Frances Ethel Gumm antes de Judy Garland, la (no) juventud de una niña con talento y sin elección
Judy Garland se escabulle durante unos minutos del set de rodaje en los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer, en Estados Unidos. Años treinta. Los que la conocen bien saben dónde puede estar. Saben cuál es su principal afición. Saben qué es lo que más le gusta comer en esas intensas jornadas de grabación. Seguramente, Judy está medio escondida en algún rincón dando buena cuenta de una barrita de chocolate. “Durante su primera juventud, Judy comía todas las chocolatinas que podía”, comenta el periodista cultural Manu Berástegui, que ha dirigido recientemente la obra teatral Judy, autopsia del Arco Iris, un monólogo que espera volver a ver en cartel en poco tiempo. “Todos sabemos que el chocolate es el sustituto de la felicidad”, continúa: “Y, por ahí, la chiquilla se daba una alegría”. La oscarizada Judy Garland (Minnesota, 1922 - Londres, 1969), una de las figuras hollywoodenses más recordadas de todos los tiempos, fue una niña cuyo futuro estuvo decidido desde el mismo momento en que nació y que jamás pudo escoger la senda por la que conducir su vida. La presión, los eternos días de rodaje, su inocencia en un mundo de adultos y la falta de cariño hicieron de Judy una joven depresiva y triste, que solo encontró en el aplauso un motivo para continuar.
“No digo que Judy no fuera feliz mientras rodaba o cuando recibía ovaciones por parte del público”, matiza Berástegui: “A los artistas los invade una especie de alegría interna o de satisfacción al ponerse bajo los focos. Por eso, seguro que tuvo momentos magníficos, pero no hay que olvidar la otra parte. Judy pasó por un montón de humillaciones de todo tipo”. Sin embargo, el periplo de Garland por los escenarios comenzó mucho antes de que, en 1935, firmara un contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer. Comenzó, concretamente, cuando la niña –por aquel entonces, todavía, Frances Ethel Gumm– no contaba con más de treinta meses de edad. “Toda su familia se dedicaba al mundo del espectáculo”, explica el periodista, “y su padre tenía un pequeño teatro”. Fue ahí donde, con solo dos años, Judy debutó en un espectáculo de Navidad junto a sus dos hermanas mayores. Al trío se lo conocía como las Gumm Sisters, “un nombre que, en inglés, suena parecido a la palabra 'encía' o a la 'goma de mascar', así que tiene unas connotaciones muy poco atractivas”. Por eso terminaron por cambiar a las Garland Sisters.
“El caso es que ese día en que debutó Judy –a la sazón, Frances–, la gente se volvió loca y eso, a ella, le dio tal subidón, que no quería dejar de cantar, no quería salir del escenario. Se la tuvieron que llevar a rastras mientras gritaba y pataleaba”. Se trata de una especie de anticipación de aquello en lo que iba a convertirse su vida. Desde esos tiernos dos años, recibió Judy la presión de una madre que, en palabras de Berástegui, volcaba en sus hijas la frustración de no haber podido destacar en el mundo del vodevil. Lo que no imaginaba era que la menor de las tres, Frances, demostrara un talento y una soltura que fueran suficientes como para llamar la atención de la industria del cine norteamericana. Pero así fue. Cuando hubo cumplido 13 años, Judy Garland firmó su primer contrato y tres años más tarde, a los 16, grabaría la película con la que lograría convertirse, andando el tiempo, en todo un icono. El mago de Oz le daría, además, el único Oscar de su carrera.
Mi pequeña jorobadita
“Donde el gran público veía, en esas películas, a una jovencita alegre”, reflexiona el director de Judy, autopsia del Arco Iris, “había, en realidad, una persona soportando un ritmo de trabajo impropio para alguien de su edad y recibiendo presión familiar y humillaciones por parte de miembros de la industria cinematográfica”. A Judy Garland se le achacaba que estaba pasada de peso y se la ponía constantemente a dieta para que encajase en los cánones. “Eso por no hablar de las pastillas”, comenta Manu Berástegui: “Los maratones de trabajo, muchas veces, no eran soportables sin ellas y, al mismo tiempo, también las necesitaba para dormir”. El actor Mickey Roonie, con el que trabajó durante unos dieciséis años de su carrera, ha reconocido en documentales que Garland sufrió depresión en esa época. “Louis B. Mayer la llamaba «Mi pequeña jorobadita»”, señala Berástegui. Aquellos problemas de espalda fueron un motivo más para ridiculizarla. Mientras tanto, la opinión pública consideraba a Garland una estrella juvenil y eran sus aplausos, aquellos que había recibido ya a los dos años, los que la mantenían viva.
Hablar de la juventud de Judy Garland es hablar de una juventud sin juventud. “Su forma de vida en los años de formación fue muy triste para una niña que debería haber estado estudiando”. Si bien es cierto que los estudios de MGM tenían salas para que los actores y actrices más jóvenes se formaran académicamente, también lo es que siempre ha sobrevolado la cuestión la sospecha de que las intensas jornadas laborales lo convertían en tarea imposible. “Afortunadamente, Judy tenía talento y pudo encontrar en la actuación una manera de satisfacerse”, resuelve Berástegui. Pero los problemas emocionales producto de sus primeros años en el cine y el show business se mantuvieron, en menor o mayor medida, durante toda su vida.
Garland cantaba en El mago de Oz la canción Over the rainbow (Sobre el arcoíris), que se convirtió, tal y como explica el periodista, en una especie de himno, en un icono para la lucha LGTBI+. “El mensaje de la canción es perfecto para el colectivo”, desliza: “Es aquello de que algún día las cosas se arreglarán, que irán a mejor”. La canción se antoja, ya a toro pasado, casi como un mensaje en una botella que la Judy de dieciséis años lanzaba al mar en aquellos días en que soportaba la terrible presión de Hollywood y no podía hacer más que continuar por el camino que le marcaban familia e industria. Nunca tuvo elección. Tenía que triunfar, aunque fuera a riesgo de destruirla por completo.
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