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CRÓNICA

Feijóo apuesta por la crispación, Sánchez prueba con el plan B y Bruselas los vigila a ambos

Núñez Feijóo en la sede del PP antes de la rueda de prensa del martes.
20 de diciembre de 2022 22:48 h

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En julio, Alberto Núñez Feijóo estaba convencido de que la economía sería su mejor aliada electoral. Frente a las previsiones del Gobierno, daba por hecho que la recesión estaba llamando a la puerta de España e incluso que entraría hasta el fondo antes de que acabara el año. “Nos dirigimos, todavía con mayor intensidad, a una profundísima crisis económica”, dijo muy seguro de sus dotes adivinatorias. Sus funestos presagios no se cumplieron con lo que tuvo que dejar los explosivos económicos en el despacho.

En diciembre, hizo otro intento de ponerse catastrofista cuando ya estaba perdiendo gas en las encuestas, otra vez sin que la realidad se dignara a hacerle caso.

Ahora el Banco de España ha terminado de hundir la estrategia del Partido Popular con el anuncio de que no espera una recesión en España en los próximos meses, ni pequeña ni grande. Sus previsiones de crecimiento para este año y 2023 están en la línea de las anunciadas por el Gobierno con muy escasas diferencias. El PP argumentó que nadie se creía esas cifras.

En la Junta Directiva Nacional del PP de esta semana, un cartel estaba situado detrás de la dirección nacional. “La España moderada”, decía. Moderada del calibre 22. Una vez que el argumento económico se venía abajo, estaba cantado que Feijóo y su partido volverían a los Episodios Nacionales de la Crispación, materia en la que el PP cuenta con una larga trayectoria que se remonta a los años de Felipe González.

La renovación del CGPJ era imposible, porque resultaba más rentable para el PP continuar atizando la hoguera catalana por los apoyos frecuentes de Esquerra al Gobierno de Pedro Sánchez. La tripleta de los cambios pensados por el presidente para pacificar la política catalana y reducir la confrontación con los independentistas –indultos, sedición y malversación– favoreció que la derecha siguiera la pista de la insurrección contra el mandato constitucional de renovar el CGPJ.

El día después del enfrentamiento entre el Gobierno y el Tribunal Constitucional estuvo marcado por una pregunta: ¿qué hará el Gobierno a partir de ahora? El enigma se quedó sin respuesta por la mañana. Hubo varias declaraciones públicas de miembros del Gabinete, pero nadie concretó nada. “El Gobierno adoptará cuantas medidas sean precisas para poner fin al injustificable bloqueo” del CGPJ y el TC, anunció Sánchez.

Se pasó la oportunidad de explicar en público qué es lo que se pensaba hacer. Por la tarde, se supo que el PSOE presentará una proposición de ley que incluirá las dos enmiendas que el Constitucional ha suspendido y que son las que permitirían su renovación, lo quieran o no los miembros conservadores del TC y del CGPJ. Será otro procedimiento en el que no podrán intervenir el Poder Judicial y el Consejo de Estado con sus informes no vinculantes al ser una proposición que parte de uno o más grupos parlamentarios, y no del Gobierno.

Los socialistas no habían ocultado que no están interesados en elevar la tensión más allá de lo imprescindible, que no es poco. Y si la apuesta es cuestionar la conducta de instituciones básicas, incluidas las que están controladas por la derecha, el interés es aun menor. “El Grupo Socialista es defensor a ultranza de lo que supuso la Constitución de 1978”, dijo Patxi López.

Para dirimir la crisis, Feijóo ofreció a Sánchez una cuerda para que se ahorque. Un día después de afirmar que el presidente está tomando decisiones que no son legítimas, dijo el martes en una rueda de prensa que “los ciudadanos no quieren bronca”. Feijóo se presenta ante los periodistas sosteniendo que sólo quiere paz y amistad para todos los pueblos de buena voluntad, mientras las manos le huelen todavía a gasolina por todos los cócteles molotov que ha lanzado.

Su solución es aceptar llegar a “pactos de Estado” a cambio de que el Gobierno renuncie a la reforma del Código Penal, pero sólo por la sedición y malversación, porque en realidad sí quiere cambiarlo para recuperar el delito de referéndum ilegal que introdujo el Gobierno de Rajoy. Y además, lo que todos esperaban, “que renuncie a controlar a los jueces”, es decir, que acepte la propuesta del PP de que sean los jueces –la mayoría de ellos son de derechas– los que elijan a los jueces del CGPJ.

“El presidente del Gobierno tendrá en mí un aliado”, dijo. Por la cara que puso, no pretendía hacer un chiste. En otras palabras, Feijóo sólo cumplirá la Constitución y la ley orgánica del poder judicial de 1985 si obtiene algo a cambio. Es un privilegio que no está al alcance de los ciudadanos, que deben cumplir la ley sin posibilidad de negociarla caso a caso con las fuerzas de seguridad.

La suya es una propuesta de negociación que se hace precisamente para que sea rechazada y así poder continuar con un poder judicial controlado por la derecha cuatro años después del fin de su mandato.

El Gobierno es consciente de que debe mantener la vista puesta en Bruselas. Los intentos del PP de colocar a España en el mismo vagón antiliberal del que forman parte Hungría y Polonia se han cerrado hasta ahora con un claro fracaso. Su esperanza es que un cambio legislativo de calado obligue a la Comisión Europea a actuar, aunque sólo sea para pedir a Sánchez que no siga por ahí. El problema de la Comisión es que se encuentra inmersa en una larga confrontación con el Gobierno húngaro de Viktor Orbán para que ponga fin a su control casi absoluto del poder judicial. No quiere que en otros países se produzcan situaciones que, sin ser idénticas, puedan ser utilizadas para ponerle más obstáculos.

La comparación de España y Hungría sólo puede ser empleada por alguien que no conozca el segundo país. En las últimas elecciones legislativas, el partido de Orbán, en el poder desde 2010, obtuvo el 54% de los votos y 135 escaños, sobre un total de 199. Su mayoría en el Parlamento es superior a los dos tercios. El PSOE no tiene mayoría ni siquiera con su socio, Unidas Podemos.

En Hungría no ha habido ningún boicot de la oposición al sistema judicial. Las intenciones de Orbán estaban claras desde el primer momento que llegó al poder. Ya en la primera legislatura la mayoría de dos tercios le permitió cambiar la Constitución. En 2011, creó un nuevo organismo público, la Oficina Nacional de la Justicia, a la que se dio la responsabilidad de los nombramientos judiciales. Su primera presidenta era tan cercana a Orbán que era la madrina de su hijo mayor. El organismo consultivo que representa a los jueces fue perdiendo toda su capacidad de influencia.

En 2021, Orbán aseguró su control definitivo del Tribunal Supremo con la elección de András Zs. Varga como su presidente, con la total oposición de la mayoría de los jueces. Varga, fiel a Orbán, es fiscal y nunca ha sido juez. Ha calificado de “tiránica” y “totalitaria” la interpretación de Bruselas sobre el Estado de derecho. Su mandato es de nueve años.

El choque entre Bruselas y Orbán sobre la justicia no está cerrado. Circulan borradores de propuestas que Hungría podría hacer, como dar más poder al órgano consultivo que representa a los jueces en las decisiones de la Oficina Nacional de la Justicia sobre el nombramiento de magistrados y presidentes de tribunales, además de promesas de que el Supremo será realmente independiente y de que no se impedirá que los jueces se remitan al Tribunal de Justicia de la UE, como lleva años ocurriendo.

La palanca de presión de Bruselas son los fondos europeos. Nada le gustaría más al PP que sucediera lo mismo con España.

Ningún Gobierno español de derecha o izquierda ha ido tan lejos como Orbán en sus relaciones con la justicia. Pero lo que caracteriza al primer ministro húngaro –lo que le hace único en Europa junto al Gobierno polaco– es sobre todo su ideología antiliberal y su rechazo visceral a la influencia de la Comisión Europea. Ninguna de estas dos cosas caracterizan al Gobierno de Sánchez, aunque es cierto que el PP piensa que es lo peor que ha pasado en Europa desde que Lenin se bajó de un tren en la Estación Finlandia de Petrogrado.

No es probable que la Comisión Europea se vaya a sumar a esa descripción, pero los aliados del PP en Bruselas intentarán que presione a España. El martes, fuentes de la Comisión dijeron a este diario que es importante “consultar previamente a las partes implicadas” cuando se aprueban reformas judiciales, porque es imperativo reducir las posibilidades de conflicto con jueces y fiscales (y eso no ocurrirá con la última proposición de ley que el PSOE va a presentar). Tampoco parece que le agrade que las asociaciones de jueces conservadoras apoyen el boicot a un mandato constitucional, pero hasta ahora se ha resistido a tomar partido y señalar culpables en esta crisis.

La baza de Sánchez sería presentar a la Comisión el veto de cuatro años a la renovación del CGPJ y el grave conflicto institucional con el TC –“sin precedentes” en Europa, según dijo– como factores que le obligan a una solución de emergencia no deseada. Bruselas seguirá insistiendo en que haya negociaciones, pero Feijóo ya ha dejado claro que el precio que le quiere imponer a Sánchez para aceptarlas es prohibitivo.

No saben en la capital comunitaria cómo se las gastan en “la España Moderada”.

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