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¿Eres fascista y no lo sabes?
Después de leer Facha, de Jason Stanley, se te queda muy mal cuerpo, literalmente, no es una forma de hablar. Es auténtica la sensación física de mal rollo, porque el monstruo es real, está aquí. Y lo estamos viendo. Cuando pensamos en fascismo es fácil irnos a otras épocas y otros lugares como la Alemania nazi. Pero no hace falta irse muy lejos, ni en tiempo ni en espacio. Nuestro vecino, que presume de progresista, de moderno y hasta de antifascista, puede haber adoptado el mismo discurso tras el que se esconde el “monstruo”. Porque la dialéctica fascista empapa y se filtra con una facilidad abrumadora, sobre todo entre una masa que se guía más por la emoción que por la razón, máxime en tiempos de crisis como el que vivimos.
El fascismo usa estrategias como mitificar un pasado mejor, muchas veces megamaquillado, cuando no directamente inventado, con un ideal de familia muy concreto; y lo contrapone a un presente peligroso por poner en riesgo ese ideal patriarcal de familia y de gobierno, ya sea con políticas que favorecen el matrimonio gay, por ejemplo, o que las mujeres puedan aspirar a la igualdad con relación al hombre; o por pretender que el pobre pueda tener un techo bajo el que guarecerse y algo que echarse a la boca. O incluso, oh, osadía, que alguien de izquierdas pueda tener un chalé o un coche caro.
El antiintelectualismo del fascista supone poner en duda y desacreditar las instituciones educativas, la cultura y a la propia ciencia siempre que no cuadren con su visión cerril del mundo. Es por ello que niegan cuestiones como la violencia de género o el cambio climático; y es por ello también que se empeñan en desprestigiar a la educación pública, en desmantelarla y llevarla al límite recortando sus recursos en favor de una educación concertada y privada donde poder inculcar libremente ese orgullo y esa nostalgia por un pasado mejor a “sus” niños, y alejarlos de conocimientos y pensamientos que puedan hacerles tener un criterio propio, y por consiguiente, quizá, diferente del suyo. Este antiintelectualismo les hace también adoptar un cariz bronco en la discusión política, “rompiendo” el diálogo con un tono insultante, irrespetuoso, manipulador y sucio, rebajando el nivel del debate a la altura del betún, e impidiendo que se dé cualquier punto de unión. Su objetivo, por consiguiente, es que directamente no haya debate, pues no saben argumentar.
Prefieren sustituir el diálogo por la rabia y el miedo, y crear así una sensación de irrealidad basada en teorías conspirativas y mentiras. Al fascista no le interesa la verdad, sólo quiere levantar sospechas sobre el adversario político, y no tiene escrúpulos en mentir, manipular, tergiversar y difundir bulos y falacias.
Todo ello les sirve, además, para adoptar una actitud victimista, les vale cualquier cosa: el hecho de que una pareja de homosexuales quiera casarse o que una mujer quiera abortar; o que en las escuelas públicas se enseñe en libertad, y se inculque el pensamiento crítico. Se empeñan en darle la vuelta a la realidad, y justamente con aquello que ellos ejercen cuando están en el poder (recorte de derechos y libertades) elaboran un discurso victimizándose: por ejemplo, reclaman una libertad que nadie les arrebata, pues las restricciones por motivos sanitarios sirven para salvar vidas; acusan al gobierno de censura, cuando tienen a su disposición las redes sociales y medios de comunicación, tanto afines a su ideología como imparciales, de los que pueden hacer uso; llaman fascista (atención, el fascista llama fascista) a un gobierno democrático elegido legítimamente en la urnas...
No parece gente imbécil o cortita, sencillamente utilizan todos sus recursos, por descabellados o disparatados que parezcan, para evitar a toda costa que el otro piense de forma diferente, y por supuesto que actúe de un modo diferente.
Lo más terrorífico es que saben que la masa disconforme, cansada, asustada y rabiosa es muy permeable a ese discurso, y que es más fácil gritar aporreando una cacerola que pensar qué se está haciendo bien (en plena crisis pandémica); es más fácil sospechar y desacreditar a ese partido de rojos perroflautas, aunque varias sentencias judiciales hayan dejado claro que eran falsas e irrisorias las acusaciones de financiación ilegal; es más fácil equiparar fascismo y comunismo como si se parecieran en algo más que en el sufijo. En definitiva, es más fácil el grito que la reflexión.
Si no todo el mundo tiene tiempo y/o ganas para leer historia, filosofía o sobre política, al menos sí debería uno imponerse como obligación sacar el tiempo y las ganas de reflexionar detenidamente qué piensa, qué dice, qué cree y por qué lucha. Igual está simpatizando con un pensamiento que alude a su emoción, antes que a su razón, porque ese discurso se filtra hasta tal punto de que cuando uno se da cuenta ya se está alineado con él.
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