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¿Por qué no me emociona la bandera española?

Alberto Soler Montagud

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Reconozco que no siento nada especial al ver ondear la bandera española. Ni escalofríos. Ni nudo en la garganta. Ni ganas de entonar un himno, sobre todo por esa letra ausente tan nuestra. No es desamor sino, creo, algo más próximo a la indiferencia, y si me apuran, una incomodidad que se activa promoviendo mi rechazo al ver cómo algunos personajes exaltados agitan la enseña patria con un fervor propio de un misticismo guerracivilista.

En otros países donde el concepto de patria no es propiedad privada de nadie, me da cierta envidia contemplar como los colores nacionales se lucen sin necesidad de subrayar la filiación política de quienes los exhiben como si fueran suyos. En Estados Unidos, por ejemplo, cualquier votante —ya sea republicano, demócrata, o simpatizante con cualquiera de esas de terceras fuerzas que rara vez alcanzan el 5% del voto nacional— puede poner su bandera en el jardín de su casa sin que ciertos vecinos los consideren un peligro. En cambio, en este país llamado España, si despliegas la tela roja y gualda en el balcón de tu hogar el mensaje es claro: “Aquí vive un español de bien”, de esos que en las tertulias confunden el amor a la patria con el potencial de volumen + que puedan imprimir a sus voces.

Y el caso es que el problema, o así lo veo en primera persona, no es el estandarte en sí, sino lo que se ha hecho con él. Por ejemplo, cuando durante el franquismo se convirtió en símbolo de unidad impuesta y de aplauso obligatorio a ser posible con el acompañamiento del “Cara al sol” o también de ese himno nacional tan difícil de cantar al que antes aludíamos. Pues bien, transcurrido el tiempo y una vez se instauró la democracia tras cuarenta años de “libertad sin libertinaje” —según la propaganda del Régimen—, se intentó lavar la cara de la bandera pero el blanqueo fue sólo parcial ya que nunca se consiguió convertirla en algo verdaderamente compartido por los españoles de bien con el resto. La consecuencia lógica dio paso a que ciertos sectores de la piel de toro abrazaran con tanta pasión a su bandera que más que mostrar cariño parecían llevar a cabo una apropiación indebida.

Y mientras tanto, quienes no vibrábamos con esa exaltación patriótica, nos quedamos huérfanos de símbolo y comenzamos a preguntarnos por qué los colores nacionales no podían representar también a quienes votan distinto a los que creen que España es suya.

Si afinamos un poco nos encontramos con que el problema es aún más evidente en algunas comunidades autónomas donde la bandera española no genera orgullo sino mas bien desconfianza cuando tan difícil es el maridaje entre la estatal y la propia ya que, cuando un símbolo ha sido utilizado durante años para negar otras identidades, no basta con declarar de pronto que esa bandera “es de todos” y esperar que la novedad se acepte con entusiasmo, ya que la convivencia no se construye con banderas en lo alto ni con pulseras rojigualdas en las muñecas, sino más bien con respeto, reconocimiento y voluntad real de incluir a todos en un proyecto de respeto basado en los inalienables derechos humanos de la ciudadanía.

En resumen, respondiendo a la pregunta planteada en el titular de este escrito, concluyo con que no es que yo tenga un problema con la insignia nacional sino tal vez que la bandera tenga un problema conmigo. O puede que con todo lo que no encaje con la concepción de un patriotismo a gritos. Y así, mientras no cambien los usos —y los abusos— seguiré observándola con respeto a la insignia nacional, pero también con una cierta distancia. Como quien ve una película que a otros les emociona, pero a él no le estremece, no le enardece, no le entusiasma, pero no por ello deja de reconocer el derecho a que la película siga en los cines y en las plataformas televisivas.