Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.
Un verano sin Instagram
Las redes sociales pueden resultar perjudiciales, cansinas, agotadoras. Así lo atestiguan innumerables estudios y distendidas conversaciones entre amigues. La exposición constante, la censura de determinados cuerpos y el infinito universo de publicaciones pueden resultar abrumadores, en cierto modo, inmanejables. Ante este panorama, a principios de junio decidí que desactivaría mi cuenta de Instagram –única red social, aparte de whatsapp, que mantengo en activo– durante tres meses.
La última foto que vi antes de irme fue el reflejo de mi hermana en un espejo callejero. Me alegró despedirme así; siempre disfruto sus stories, llenas de montañas, lunas y flores. Lo que pretendía con el experimento era remover la conciencia, ejercitar la memoria y cuestionarme mi lugar en un mundo altamente digitalizado, ya que tenía la sensación de que todo avanzaba demasiado rápido y mis órganos no lograban acompañar a mi mente en el relámpago. A ratos no comprendía mi pertenencia al mundo digital, así que decidí alejarme de él para reconectar con algo palpitante de mi interior, a la búsqueda, como decía María Zambrano, de la verdad de las entrañas.
Soledad
Borré la aplicación de pie en la cocina, mientras bebía el segundo café de la mañana. Una semana después, me sentía de un modo abstracto más sola. Al fin y al cabo, había muchas interacciones sociales totalmente reales y sinceras que se daban en el seno de Instagram. Todo eso se había acabado. Y en consecuencia, sentía una soledad ruidosa a mi alrededor, como si un mosquito hubiera estado incordiándome y, ya muerto, su fantasmal sonido siguiera inundando la habitación.
Sospechaba que esa soledad me ayudaría a esclarecer algunas escenas de mi mente. Tenía la sensación de que muchas de esas interacciones virtuales no dejaban demasiado poso y, aunque los primeros días noté su ausencia, el vacío que dejaban sería colmado con otras sensaciones que tenía olvidadas. Los primeros días, pese a mis elevados propósitos, me descubrí buscando sensaciones parecidas a las que me generaba Instagram en otras aplicaciones.
Sustitutos
En Wallapop me dio por curiosear lo que los usuarios ponían en venta en sus perfiles, como si de los objetos que ofertaban se pudiese extraer información acerca de sus vidas. Uno vendía libros viejos, y asumí que su abuela, gran lectora, había fallecido, y él se dedicaba a vender sus libros, que nunca le interesó leer. Otra vendía ropa de bebé, y supuse que no se planteaba tener más criaturas y, en lugar de guardar esa ropa para familiares o amigas, prefirió sacarle rentabilidad vendiéndola a desconocidos por internet.
Consultaba la aplicación del tiempo a menudo, como si la temperatura fuera un estado actualizable desde el cielo, donde un señor aburrido se dedicaba a subir y bajar un termostato. Yo leía sus desvaríos en forma de grados centígrados en la pantalla de mi móvil, fascinada por la cantidad de veces que se sobrepasaban los 40. También me sorprendí repasando mis propias fotos. Las dejaba en pequeño, conformando un panel similar al de los perfiles de Instagram.
El último sustituto que probé fue el de los estados de Whatsapp. Eran similares a las stories de Instagram, ya que se eliminan pasado un día y tus contactos pueden reaccionar a lo que publiques. Subí la portada del libro que acababa de terminar de leer. Un amigo reaccionó con tres caras con ojos de corazón y mi abuela me preguntó qué tal estaba y de qué trataba. Me abrumó que el subidón se pareciera tanto al de recibir atención en Instagram, así que ahogué como pude mi grito de auxilio.
Después de Wallapop, el tiempo y Whatsapp, cerré el capítulo de sucedáneos para pasar a intentar saborear el placer de mirar a la ventana abierta de mi casa sin pensar en casi nada mientras el ventilador me escupía bufaradas de aire removido y bochornoso.
Cansada ya del absurdo gesto de buscar sustitutos, convencida de que debían existir otros modos de llenar los espacios vacíos de mi tiempo, un día, mientras esperaba que se cociera la pasta, agarré Diario de una beatnik de Diane de Prima y leí sobre besos lánguidos en una otoñal tarde neoyorquina mientras la casa se inundaba de olor a ricotta.
Soy una boomer
El viernes 1 de julio, a las cuatro semanas, comprendí de manera experiencial que no cambiaba nada en mi vida al perderme las novedades que publicaban los otros. Ni amigues ni conocides ni personas admiradas. Más que echar de menos las actualizaciones en tiempo real, me faltaban determinadas fotos, reflexiones o propuestas que no tenían que ver con la prisa y la novedad.
Una amiga me pidió que cuidara a su gata durante sus vacaciones, así que me fui unos días a una aldea minúscula ubicada en un oasis escondido en el corazón del desierto. Cuando conté a la gente mi escapada, añadí casi inconscientemente que se trataba de un lugar muy instagrameable y que no le contaran a nadie dónde se encontraba. Si de pronto un par de fotos lo petasen, probablemente comenzarían a llegar hordas de influencers y viajantes para encuadrar, filtrar y regurgitar sus particulares visiones de tan peculiar paraje. Me dio pereza y miedo pensarlo. Algunos lugares están teniendo que ser acordonados para protegerlos ante la afluencia imparable de personas con el fútil deseo de inmortalizarse allí. La foto que un día fue espectacular y etérea, casi irreal, se convierte en una imagen mascada, falta de sorpresa y pasable.
De vuelta en la ciudad, daba largos paseos sin rumbo a la caída de la tarde, armada con una botella de agua helada, los auriculares y una libreta. El milagro: a fuerza de observar, parar y reanudar la marcha, me sentía inspirada y retomaba la escritura. Ya había sido poseída por una flâneuse antes, pero nunca lo había hecho sin sentir en ningún momento que por muy bellos que fueran el atardecer, la silueta de la montaña o el helado que lamía con gozo tuviera que fotografiarlos, comentarlos y publicarlos. No siendo yo una persona que publicase diariamente, me daba cuenta de que algunos gestos míos estaban mediados por esa posibilidad: la de compartirlos.
Recaída
En la sexta semana, movida por un mortal y peligroso aburrimiento, entré a hurtadillas en mi cuenta secundaria, donde subo fotos de libros y sigo a escritoras y editoriales.
Después de un stalkeo insípido a algunos perfiles, me cansé: allí no había nada que necesitara ver, ni tampoco nada que aliviara mi aburrimiento. Rellenar el tiempo scrolleando entre fotos de personas conocidas y desconocidas niega la desidia tapándola con una manta muy gorda de autocomplacencia y dejadez. Sé que suena radical, pero así lo sentía en ese momento –y eso no quita que disfrutase, de una manera difícil de explicar, observando qué estaban haciendo otras en sus vacaciones–.
Pasados 20 minutos me di cuenta de que aquello era inútil. Estaba saltándome mi régimen de cero Instagram y comenzaba a sentir en el cuerpo las consecuencias negativas que genera en mí la exposición sin objetivo conocido a la atrapante red social: estaba algo ansiosa, me sentía pequeña por no estar escribiendo más y enganchaba una foto con otra sin siquiera saber por qué.
Paz
En la segunda semana, fui a ver al cine El acontecimiento, la película de Andrea Diwan basada en el libro de Annie Ernaux. Cuando volví a casa me dieron ganas de compartir una story con el cartel y una frase corta, directa, para invitar a la gente a verla. Al no contar con esa herramienta, me dediqué a hablar directamente con las personas que quería que la vieran. Comencé así a filtrar mis mensajes –antes para las seguidoras en general, después para determinadas amigas en particular– y eso me hizo sentir más humana.
Me calmaba no tener que contar a nadie que fui a la montaña o a la playa o que hice esa ruta por el río de la que todo el mundo habla. Me alegraba no estar teniendo que enfrentarme a la gente y sus veranos de ensueño, o a las quejas de los que no saldrían de su ciudad, convertida en julio en una medusa tóxica que guardaba en sus carnes venenosas las vidas de todos aquellos que no podían escapar al campo o al mar para calmar su sed de un aire diverso y menos viciado.
Una ventana
Después de tres meses soy consciente de que mis pensamientos en torno a las redes sociales no quieren ser losas inamovibles. Tengo claro que no existe una verdad fiable sobre el uso que hacemos de las redes. Cada vez siento menos ganas de seguir ahí, a la vez que soy consciente de que ya es el único lugar de encuentro virtual en el que permanezco.
Existen cantidad de perfiles que abren una ventana a nuevas realidades, sembrando semillas de duda y cuestionamiento en quienes los observamos. Disfruto indeciblemente cuando amigas queridas me regalan trozos de sus días a través de sus publicaciones. Abrazo lo innegable: me gusta esa galería de fotos y su diversidad y no puedo, ni quiero, salir del todo de allí. Instagram también es la vida, así que elijo quedarme.
Todo es ficticio. Incluso lo que palpamos y olemos es sensible de ser contado de otro modo. No hay que creerse nunca una fotografía, como cualquier otra historia, porque las posibilidades de que sea cien por cien real son las mismas que las de que sea del todo falsa. En esa imposibilidad de atrapar una certeza, sin embargo, también hay lugar para la belleza.
Vuelvo a usar mi cuenta principal. He impuesto un límite de uso de media hora a la aplicación en mi móvil. No tengo soluciones. La tensión de mi relación con esta red social es un reflejo de la complejidad de la vida humana en general. Algunas cosas a nuestro alcance nos generan malestares indefinidos de la mano de alegrías manifiestas, nos permiten conocer nuevas realidades sin dejar de recordarnos que el modo en que llegamos a ellas es criticable, discutible.
Como coger un avión –altamente contaminante, pero capaz de transportarnos rápidamente a lugares soñados– el uso que hacemos de Instagram es algo que deberíamos someter a reflexión. No para fustigarnos, sino para darnos cuenta de los poderes que lo controlan y elegir utilizarlo por lo que nos regala, siendo conscientes de que, en lo virtual, todo se nos escapa y las cosas son a la vez reales y tremendamente filtradas, ficticias, posadas. La disidencia tiene cabida en las redes –de hecho, en algunos casos, logra saltarse la censura– pero no está de más plantearse que, como diría Audre Lorde, las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo. Instagram es una ventana más desde la que observar el mundo; tengamos precaución de no despeñarnos al asomarnos y de no confundir lo que vemos con la vida real, esa que palpita y bulle a nuestra alrededor.
Sobre este blog
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