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Calvo anuncia una ley para saldar la “deuda” con los exiliados en el homenaje al último superviviente de Mauthausen

La vicepresidenta primera del Gobierno, Carmen Calvo, en una imagen de archivo.

Luis Miguel Pascual (EFE)

Champagne, Francia —

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En 101 años, los ojos de Juan Romero han visto más cosas de las que su memoria ha podido guardar el trazo. Pero nada ha olvidado de su paso por el campo de concentración nazi de Mauthausen, pese a que el tiempo le ha dejado como el último testigo español de aquella tragedia.

“No se puede olvidar todo aquello”, afirma Romero, quien este sábado ha recibido un homenaje del Gobierno español en Aÿ Champagne, la localidad en la que rehizo su vida tras escapar de aquel infierno, y hasta la que se ha trasladado la vicepresidenta primera del Gobierno, Carmen Calvo. La número dos del Ejecutivo ha puesto la vida de Romero como espejo en el que debe mirarse la democracia española, “el hilo conductor que supone el exilio para recordar el rumbo que hay que mantener”.

Citando a María Zambrano, Calvo ha asegurado que muchos españoles perdieron en Mauthausen y en el resto de los campos de concentración la vida, pero otros, como Romero, perdieron el lugar. “Para todos ellos, los demás tenemos la obligación de mantener la memoria (...) que es el único elemento que permite a una sociedad sana reconocer su rumbo”, ha indicado.

La vicepresidenta ha anunciado que España saldará su “deuda pendiente” con los españoles exiliados con una ley que presentará en pocos días, informa Europa Press. “La democracia española tiene una deuda pendiente con el exilio que se va a saldar en una futura ley de inminente presentación en el Congreso de los Diputados”, ha revelado Carmen Calvo durante su comparecencia en este homenaje a Juan Romero

Mirándole a los ojos, paisanos ambos de Córdoba, Calvo ha asegurado al centenario: “Tu vida es de las pocas que tienen pleno sentido. Has tenido el valor de saber cuál era tu lugar en el mundo y con eso nos has ofrecido a los demás un reguero de horizonte y de orientación importantísimo. Eres un ejemplo admirable para muchos españoles que hoy nos miramos en ti”.

Abrumado, Romero ha asistido algo perplejo a un reconocimiento que ha agradecido, pero que ha reconocido que no se esperaba. El anciano parece más cómodo en la intimidad de su pequeña casa de una planta, rodeado de sus cosas, de sus hijos, de la modestia del trabajador del champán en lo que se convirtió tras la guerra.

Allí habla mezcla del español con el francés, que sale más fluido y repasa los recovecos de su memoria donde ha quedado rastro, que son muchos, vivos, de su infancia en Córdoba, su trabajo como peón en un cortijo donde le sorprendió la guerra, su alistamiento en las filas republicanas y las penurias por los frentes de Guadarrama, Brunete, Guadalajara y Teruel. “Teruel fue lo más terrible”, ha rememorado.

“No quería que Franco me atrapara”, recuerda ahora cuando habla de su paso a Francia, donde se alistó en la Legión Extranjera, que le llevó a Argelia, donde de nuevo le persiguió el fantasma de la guerra, esta vez la Mundial. Y de nuevo el compromiso y el combate contra el fascismo, esta vez con la bandera gamada que acabó por apresándole y llevarle a otro calvario.

Salvó la vida en prisión gracias a un soldado alsaciano que convenció a los captores nazis que no había sido él quien había dibujado una hoz y un martillo en los baños, pese a que su pasado de republicano español le convertía en el principal sospechoso.

Pero no le libró del campo de Mauthausen, donde fue destinado al servicio de acogida de los nuevos arrestados. “Yo veía a toda la gente que entraba en las cámaras de gas”, recuerda Romero. Algunos pasaban primero por el campo de concentración, pero otros les llevaban a las duchas directamente desde el tren.

Es el caso de una niña cuya mirada inocente no se ha borrado nunca de la memoria de Romero. “Me sonrió, la pobre, no sabía dónde iba. Yo tenía ganas de abrazarla, de besarla, pero sabía que si lo hacía, yo iba con ella a la cámara de gas. Eran criminales”. Con los ojos llorosos, asegura que “ese recuerdo le ha perseguido toda la vida”.

Romero sobrevivió a la masacre y tras la liberación del campo se instaló en Francia. Como muchos otros compatriotas, encontró una vida en la Champaña, donde conoció a su esposa y donde trabajó para una de las grandes casas del conocido espumoso. Allí se refugiaron otros republicanos españoles, hasta el punto de formar una nutrida comunidad que, poco a poco, se ha ido diezmando. “He ido perdiendo a los amigos españoles, me quedo el último”, asegura Romero.

Ahora se siente tan francés como español, aunque no ha vuelto a su país de origen desde la muerte de Franco. “Mis hermanas y mis sobrinos venían aquí, no tenía la necesidad de ir”, afirma el centenario, que reconoce que echa de menos su país natal. “Sobre todo Andalucía”.

Pese a su edad, Romero mantiene una relativa buena salud. El oído le falla, pero la mirada atenta lo compensa y nada le hace perder el buen humor. Ni siquiera la visita inesperada de la enfermera que acude a ponerle su tratamiento contra la diabetes y que se lleva un piropo del anciano. Romero cuida su físico y cada día da unas pedaladas en una bicicleta estática que tiene en el pasillo de su casa. “Yo iba a trabajar en bici y pedalear me mantiene en forma”.

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