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ANÁLISIS

Adolfo Suárez, el referéndum frustrado y la monarquía precocinada

El rey y Suárez en una reunión de la Junta de Defensa del Alto Estado Mayor el 24 de febrero de 1981.

Andrés Gil

¿Referéndum sobre monarquía en la Transición? Adolfo Suárez reconoció en 1995, en una entrevista recientemente emitida por La Sexta Columna, que lo descartaron por las encuestas. Pero lo cierto es que fue una idea que nunca tuvo cabida en el estrecho margen diseñado por las élites que tutelaron el tránsito desde la dictadura.

¿Por qué? Porque el sistema de la Transición son élites pactando. Repartiéndose cargos, instituciones y prebendas. Puertas giratorias entre la política y la empresa. Partidos blindados, cuyas direcciones eligen diputados, alcaldes, consejeros de empresas públicas y el gobierno de los jueces. Y todo ello coronado por un rey que juró los principios fundamentales del régimen franquista, que se apuntó a la democracia cuando murió el dictador y que se dio un baño de legitimidad en el 23F.

Si Juan Carlos fue ungido por el dictador, el presidente, Adolfo Suárez, exsecretario del Movimiento, lo fue por el monarca. Y la Constitución, a su vez, por siete padres –todos hombres–, si bien fue tejida entre bambalinas por los números dos de UCD y el PSOE, Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra.

El patio de la política era tan reducido como lo eran sus camarillas, con un terreno de juego de notables limitado, siempre ante la atenta mirada de los Estados Unidos de Jimmy Carter y la Alemania de Willy Brandt y Helmut Schmidt. Los actores podían contarse con los dedos de las manos. Ese terreno tan reducido cerraba el paso a veleidades republicanas.

Debate constitucional

Eran tiempos en los que el PSOE de Felipe González cantaba en sus mítines “España, mañana, será republicana”, y en los que el PCE eurocomunista de Santiago Carrillo cambiaba la tricolor por “Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía”.

Tan así era, que en el debate parlamentario de mayo de 1978 sobre el proyecto de Constitución, el socialista Luis Gómez Llorente defendía el voto particular del PSOE al párrafo tercero del artículo 1º del anteproyecto de Constitución: “Por el que defendemos la República como forma de Gobierno”.

La intervención de Jordi Solé Tura, entonces diputado comunista del PSUC, expresaba así su posición, más tibia que la socialista entonces: “Nuestro voto obedece a una apreciación del contexto político en que hemos elaborado el proyecto, y en que estamos elaborando la Constitución. Desde el punto de vista de los principios generales somos, lo hemos dicho, lo decimos y así figura en nuestro programa, partidarios de la República, como también somos partidarios de la República Federal [...]. Pero, pese a esto, hemos votado a favor de la institucionalización de la monarquía parlamentaria porque estamos en el momento en que estamos y porque estamos haciendo la Constitución, ésta y no otra, en la actual coyuntura política del país”.

Fue la reforma, en lugar de la ruptura. Fue la reconciliación amnésica plasmada en un texto constitucional que instauraba una monarquía parlamentaria que preponderaba los partidos mayoritarios a través de la circunscripción electoral provincial, a los que situaba en el centro de la política, y que enterraba los crímenes del franquismo.

La izquierda organizada, el PCE, optó por su dirección del exilio en lugar de la del interior, y la derecha venía del franquismo. En la memoria estaba vívida la Guerra Civil, la dictadura de Primo de Rivera, las guerras carlistas del siglo XIX, los vaivenes constitucionales desde la primera Carta Magna, la de 1812. ETA mataba un día sí y otro también, y la extrema derecha sembraba el terror, y la muerte, como la de los abogados de Atocha.

La Constitución de 1978 responde a 1978. Y, por encima de todos, el rey.

Derecho de admisión político

Los despachos en Zarzuela, las visitas estivales a Marivent, los pactos bajo cuerda, la política de unos pocos con el consenso como valor supremo, lo que se decide institucionalmente qué es y no es política. Si a alguien iba destinado el “no nos representan” es a ellos, a los políticos y partidos que participaban en este juego con el derecho de admisión reservado.

La abdicación de Juan Carlos, pactada hace dos años en tiempo y forma entre el rey, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el entonces secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, fue el penúltimo episodio, el enésimo “atado y bien atado”, en el que un PSOE en mínimos electorales históricos apuntalaba de nuevo el edificio tambaleante de la Transición, con todo lo que representa. Como hizo en agosto de 2011, sellando con el PP una reforma constitucional exprés para limitar el tope de gasto público, y como ha vuelto a hacer el 29 de octubre al hacer presidente a Mariano Rajoy, golpe palaciego mediante.

Harakiri de las Cortes franquistas para aprobar la ley de reforma política. Fin de 40 años de dictadura. Pactos de La Moncloa. Violencia. Padres de la Constitución redactando la Carta Magna. Consensos. El rey repartiendo juego. Reconciliación. Reforma y no ruptura. Y la configuración de un sistema de relaciones políticas y sociales, con los partidos como principales instrumentos de la acción política.

Cultura de la Transición

Todo ese concepto de cómo hacer política, entender las instituciones y su relación con la sociedad fue definido por el escritor y periodista Guillem Martínez como CT o Cultura de la Transición. Y el 15M, en buena medida, era una impugnación a esa CT: puede haber política fuera de los partidos, puede haber política fuera de las instituciones, puede haber cultura fuera de los cauces oficiales. Y no sólo eso, precisamente mucho de lo que rodeaba aquel entramado intelectual, político y económico fue señalado como responsable de la crisis económica, del incremento de la desigualdad, de la corrupción. Lo hicieron la PAH, las mareas, los comunes urbanos, 15MpaRato...

La investidura de Rajoy –y todo el proceso previo– ha resucitado ese espíritu de hace 40 años. Todo vuelve a girar alrededor de los partidos y el Congreso –no ya las plazas y la sociedad civil–, con “los medios hipnotizados y obsesionados por el teatrillo político de la representación”, según describe el editor y activista Amador Fernández-Savater: “La CT es la política de palacio y el periodismo que solo enfoca al palacio”.

Y el palacio es la institución, el Congreso, donde se sellan los pactos entre los representantes, y vuelve el eje izquierda-derecha, y las luces y alfombras amenazan con hechizar a los nuevos inquilinos.

El espíritu de la Transición o CT, que pareció tambalearse a raíz del 15M, está recuperando vigor tras la investidura de Rajoy. Y no sólo porque las principales voces, 40 años después, siguen siendo masculinas. Quizá porque el edificio no era tan fácil de desmoronar como parecía.

O quizá porque, en unos tiempos en los que el relato de las cosas es fundamental, aún conserva prestigio en el imaginario colectivo –y da réditos– el juego de partidos en la institución donde se dice anteponer “lo que une por encima de lo que separa”.

Ahora, PP y PSOE, únicos representantes del modelo nacido en 1978, rondan el 50% de apoyo electoral. Y Unidos Podemos y las confluencias superan el 20%, expresando una clara contestación al bipartidismo y al régimen instalado en los últimos 36 años.

Eso sí, 2016 no es 1978: ahora España no sale de una dictadura que nació de una Guerra Civil; no hay violencia de ETA ni de la extrema derecha –en enero se cumplen 40 años de la matanza de Atocha–; y la sociedad es otra, sí, pero sigue sin atisbarse en el horizonte un referéndum sobre la monarquía. Igual que en 1978.

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