia en sí, puesto que el recuerdo de la historia negra de un país debe estar siempre presente en la conciencia colectiva de su gente (a modo de aprendizaje de los errores cometidos), sino por la forma y el fondo de esa perpetuación. El estruendoso aplauso del Congreso de los Diputados tras la aprobación de la Ley de Amnistía de 1977 constituye un momento de una extraordinaria carga simbólica para la historia reciente de España. Representa el comienzo, tristemente consensuado, de un largo periodo de oscurantismo y promoción interesada de la ignorancia que ha llegado hasta nuestros días.

El franquismo no son solo cuarenta años de gobierno dictatorial: el franquismo es el genocidio, es la represión política e ideológica, es la tortura, el racismo, la homofobia, es la destrucción de toda libertad. Esa es la historia que tendría que escribirse en los libros, lo que se debería enseñar en las escuelas. Pero en lugar de asumir las vergüenzas del pasado y educar consecuentemente sobre ellas, tal y como se ha hecho en Alemania sobre el Holocausto, se ha optado por la cobardía de la connivencia y el enmascaramiento.

Aún hoy, la sociedad española sigue siendo testigo directo, y en muchos casos cómplice, de repugnantes muestras de apego a la cultura franquista. Y es que, en estos días en los que la polarización política y los radicalismos se han instaurado en nuestra sociedad con inusitada displicencia, es habitual encontrarnos con todo tipo de manifestaciones y declaraciones complacientes y con descaradas muestras de avenencia con la dictadura provenientes de representantes de instituciones políticas como el partido ultraderechista Vox, o incluso el Partido Popular.

Han sobrepasado los límites de lo tolerable recurriendo incluso al negacionismo, manchando vilmente la memoria de símbolos de la lucha contra la dictadura como las Trece Rosas, tal y como ha hecho el secretario general del partido, Javier Ortega Smith.

Hace no demasiado, se encontraba de rabiosa actualidad el debate sobre la tipificación como delito del enaltecimiento del franquismo. Es cierto que, objetivamente, esta medida constituye una limitación a la libertad de expresión, es innegable. Sin embargo, la propia Constitución contempla no solo la posibilidad, sino el deber tácito de limitar el ejercicio de este derecho fundamental cuando entra en conflicto directo con el respeto hacia otros derechos. En este caso, la dignidad, la imagen y el recuerdo de miles de españoles y españolas se ven impunemente ultrajados a través de la exaltación de la figura del dictador y del régimen que abanderó durante décadas de sufrimiento y represión.

Por ello, provoca indignación y bochorno a partes iguales tener que contemplar cómo la derecha emplea toda su maquinaria mediática y propagandística para deslegitimar propuestas políticas progresistas por el simple y mero hecho de serlo. Sin ningún tipo de espíritu crítico ni mentalidad de Estado, políticos, periodistas y líderes de opinión, manifiestamente alineados con la rama más conservadora del conservadurismo, arremeten feroz y recurrentemente contra proposiciones de ley que, si bien, pueden ser más o menos controvertidas desde un punto de vista político o legal, moral y socialmente representan avances colosales en la consolidación de una democracia moderna, abierta y libre de estigmas del pasado.

Sucedió en 2007 con la Ley de Memoria Histórica del Gobierno de Zapatero; una medida ya no necesaria, sino moralmente imperativa para sentar los cimientos de un proceso de resarcimiento, y de rectificación de una política pasiva, cínica y continuista, que durante más de treinta años se dedicó a ignorar uno de los problemas más enquistados en la oscura profundidad de la idiosincrasia española. Se repitió recientemente con motivo de la exhumación de los restos de Franco, y ha sucedido de nuevo con una problemática que requiere de una atención cada vez más urgente.

Por otro lado, resulta cuando menos curioso el modo en que ese reaccionarismo español utiliza toda la fuerza de la libertad de expresión como argumento incontestable para defender su oposición. Una libertad de expresión absolutamente ignorada por la causa que defienden, y pretendidamente devastada por leyes impulsadas por ellos mismos, como la aparentemente olvidada Ley Mordaza. “El humor negro es motivo de encarcelamiento, pero la muestra de devoción hacia un régimen fascista, opresor y genocida forma parte inherente de nuestras libertades”.

La “derecha moderada” argumenta también que, si el enaltecimiento del franquismo pasa a considerarse delito, debería aplicarse la misma vara de medir con el comunismo soviético, el leninismo y el estalinismo (curiosamente no aluden al nazismo o al fascismo italiano). Totalmente de acuerdo, ambos regímenes autoritarios, represivos y precursores de la política del terror son igualmente reprobables. No obstante, no es que abunden demasiado las concentraciones masivas de fanáticos comunistas con el puño en alto en las plazas españolas, ni se erigen monumentos ni calles en honor a los carceleros de los gulags; en cambio, los torturadores del régimen son condecorados con medallas, los familiares de las personas asesinadas deben resignarse a que los restos de sus seres queridos descansen junto a sus verdugos, y las congregaciones de señores, señoras, y jóvenes radicales cara al sol y bandera rapaz a la espalda es un continuo conmemorativo.

No se trata pues de la cristalización caprichosa y egoísta de una doctrina legal orientada a la limitación de manifestaciones extremistas contrarias, sean de la orientación que sean. La lucha por la erradicación de estas conductas y por la restitución, aunque tardía, de los derechos y el honor de las víctimas de la dictadura no responde a una base ideológica, -a pesar de la obsesión de ciertos grupos políticos nostálgicos por convertirlo todo en una contienda-, sino a la búsqueda de justicia, a la necesidad de cortar de raíz una pesadísima lacra que lleva arraigada a la cultura nacional demasiado tiempo. El objetivo es concienciar, educar y modernizar un ideario popular que lleva más de cincuenta años anclado en la polvorienta, nauseabunda y recalcitrante admiración de unos principios tóxicos e inadmisibles en la sociedad de un Estado libre y democrático.

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