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ADELANTO EDITORIAL

Bilbao en Mauthausen: de camino a Viena (9 de mayo de 1945)

Marcelino Bilbao, combatiente republicano español que sobrevivió a Mauthausen.

Etxahun Galparsoro

Nuestra primera parada fue en Gmunden, un pueblo que, respecto a Ebensee, se hallaba en el extremo opuesto del lago Traunsee. Allí, viendo que éramos exprisioneros de Ebensee, un soldado alemán nos informó de la muerte del Lagerführer o comandante del campo a manos de otro oficial de los antiaéreos de la Wehrmacht. Según nos contó, el comandante había muerto a consecuencia de tres tiros de pistola. En Gmunden hicimos algunas gestiones y sin entretenernos demasiado, el grupo de camaradas reanudamos nuestra caminata al encuentro de los soviéticos, de quienes esperábamos la ayuda necesa­ria ante el desamparo en el que nos encontrábamos.

Por el camino tuvimos la suerte de encontrarnos con un viejo aus­triaco a quien compramos dos caballos a cambio de dos mil cigarrillos que habíamos sustraído de la nave industrial de las SS. Así que el gru­po de amigos reanudamos la marcha hacia Viena, ahora algunos sobre el carro, cuando más adelante recibimos un aviso de peligro: «Españo­les, ya os podéis largar de aquí porque un grupo de las SS ha bajado del monte y ha matado a dos oficiales americanos», fuimos alertados. Pronto comprendimos que teníamos que ser prudentes: oficialmente la guerra había finalizado días antes, pero aún había algunos focos de resistencia nazi. Era por eso que a las ocho de la noche los estadouni­denses decretaban el toque de queda y, hasta el siguiente amanecer, prohibían circular por las carreteras.

Nosotros sabíamos de sobra que se había implantado el toque de queda y por qué lo habían decretado, pero una noche nos hizo tan buen tiempo, con un clima casi veraniego, que decidimos proseguir nuestro camino. El grupo de compañeros caminábamos en la oscuridad cuando de repente llegó uno de esos jeeps americanos: «¡Alto!», nos detuvieron unos cuatro soldados con sus fusiles. «¿Son ustedes españoles?», nos preguntaron al comprobar nuestros papeles oficiales. «Sí», se les respon­dió. «Bien, pues cojan ustedes el carro y apártense a este campo de aquí. Una vez que se reúnan el número de personas necesarias para llenar un camión, les recogeremos y les trasladaremos a donde sea para que les envíen a España», nos dijo uno de ellos. ¡Joder! No sabía bien lo que nos acababa de decir... ¡Que nos enviaban a España!

Venía entre nosotros un amigo asturiano, de carácter muy tempe­ramental, que no se amilanaba ante nadie. ¡Un tío temible! Y este astu­riano saltó enseguida: «¿¡Qué dices!?», se encaró al americano. «¡Me cago en diez! ¡¿Que me vais a enviar a España con Franco?!», repetía fuera de sí, «¡¿tú me vas a enviar a donde Franco?!» El americano, que probablemente no entendería nada de lo que pasaba, se reafirmaba en sus órdenes: «¡Yes, yes!», insistía. ¡Jo! La situación se volvió tan tensa que el asturiano quiso echar mano de las armas: «¡Eh, Paco! ¡Saca las pistolas! ¡A estos tíos nos los cargamos aquí mismo!», ordenaba furio­so al zapatero. ¡Y es que llevábamos varias pistolas escondidas bajo la mantilla de los caballos! «¿¡Estás loco!? ¡Cálmate!», tratábamos de contenerle. «¡Que a estos tíos me los cargo yo!», insistía, «¡que nos quieren mandar a España!». Al final, no sé cómo, tratamos de razonar con los soldados estadounidenses: «¡Pero si nosotros hemos combati­do en la guerra civil de España! ¡Nosotros somos republicanos y Fran­co nos tiene condenados a muerte! ¿Cómo nos queréis enviar a Espa­ña?». Resulta que ellos de España no sabían nada. Y tras una larga discusión acabamos por retirarnos a un lado de la carretera y, por fin, los soldados americanos nos dejaron en paz.

En las siguientes jornadas, el grupo de los diecinueve camaradas prosi­guió su marcha por las carreteras austriacas, cruzándose para su rego­cijo con un grupo de chicas jóvenes que se bañaban en un pequeño lago, en las inmediaciones de Viena. Hasta hacía poco las jóvenes habían integrado una batería antiaérea alemana, tal como se evidenciaba por el uniforme militar que vestían, pero eso al grupo de deportados no le debió de parecer demasia­do relevante, ya que trabaron amistad y las chicas acabaron acompañándolos hasta la ciudad.

Según solía rememorar Marcelino, la entrada en la capital del fantasmagó­rico grupo, vestido con harapos y aspecto demacrado impresionó a los vian­dantes. La cuadrilla de amigos se adentró con el carro de caballos por las prin­cipales vías de la ciudad, hasta que fueron interceptados por una militar soviética que, gesticulando con los brazos, se hallaba en una isleta de la calza­da dirigiendo el tráfico. Fue esta militar la que apartó al grupo de en medio de la carretera para ponerlos a disposición de las nuevas autoridades soviéticas.

Al llegar a Viena por fin encontramos a los rusos, los cuales nos dieron un buen recibimiento. En un primer instante, al vernos con el pelo cortado a cero y vestidos de mala manera, apareció la policía a detenernos: «¿Qué pasa aquí? ¿Quiénes sois vosotros?», trataron de averiguar desconfiados. Realmente, nuestra apariencia no debía de ser la mejor.

Entonces nos llevaron a un gran edificio y allí se presentaron algu­nos agentes de la KGB, bien vestidos, para interrogarnos. Amable­mente, nos ordenaron que nos sentáramos con ellos mientras sacaban un cuaderno sobre la mesa, y comenzaron a preguntarnos por los ofi­ciales SS de Mauthausen, por los de Ebensee, por los kabos y demás organización del Lager... Nos hicieron un montón de preguntas. Y una vez que contrastaron sus datos y confirmaron que les decíamos la verdad, que éramos auténticos supervivientes del campo, nos dieron de comer y nos ofrecieron dinero. Nos trataron como si realmente fué­ramos ciudadanos soviéticos.

Sin embargo, no les era posible acogernos y nos recomendaron que regresáramos a Francia. Para ello estaban dispuestos a llevarnos en camión hasta Salzburgo y luego, desde allí, podríamos tomar un tren en dirección hacia París. Por tanto, no nos quedó otra alternativa que desandar el camino hasta Viena y regresar por carretera a Salzburgo, ciudad que se encontraba no muy lejos del campo de Ebensee.

Desde que partimos de Ebensee, en los desplazamientos de una ciudad a otra nos habíamos alimentado con lo que nos encontrába­mos en el interior de las casas abandonadas o semiderruidas a causa de los bombardeos, a base de uno de nuestros caballos que tuvimos que sacrificar, o gracias a la fruta de los árboles. Sin embargo, al llegar a Salzburgo nos dimos de bruces con un gran barracón de yugoslavos que habían ido voluntarios a trabajar a la Alemania nazi y, con la es­peranza de obtener algo de comida, pasamos al interior. Pero fue en balde, no nos dieron nada. Al final, como no teníamos nada que lle­varnos a la boca, también sacrificamos al segundo caballo y nos los comimos

Cuando se nos acabó la carne de potro, nos encontramos sin saber qué hacer: «En Salzburgo no hacemos nada, hay que pensar en ir a París», nos dijimos. Por suerte, un oficial del Ejército francés que pa­saba por allí nos vio perdidos y se nos acercó a preguntar quiénes éra­mos y qué hacíamos en aquel lugar. Le explicamos nuestro caso y, al constatar que éramos prisioneros de los campos de concentración, se ofreció a ayudarnos, llevándonos a las instalaciones del Ejército fran­cés: «Vosotros, como deportados, seréis los primeros en ser evacuados a Francia», nos anunciaron allí. Con miles y miles de exprisioneros esperando su traslado a Francia, el follón que había en las instalacio­nes militares era monumental. Los trenes no podían circular porque en los meses precedentes, a causa de la guerra, se habían destruido las vías férreas. Por tanto, se había previsto que la evacuación de los de­portados hacia Francia se hiciera en avión.

Arreglaron nuestros papeles, nos facilitaron los salvoconductos necesarios para viajar a París y, cuando ya estaba todo listo para nues­tro traslado, algunos militares franceses empezaron a protestar ante sus mandos: «¿Por qué se evacua a los españoles? ¿Por qué no vamos primero nosotros?». En vista de las quejas y del cariz que empezó a tomar la situación, y viendo que miles de compañeros deportados se hallaban medio muertos, tendidos en las camillas a nuestro alrededor, decidimos prescindir de los franceses: «Miren, no hace falta que discu­tamos más. Guárdense ustedes nuestros salvoconductos. Nosotros nos vamos», les afeamos. «¿¡Pero están ustedes locos!? ¡Los deporta­dos serán evacuados los primeros!», nos decían. «¡Nosotros nos va­mos!», insistimos. Al final acabaríamos siendo evacuados a Francia en tren, pero solo a medida que se fueron arreglando las vías férreas.

Así fuimos llevados en ferrocarril desde Salzburgo hasta Stuttgart, donde esperamos durante días a que pudiéramos proseguir el viaje ha­cia Francia. En esta ciudad nos condujeron a las instalaciones milita­res francesas, junto a un gran château en el que se alojaban no menos de doce mil presos, buena parte de ellos voluntarios extranjeros que habían ido a ayudar a la Alemania nazi. Allí el grupo de camaradas fuimos recibidos cordialmente por un oficial francés: «¡Españoles! ¿Son ustedes deportados, verdad?». «Sí», le contestamos. El hombre nos explicó las normas y el funcionamiento del lugar pero, sobre todo, recuerdo que nos dijo: «A la hora de comer, los primeros seréis voso­tros». Era normal que primero se alimentara a los deportados, que nos encontrábamos en un precario estado de salud. Y añadió: «Luego se alimentará a los civiles alemanes. Y por último a los prisioneros de guerra... si es que nos queda para darles algo. ¡Y si no, que se mueran de hambre!».

Como decía, tuvimos que permanecer en Stuttgart a la espera de que arreglaran las vías del tren para poder reanudar el viaje. Mientras tanto, el grupo de amigos aprovechábamos para pasear por la ciudad, cuando un día que íbamos por la calle se nos acercó una chica alema­na, muy guapa: «Sind sie ein Spanisch?», nos preguntó, queriendo sa­ber si éramos españoles. «Ja! Ja!», le respondimos. «Ah! Mein Mann Spanisch!», nos dijo con alegría, «¡Mi marido es español!» «Pero... hace dos días que hemos sido liberados, ¿cómo es posible que haya un español a quien le ha dado tiempo a casarse?», nos preguntamos sor­prendidos entre nosotros. «No puede ser que sea uno de los nuestros... ¡Tiene que ser alguien que haya venido a luchar a favor de la Alemania nazi!», dedujimos. Porque en Múnich, Stuttgart y demás ciudades del suroeste de Alemania no había campos de concentración del tamaño e importancia de Mauthausen, ni destacados grupos de republicanos españoles que hubieran sido deportados. Los franceses y españoles que se hallaran en esa zona tenían que ser voluntarios de guerra de la Wehrmacht. Ante el inesperado descubrimiento uno de los nuestros no pudo reprimir su rabia: «Ihr Mann ist Spanisch? [«¿Tu esposo es español?»] ¡En ese caso ya te puedes buscar otro marido porque lo vamos a matar!», le dijo en alemán. La mujer, sorprendida por la re­pentina amenaza del compañero, huyó llorando del lugar.

Nosotros, en cambio, alarmados por el hallazgo, corrimos a ver al oficial francés que nos había atendido en las instalaciones militares: «¡Aquí hay españoles de la División Azul!», le alertamos. «¿Españoles de la División Azul? No puede ser», nos contestó sorprendido. «¡Que sí, que aquí hay españoles de la División Azul!», insistimos nosotros, explicándole lo que nos había sucedido. Entonces el oficial empezó a comprobar sus listas y se dio cuenta de que tenía apuntados a un gru­po de españoles, probablemente antiguos miembros de la División Azul, haciéndose pasar como republicanos para ser evacuados a París. De inmediato, el grupo de camaradas nos apresuramos a su búsqueda, pero para cuando nos dimos cuenta ya habían desaparecido todos. En cuanto la mujer alemana avisó a su marido del peligro: «Aquí hay es­pañoles que quieren matarte», este no se entretuvo y pudieron esca­parse todos. Al final, el oficial borró a ese grupo de españoles de las listas de repatriación y nunca más volvimos a saber del tema.

Más tarde nos trasladaron desde Stuttgart hasta Sarreguemines, que era donde terminaba aquella vía férrea y, por tanto, el final mo­mentáneo de nuestro trayecto. Al apearnos del tren, nos encontramos con personal militar francés, acompañado por enfermeras y demás equipo sanitario, movilizado expresamente para recibir a los que venía­mos de los campos de la muerte. Se encontraban en el interior de un barracón construido para tal fin y nos trataron muy bien, dándonos de comer como requería la ocasión.

La anécdota la protagonizó una enfermera que, según bajamos del tren y pasamos al interior de un barracón, quiso regañarnos por nues­tra desidia: «¿¡Pero es que vosotros no comprendéis el francés!?», nos decía. «Algunos sabemos un poco...», nos extrañamos. «¡Os han or­denado que vengáis con todo lo que tengáis! ¿Dónde están vuestras maletas?», nos amonestó. Sin saber qué contestar, el grupo de amigos nos echamos a reír para enfado de la enfermera: «Pero... estos hom­bres... ¡O no comprenden el francés o no saben dónde están!», se decía irritada. A su vez, un capitán quiso resolver el entuerto: «Os pregun­tan a ver dónde habéis dejado vuestro equipaje», trató de aclararnos, aunque solo consiguió agrandar nuestra algarada. El personal que nos atendía se sintió molesto con nuestra actitud, pero cuando fueron a registrar los vagones del tren se encontraron con que estos se hallaban vacíos. Creo que aquellos se pensaban que nosotros habíamos estado pasando unas vacaciones en el paraíso. «Pero... ¿de dónde venís voso­tros que no traéis ni una cuchara?», nos preguntó extrañado el capi­tán. «De un campamento de verano que hay en los Alpes austriacos», le contestamos entre risas. Creo que entonces se debió de dar cuenta de lo absurdo de su planteamiento y, echándose a reír, nos dijo: «No me extraña que no traigáis ninguna maleta».

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