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ENTREVISTA

Álvaro Sevilla-Buitrago, urbanista: “La urbanización de las ciudades es una lucha de clases”

Álvaro Sevilla-Buitrago, autor de 'Contra lo común: historia radical del urbanismo'.

Sofía Pérez Mendoza

17 de diciembre de 2023 22:10 h

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Álvaro Sevilla-Buitrago (Alcázar de San Juan, 1978) se ha propuesto mirar la historia del urbanismo desde un ángulo inédito: la perspectiva de los oprimidos. En Contra lo común: historia radical del urbanismo (Alianza Editorial), este profesor de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, que antes de dedicarse a la investigación ejerció como urbanista, hace un repaso de los últimos tres siglos iluminando la cara oscura de varios famosos proyectos que, sin embargo, destruyeron la vida en comunidad.

Desde Central Park hasta la Gran Vía madrileña, Sevilla-Buitrago analiza en esta entrevista cómo de aquellos polvos –las políticas urbanísticas del pasado– surgieron estos lodos en un esquema que se repite: un vaciamiento de los centros de las ciudades, convertidos en un atrezzo, y un desplazamiento de las clases populares a periferias donde se socializa menos –o nada– con el vecino. Y advierte de que si en tu barrio ponen cámaras de seguridad, vete preparando para que te suban el alquiler.

La contraportada del libro dice que su intención es reescribir la historia del urbanismo desde la perspectiva de los oprimidos. ¿Qué tiene el lector o la lectora entre manos?

La historia del urbanismo es una historia institucional e intelectual que se centra en la historia de la disciplina, de la profesión o de las ideas de los urbanistas. Este libro pretendía, mirar desde el otro lado, mirar a esa historia desde abajo, desde las raíces, para ver los procesos de urbanización desde la perspectiva de las comunidades vulnerables, que son un poco las protagonistas del libro, tanto en el sentido de cómo son capaces de producir espacio y producir esas comunidades, como en el sentido de cómo se convierten en objeto de estrategias que tienden a debilitar o incluso a destruir esas capacidades colectivas.

Tenemos ciudades que hacen la ola a los turistas y acogotan a los vecinos. ¿El urbanismo del pasado ha desembocado irreductiblemente en esto?

De alguna manera sí, en un camino hacia el lucro. Hoy ciertas áreas de la ciudad directamente son una mercancía, que no están hechas tanto para los habitantes sino para los visitantes puntuales. Es la última expresión de ese pensar la ciudad como una máquina de lucro, donde a través del turismo se pueden obtener márgenes de beneficio mayores que los que obtienes con la vida cotidiana de los ciudadanos. Esta lógica la vemos desarrollarse durante los últimos tres siglos. En el libro yo me centro en cómo el urbanismo ha intentado trabajar para eliminar los obstáculos que podrían existir a ese proyecto de transformación de la ciudad en un valor y del papel de los comunes, de lo colectivo, en eso.

Habla de “guetos de centralidad artificial” y de “centros asépticos pensados para hogares, clientes y turistas de altos ingresos”. ¿En qué momento asumimos que el centro de las ciudades era para esto?

Es un proceso que empieza a producirse desde principios del siglo XX y tiene dos componentes: por un lado limpiar los centros de esas clases populares y por otro producir periferias. Las comunidades que utilizaban y producían sus barrios, convivían en ellos, se divertían en ellos a veces o con frecuencia de forma poco decorosa para el punto de vista de las élites empiezan a estorbar y ahí empieza un proceso largo que en Madrid, por ejemplo, se inauguró con la creación de la Gran Vía. Y luego se extendió a otras secciones del centro.

El otro componente de esta dinámica es producir periferias que se convierten en el destino natural de estas poblaciones. Lo que hoy vemos como algo natural históricamente no lo ha sido. El desplazamiento es un producto de esta expulsión de las áreas centrales. El problema no es solo que topológicamente o geográficamente estén en los extremos sino que se producen como periferias, como espacios privados de centralidad, del dinamismo, de la vitalidad y del empuje político que tenían estas comunidades en el centro, donde se daba lugar a formas de cohesión y de empoderamiento popular. Con este doble proceso se consolida esta visión que hoy vemos como algo natural: el centro como un lugar cada vez con menos habitantes

Entonces, la expulsión de las clases populares a las periferias no es algo tan nuevo como la gentrificación. ¿Cómo encaja la pieza de este fenómeno en el mapa histórico?

Es un proceso de sustitución que puede tener distintos ritmos y geografías. Los lugares que en Madrid vivían hace 20 años procesos de gentrificación ahora están inmersos en la regentrificación o la hipergentrificación. Los grupos acomodados se ven expulsados por grupos de renta todavía más alta o inversores que tienen puesta la vista en usuarios flotantes. Sobre todo cuando hablamos de áreas más centrales que pueden tener un interés turístico. Y las zonas que no estaban tan expuestas a esto se están convirtiendo en espacios estratégicos porque se extrae beneficio de invertir en ellos. Empezamos a hablar de que la periferia de la almendra central está en peligro cuando hace unas décadas era muy difícil pensarlo. La gentrificación es una componente o una manifestación más de una lógica global que tiene que ver con el hecho de que la urbanización, o el proceso urbanizador, es un proceso de lucha de clases en el que colisionan intereses diversos que conciben la ciudad para fines distintos. Y dependiendo de los equilibrios de las fuerzas en cada momento se termina dando lugar a procesos en una línea o en otra.

Dice que la creación de la Gran Vía madrileña ya sirvió para sacar a los residentes de allí. ¿Cómo fue aquello? 

Entronca con el urbanismo de aquella época, que se caracterizó, desde la segunda mitad del siglo XIX, por operaciones de apertura de grandes avenidas en el interior de los tejidos históricos consolidados. En el caso de Gran Vía se hace eso de una manera un poco tardía: es una avenida abierta que implica el desplazamiento de poblaciones y comunidades de residentes. No solo por el propio trazado de lo que es la vía y los frentes de los edificios que se van a construir que no tienen nada que ver con la situación preexistente, sino porque eso se convierte en el epicentro de un proceso de gentrificación, desplazamiento y expulsión de sectores de esas clases populares. Algunos se van a ir a vivir a otras zonas del centro, que van a densificar aún más.

Central Park es un proyecto para educar a las clases populares en un uso correcto y decoroso del espacio público. Y esto es literalmente dicho por los responsables del parque

“Las nuevas comunidades fueron gestionadas para promover formas alternativas de socialización, enfatizando el contacto con la naturaleza por encima de la interacción social y priorizando la reproducción física y familiar por encima de la reproducción de clase”. Es un fragmento del libro en el que habla de la Alemania anterior a la República de Weimar pero recuerda a fenómenos presentes como los PAU. ¿Hay una línea de puntos que une las dos cosas?

Sí en lo que tiene que ver con la política que hay detrás de producir espacios periféricos para la reproducción de las clases medias. Pero también hay muchas diferencias, no solo en términos puramente técnicos. Era vivienda pública, por ejemplo. Si hablamos de Madrid, el urbanismo que hemos tenido en las últimas décadas es paleocapitalista, una forma de producción del espacio enfatizando la dimensión más privada de la ciudad con un reparto de usos complementarios totalmente rácano. Unos barrios con unos niveles mínimos de sociabilidad o nulos que no tienen nada que ver con lo que relacionamos con lo urbano: vitalidad, complejidad, diversidad... Son expresiones extremas de una lógica que viene cocinándose desde hace mucho tiempo y que produce un barrio mercancía con espacios residenciales cerrados y privativos. Con esto no estoy diciendo nada nuevo.

Habla de Central Park como un parque que eliminó la vida en comunidad en Nueva York. Parece contraintuitivo tratándose de un espacio público.

En las últimas décadas se han desplegado muchos debates y muchas luchas en torno al espacio público relacionados con la resistencia a la privatización y a la mercantilización de ese espacio. Esto es fundamental. Sin embargo, a veces estamos tan concentrados en resistir estas nuevas oleadas de ataques contra lo público que nos olvidamos de una cuestión que es un poco menos obvia pero igualmente importante: el espacio público se puede gobernar de forma que también contribuya a desempoderar.

Con el capítulo de Central Park intento mostrar situaciones en las que se produce espacio público para intentar reeducar a las masas. En ese momento, Nueva York es una ciudad industrial de la segunda mitad del siglo XIX y la administración pública tiene muchas limitaciones para poder controlar lo que sucede en el espacio público pues, entre otras cosas, no tiene cuerpos de policía lo suficientemente extensos y robustos. También tenemos una situación de urbanización acelerada. Estas ciudades ven crecer los barrios de poblaciones migrantes, normalmente poblaciones racializadas, a una velocidad que son incapaces de gestionar y administrar. Y en ese vacío o ausencia de poder estas comunidades producen sus barrios según sus propias necesidades.

Central Park es un proyecto para educar a las clases populares en un uso correcto y decoroso del espacio público. Y esto es literalmente dicho una y otra vez por los responsables del parque. Sobre todo por Frederick Law Olmsted a quien se pone al mando del proyecto porque es la única persona en ese momento, se dice, que tiene conocimiento profundo de los sistemas de policía de las capitales europeas aunque no tenía experiencia como diseñador de parques. Junto a eso, hay una producción de normas de uso del parque y la creación de un cuerpo de policía específico, cuando la ciudad todavía no tenía una policía moderna.

Por eso digo que tal vez no debemos centrarnos siempre en lo público fijándonos en la titularidad del espacio sino en la publicidad como el régimen de uso de esos espacios y la sustancia que da forma a los públicos que los utilizamos. De hecho esta idea queda incrustada en el imaginario colectivo. Un ejemplo es cuando en Madrid hace unas décadas la población migrante latinoamericana empezó a hacer un uso mucho más activo del espacio público. En los parques, por ejemplo, donde jugaban al voleibol, y esto indignaba a alguna gente.

La tala es una muestra más de que Madrid está instalada en un urbanismo paleocapitalista que no tiene sensibilidad por la voluntad popular ni por los rudimentos más básicos de calidad y habitabilidad del espacio urbano

En los últimos años diferentes gobiernos de Madrid han instalado cámaras de videovigilancia en barrios considerados conflictivos. Las últimas se colocarán, según el Ayuntamiento, en Carabanchel. ¿Qué papel juega la vigilancia en las ciudades que vivimos?

Esto forma parte de lo que en urbanismo se conoce como políticas de tolerancia cero, en boga a partir de los años noventa del siglo pasado. Aparecen fundamentalmente en Nueva York y se van extendiendo como la pólvora por todos sitios, en algunos casos con los responsables de la policía de Nueva York sirviendo de asesores contratados. Pasa en Europa también.

Muchas veces tiene más que ver con la transmisión de una sensación de seguridad que con la seguridad real. Vivimos en ciudades muy seguras y estos mecanismos son un poco retóricos y están dirigidos a ser disuasorios más que otra cosa. Pero en el momento en que veas que en tu barrio llegan cámaras de seguridad, seguramente van a venir otros cambios en cascada porque ha entrado en un proyecto de reestructuración urbana que tiene que ver con la sustitución de las poblaciones que hay ahí y de las actividades económicas. También es una consecuencia de la rotura de los mecanismos antiguos de reequilibrio o de compensación de las desigualdades sociales. Las cámaras se pueden entender como un síntoma del fallo o del fracaso de las políticas redistributivas que caminan hacia entornos más equitativos.

Hacemos esta entrevista mientras en Madrid se están talando decenas de árboles para ampliar una línea de metro pese a una gran oposición vecinal. ¿Cómo le suena esto a un urbanista como usted?

En términos de la actitud del Ayuntamiento, poco que añadir: es una muestra más de que esta ciudad, y esta corporación en particular, están instalados en un urbanismo paleocapitalista que no tiene respeto ni sensibilidad por nada, ni por la voluntad popular ni por los rudimentos más básicos de calidad y habitabilidad del espacio urbano. No me sorprende lo que ha sucedido.

En todo caso, creo que procede una reflexión desde el otro punto de vista, el de la protesta vecinal, en un doble sentido. En primer lugar, nos encontramos ante una forma de movilización que se sitúa frente a la administración demandando que esta actúe en un determinado sentido. Esto es fundamental, desde luego, y lo que voy a decir no supone cuestionar estas formas imprescindibles de resistencia. Pero la historia nos muestra que a menudo los movimientos sociales más efectivos han sido aquellos que han tomado la iniciativa en la apropiación y producción de sus propios espacios. No basta, en ese sentido, con reclamar la acción del estado y esperar a que este intervenga. Se trata, más bien, de intentar adelantarse, liderar los procesos de construcción de ciudad a través de estrategias que refuercen la autonomía de las comunidades. Este es el poder de los comunes, de estos espacios sociales autogestionados. Lo que me lleva a un segundo punto. En el contexto actual, tras décadas de urbanización orientada al lucro, solo podemos esperar un cambio de rumbo de los gobiernos locales si se despliega un tejido comunal robusto, capaz de construir una alternativa que incremente las formas de autogestión del espacio urbano.

Los comunes han formado siempre parte de la construcción colectiva de las ciudades, aunque el urbanismo oficial a menudo los ha ignorado o incluso ha intentado neutralizarlos

Asegura en el libro que toda política urbana que no funciona se abandona. ¿Qué pasa con los coches? ¿Funcionan?

Desde luego el modelo de movilidad actual funciona desde una cierta perspectiva y para ciertos intereses. Por ejemplo, desde la lógica de aglomeración en la que se apoya la urbanización capitalista ese modelo tiene todo el sentido del mundo: una ciudad exitosa está destinada a crecer constantemente y desarrollar formas de especialización cada vez más profundas, lo que produce segregación social y funcional, desplazamientos cada vez más largos, etc. Las contradicciones que esto acarrea no tardan en aparecer, pero suelen tratarse como deficiencias o desviaciones del modelo, que supuestamente se arreglan con un carril más aquí, una vía de peaje allá… enfoques que solo agravan los conflictos. En el mejor de los casos, alguien vendrá a proponer soluciones ampliando la infraestructura de transporte público o con medidas de movilidad sostenible, que son fundamentales pero difícilmente pueden resolver el problema de fondo.

Que son...

Necesitamos pensar de forma radical, como sugiere el subtítulo del libro. El problema de la movilidad y el tráfico comparte una raíz común con otros grandes problemas de las ciudades actuales, como su insostenibilidad o la creciente dificultad para acceder a una vivienda o a un entorno cotidiano digno y vibrante. En parte estos conflictos derivan de esas lógicas de aglomeración y división espacial y social del trabajo a las que antes me refería.

¿Por qué no oímos a nadie cuestionando estas lógicas? ¿Por qué no pensar en términos de “desaglomeración” y reducción de la división del trabajo, es decir, de las formas de especialización de los espacios y las poblaciones? Se trata de temas que en algún momento han estado sobre la mesa, han formado parte de tradiciones urbanísticas y políticas prominentes, la idea original de ciudad-jardín, sin ir más lejos, y después se han abandonado. Hablar en esos términos hoy puede sonar a utopía, pero si se cumplen las predicciones sobre la deriva de la crisis climática, energética y de recursos puede que nos veamos obligados a recuperar esos viejos esquemas radicales de reasentamiento de población.  

¿Hay otro urbanismo que crea comunidad, o al menos que pone a la comunidad por delante de otros intereses? ¿Tiene ejemplos?

Por supuesto. En primer lugar, el urbanismo que producen las propias comunidades al apropiarse del espacio y convertirlo en una fuente de poder. Visibilizar el potencial de estos urbanismos de base, estas formas de planificación desde abajo, era mi principal objetivo al escribir el libro. Estos comunes han formado siempre parte de la construcción colectiva de las ciudades y, aunque el urbanismo oficial a menudo los ha ignorado o incluso ha intentado neutralizarlos, siguen ahí, reaparecen cada vez que un grupo de población necesita apropiarse de un territorio para sostenerse o asegurar formas de protección y autonomía respecto a los mercados o el control del estado. Estos urbanismos pueden ir de tácticas de apropiación y socialización cotidiana más o menos rudimentarias a formas más organizadas e institucionalizadas como huertos autogestionados, centros sociales autogestionados, comités o sindicatos de inquilinos, community land trusts...

En segundo lugar, distintas tradiciones dentro del campo del urbanismo profesional han intentado acercarse a estas iniciativas de base, presentando al urbanista como un agente que puede apoyar a las comunidades en sus proyectos o ejercer como mediador en el diálogo con la administración. En distintos momentos y contextos históricos se han manejado etiquetas diversas para estas posiciones y enfoques: planificación radical, urbanismo insurgente, urbanismo democrático, planes de barrio, etc. Para que este tipo de posiciones más cercanas al activismo penetren en las instituciones necesitamos alterar el actual equilibrio de fuerzas en los procesos de urbanización. El Estado no va a proteger los comunes o crear espacios para su proliferación si las comunidades no se constituyen en un contrapoder efectivo, capaz de ofrecer vías de escape de las lógicas del urbanismo neoliberal.

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