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Lecciones cotidianas

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Estas navidades se cumplieron diez años desde que me mudé a Estados Unidos, y recordé dos sucesos que me ocurrieron justo por esas fechas. Saquen sus propias conclusiones.

Diciembre de 2011. Rajoy y compañía están a punto de estrenar su flamante mayoría absoluta, lo cual refuerza mi ya tomada decisión de irme de España para continuar mi carrera científica – lo que vino inmediatamente después me daría la razón. Yo ando muy ocupado cerrando los detalles de la salida de mi piso de alquiler que comparto con mi pareja desde hace tres años en el ya entonces gentrificado barrio de Malasaña en Madrid. Por cierto: en 2011, dos mileuristas sin muchas pretensiones podían vivir en el centro de Madrid, a costa de renunciar a ciertas comodidades; me cuentan que hoy esto es imposible, pero eso da para otra historia...

Al grano. Esas navidades son un no parar de hacer maletas, realizar papeleos y gestionar emociones. Hay dos temas que me mantienen muy entretenido: vender los pocos muebles que tenemos, más por un tema de reciclar que por sacar mucho dinero, y salir del piso de alquiler sin demasiados sustos (aquí sí hay dinero).

La venta de muebles a través de portales de segunda mano va bien. No es mi primera mudanza y he aprendido a identificar a la gente que está realmente interesada y a la que te va a hacer perder el tiempo. Sólo me queda una pieza a la que le tengo cierto cariño y me gustaría que tuviese una segunda vida. Es una mesilla con tres cajones, muy estrecha, que encontré en el Rastro años atrás y que encajaba perfectamente en el pequeño hueco que tenía en mi anterior dormitorio. La adquirí por unos 80 euros y la estoy vendiendo por 30. Una mujer, a la que llamaremos María, contacta conmigo interesada por este objeto. Hablamos un par de veces por teléfono. Me da largas. Esto, en mi manual de cómo vender muebles, activa todas las alarmas, pero sin embargo hay algo que me hace no desistir, no sé muy bien por qué. Me dice que le encanta la pieza, pero tiene problemas para transportarla y quizá para pagarla inmediatamente. Me ofrezco a llevársela. María vive en una pequeña calle perpendicular a Montera, a unos 20 minutos caminando desde mi casa. Cargo con el mueble (benditos veintitantos) y me planto en el portal de María con la mesilla. Es una mujer de unos 50 años, amable, envejecida, un poco melancólica. Me pregunta por mi mudanza. Ella también sueña con vivir en Nueva York. Bromeo sobre si puedo llevarla en alguna de las múltiples maletas que facturaremos. Quedamos en lo siguiente: ella me ingresará el importe de 30 euros a final de enero, cuando cobre nosequé. Le digo que sin problema, que confío en ella y que si no me lo ingresa, “no voy a volver a buscarle”. Nos despedimos. Vuelvo a casa pensando en lo difícil que es la vida de mucha gente para no poder gastar 30 euros, y me pregunto si no debía haberle regalado el mueble. Me distraigo con la siguiente gestión urgente. Faltan un par de días para Nochevieja. Volamos la semana que viene. Mucho por hacer aún.

El segundo tema que me ocupa es gestionar la salida del piso de alquiler. Nuestro casero, al que llamaremos José, tiene un buen puesto, al menos según su business card, en un conocido banco que abrirá muchas sedes en Estados Unidos en la siguiente década. Tiene cuarenta y pocos años, viste bien, es siempre cordial y gestiona el alquiler de forma muy profesional, con ayuda de una inmobiliaria. Él solía vivir en nuestro piso, que heredó de su madre y reformó con buen gusto, hasta que decidió alquilarlo para salir del barullo de la ciudad y mudarse a Majadahonda. Nuestra relación ha sido siempre excelente: nosotros pagamos el alquiler puntualmente y no damos problemas; él nos reembolsa algún gasto de mantenimiento ocasional (recuerdo una avería en la lavadora). Como nuestros últimos días en Madrid son frenéticos y además coinciden con las fiestas, acordamos salir del piso en la fecha señalada por el contrato, dejando las llaves dentro. Él o un agente pasará después de navidades para hacer la inspección rutinaria y proceder a la devolución de la fianza. Nuestra relación en estos tres años es inmejorable y, aunque sé que esto es un poco heterodoxo, no tenemos razones para sospechar.

Estamos a finales de enero de 2012 en Nueva York, casi un mes después de emigrar. Hace un frío que asusta y parece que en las construcciones por aquí se olvidaron de los aislamientos. Yo ya estoy en mi nuevo trabajo; mi mujer está haciendo las entrevistas que le llevarán en un par de meses a encontrar el suyo, que en 2022 aún mantiene. Semanas frenéticas de gestiones en un país nuevo: seguridad social, cuenta bancaria, comprar un colchón... Alucino con los precios de todo. Van a ser meses de muchos gastos, que hemos previsto hasta cierto punto, pero que tampoco son fáciles. En la misma semana recibo dos emails. María me confirma que me ha ingresado los 30 euros de la mesilla y me desea lo mejor en mi futuro. José, ya mi ex-casero, me dice que ha revisado el piso en detalle y que “tiene que cambiar el horno”, lo cual supone que no nos devolverá la mitad de la fianza (muchísimo más que 30 euros). El horno siempre ha funcionado perfectamente. Con la razón de nuestra parte pero sin una forma práctica de hacerla valer, sólo me queda protestar y tragar con el asalto.

Dos historias de confianza depositada en distintas personas y correspondida de forma muy diferente. Como dije al principio: saquen sus propias conclusiones. Yo ya saqué las mías.

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