Los villanos no tienen cara de malo en la película llamada Semana Santa de Sevilla

El Judas de la Redención se dispone a dar el beso traidor.

Antonio Morente

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Hay un dicho que viene a postular que una película es tan buena en la misma medida que es bueno el malo de la misma. Si nos guiamos por esta premisa, la Semana Santa de Sevilla sería una cinta tirando a flojita porque sus malos no tienen ni mucho menos el calibre de los de James Bond que digamos, y eso que aquí hay personajes que históricamente han cargado con este sambenito. Y es que a la hora de la verdad, los llamados a desempeñar el papel de villanos (Judas, los romanos, el malévolo Sanedrín...) no tienen imágenes en los pasos sevillanos que estéticamente reflejen la malignidad que se les presupone.

Desde que hay memoria y hasta ya entrados en el siglo XX en la Semana Santa hispalense “los personajes malvados se representaban con fealdad”, señala Isidoro Moreno, catedrático emérito de Antropología de la Universidad de Sevilla. “Los malos se notaban nada más viéndolos, no hacía falta que nadie dijera nada”, y como ejemplo valgan las escenas de la crucifixión en las que aparecen Dimas y Gestas, el buen y el mal ladrón. “No hay que ver la coronita para saber quién es el bueno”, porque bien que se encarga el imaginero de marcar las diferencias con detalles anatómicos y expresivos.

“Por herencia de la Edad Media, en las imágenes se representa lo bueno como bello y lo malo como feo”, añade Andrés Luque, catedrático de Historia del Arte también en la Universidad de Sevilla, que explica que será el Barroco el que codifique “lo bueno como lo normal y lo malo con imágenes muy apartadas del natural, casi caricaturescas”. Así, nuestros malvados son unos feos sobreactuados y “muy artificiales, casi como si llevasen caretas”.

En los pasos sevillanos, ese papel le toca jugarlo sobre todo a los personajes hebreos y a los sayones, esas imágenes que hacen acciones secundarias: ayudan a levantar la cruz, se mofan, señalan... Son esos que en una película serían el típico secundario sin diálogo. “En el antiguo paso de la hermandad de las Cigarreras había imágenes de judíos con caras tan exageradas que la gente hasta les puso motes”, rememora Moreno. “El feísmo es lo que marca hasta que llega el siglo XX”, añade.

Llegan Lastrucci y un cierto naturalismo

De todo eso quedan pocos ejemplos encima de los pasos, ya que a la mayoría de estos personajes secundarios se los llevó el tiempo y encima llegó en el XX un imaginero, Antonio Castillo Lastrucci, que acaparó una producción que derramó por no pocos puntos de Andalucía tanto para hermandades nuevas como para renovar imágenes que se fueron jubilando. Cuidadoso de la escenografía en los pasos de misterio, como se conoce a los de Cristo en los que se representa un pasaje de la Pasión, sus tallas (incluidos los villanos de turno) están más humanizados y son más naturalistas.

Ahora los personajes negativos se notan no porque estén exagerados, sino por el contraste con un Jesús “bastante idealizado, muy dulce y sereno”, apunta Luque. “Se identifica el papel del malo por la acción que hace, no porque sea feo o tenga una expresión violenta”, ahora no se puede decir eso tan propio de que tienen cara de malo.

Coincide un Isidoro Moreno que también pone la raya divisoria en Castillo Lastrucci, a partir del cual todas las imágenes “se unifican en la misma dimensión estética”, aunque los villanos “son más fuertes, violentos o crispados”. Es decir, volvemos a que es la actitud la que los delata, no sus rasgos físicos, porque si nos atenemos a esto último no es tan fácil distinguir a buenos de malos. Sea como sea, “sigue notándose quién es el que está a favor de Cristo del que no”, subraya Luque.

Un Judas no tan canalla

Si nos detenemos en algunos casos, habrá coincidencia de crítica y público en que –en teoría– el gran canalla de esta función tendría que ser Judas Iscariote, pero va a ser que no. “En el arte, no en el sentimiento popular, a Judas se le ha considerado más un cooperador necesario que un traidor o un falso”, explica Andrés Luque, que apunta que al fin y al cabo hablamos de “un personaje que se va a sacrificar quedando como el malo” de esta película por los siglos de los siglos.

Así que “su fisonomía es más la de un apóstol que la de un sayón”, para los que sí se siguen reservando miradas torvas y gestos más dramáticos. Los Judas que salen en la capital hispalense (están también el de los Panaderos o el de la Cena) no es que tengan caras agradables, pero no son ni mucho menos repulsivos. El de la hermandad de la Redención sí pone una cara muy propia al dar a Jesús el beso traidor, pero no puede decirse que sea feo.

Tres cuartos de lo mismo ocurre con Poncio Pilatos, “el malaje que casi nos deja sin Semana Santa perdonando a Jesús”, como apunta Moreno citando el chascarrillo popular. Los dos que procesionan en Sevilla salieron de la gubia de Castillo Lastrucci, el de la Macarena y el de San Benito, el preferido para un heterodoxo como fue Núñez de Herrera, que dejó escrito aquello de “¿quién se acuerda ante este Pilatos tan simpático y buen mozo de aquél otro Pilatos, del de la palangana?”. El de la palangana, claro, es el prefecto romano macareno.

Catálogo de villanos

Así que si es buen mozo, fea no puede ser la imagen. No ocurre lo mismo con los personajes judíos, que salen peor parados pero nada como para llevarse las manos a la cabeza, ya sea el Herodes de la Amargura o el Anás del Dulce Nombre, aunque en esta hermandad el malo oficial es el Malco que se dispone a abofetear a Jesús. Aún así, el que más impone es el Caifás de San Gonzalo, aunque tanto Luque como Moreno coinciden en que la cosa tiene más que ver con el propio estilo del imaginero, Luis Ortega Bru, y su “contundente expresividad”.

Nos queda el resto de los romanos, básicamente los legionarios, en teoría también malos pero en realidad ni chicha ni limoná porque son más bien inexpresivos. “La mayoría –defiende Luque– están en modo neutro, entre dos aguas”, y aquí nuevamente vemos el sello de Castillo Lastrucci. “Esto es queriendo, no es que no sepa hacer expresivos a los romanos, simplemente es que se les considera personajes necesarios pero ni buenos ni malos”, y aquí hace un canto por una “figura fundamental como es la del neutro, que se está perdiendo”.

Las corrientes actuales continúan en esa senda de realismo y priman mucho la representación de una escena, una teatralización “que se acerca a lo cinematográfico, aquí La pasión de Cristo de Mel Gibson ha marcado mucho”, relata Andrés Luque. Y aunque no le gusta mucho eso de hacer un escalafón en lo tocante al arte, “no es correcto”, en su alineación ideal de villanos estarían los malos ladrones de la Exaltación (posible obra de La Roldana) y la Carretería. También hace un hueco al Malco del Dulce Nombre, al Pilatos de San Benito y al que lee la sentencia en la Macarena, aunque los que le impresionan de verdad son los flagelantes de Ortega Bru que iban para las Cigarreras y acabaron en el municipio de Manzanares.

Una Semana Santa sin dramatismo

Isidoro Moreno hace un hueco para “el caso tan curioso que es la Canina”, como se conoce al paso alegórico de la hermandad del Santo Entierro que representa el triunfo de la Santa Cruz sobre la Muerte, que es algo así como el sumun de los personajes negativos. Pese a ello “no tiene rasgos especiales como en otros lugares”, y el aire que transmite es más bien tristón, rayano en la melancolía.

“La escenografía en Sevilla es mucho más suave”, recuerda el antropólogo, muy alejada del dramatismo castellano y levantino, y mucho menos sangrienta. Aquí, heredado de los siglos XVII y XVIII, hay “una idealización del dolor más que de la belleza”, y ahí el ejemplo está en unas vírgenes “que les dicen dolorosas porque les ponen lágrimas y por el contexto”, pero que no son especialmente sufrientes. Además, como el ideal de belleza se relaciona con la juventud, nos encontramos con “vírgenes que más que las madres de los cristos parecen sus hijas, la edad media que le echas ha bajado 20 años en el siglo XX”.

Así que las imágenes procesionales sevillanas no son mucho ni de dolor, ni de sufrir, ni de reflejar la maldad. Lo dicho, unos villanos de segunda en esta gran teatralización en la que –de manera estricta– los malos de verdad son la lluvia y el viento, tan malos que no quieren que se proyecte esta película llamada Semana Santa de Sevilla.

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