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Con el advenimiento de la II República, el primer gobierno republicano-socialista quiso afrontar un ambicioso programa de reformas políticas, económicas, sociales y culturales para sacar al país de su atraso secular. El reto era enorme. Los recursos, escasos. La correlación de fuerzas, precaria para la izquierda obrera y la pequeña burguesía progresista. La cuestión agraria era en España, en 1931, una cuestión pendiente. Salvo algunas zonas y sectores productivos, el panorama agrario se caracterizaba por la baja productividad por hectárea, el atraso tecnológico, la pobreza y la desigualdad extremas, así como la persistencia de vestigios feudales en muchas zonas.

Es conocido el papel fundamental de la agricultura en el desarrollo económico y la estrecha relación entre la realización de reformas agrarias tempranas (siglo XIX) y el mayor nivel de desarrollo de un país. A comienzos del siglo XX, el progreso de la Europa del norte y occidental —que habían hecho sus reformas agrarias a su debido tiempo— contrastaba con la Europa mediterránea y oriental, atrasada y con mayor desigualdad interna y una mayor conflictividad social rural. Este último era el caso de España. Casi dos siglos —desde mediados del siglo XVIII hasta los años treinta del XX— de tímidas y fracasadas reformas agrarias de diverso tipo, habían mantenido a la agricultura y al mundo rural español en un atraso estructural notable respecto a los países de la Europa occidental y del norte. El fracaso de todos esos intentos reformistas lastró la modernización de España y generó una mayor conflictividad social e inestabilidad política, manifestada en un ciclo recurrente de guerras civiles, pronunciamientos militares, revoluciones fallidas y dictaduras. La cuestión agraria era una cuestión pendiente de resolver. Y era urgente hacerlo.

En 1931 España era eminentemente rural y agraria. La población empleada en la agricultura representaba el 45,5% (4 millones) de la población activa total y el PIB agrario representaba casi el 24% del PIB nacional. La inmensa mayoría de la población habitaba en zonas rurales. Los principales problemas de la agricultura española en 1931 eran la gran concentración de la propiedad en grandes fincas; la persistencia de vestigios feudales, como la cuestión de los Foros en Galicia y de los ‘rabassaires’ en Cataluña; el analfabetismo de la mayor parte de la población rural; el absentismo de la gran propiedad agraria, la persistencia de la gran propiedad perteneciente a la nobleza y la fragmentación de la pequeña explotación campesina. El exceso de población rural-agraria no podía ser absorbida por el resto de los sectores productivos, lo que suponía una enorme presión social sobre la tierra, agravada por el retorno de unos 100.000 emigrantes desde 1900 a 1930, debido a la crisis económica internacional. Resultado: aumento del paro general y estacional en el campo (carente de ayudas al desempleo), radicalización de la lucha de clases, agitaciones y su represión violenta.

Un ambicioso programa reformista

Para los partidos progresistas, resolver la cuestión agraria era imprescindible para asentar la democracia y lograr la modernización del país. Una necesidad expresada desde el principio en las declaraciones del presidente de la República de mayo de 1931. Por ello, los gobiernos provisionales y los del primer bienio reformista tuvieron que elaborar de inmediato un amplio programa de reformas de la actividad agraria —relaciones laborales, condiciones de trabajo de los obreros del campo y del pequeño campesinado sin tierras, aparceros y arrendatarios—, para satisfacer las demandas de los campesinos y del proletariado rural, que habían recibido con esperanza el cambio de régimen.

En los tres primeros meses del Gobierno provisional se aprobaron diez importantes decretos para terminar con los abusos de la patronal en la contratación de jornaleros, mejorar los salarios y las condiciones de trabajo: Decreto de términos municipales (21 de abril de 1931), para impedir el trabajo de esquiroles venidos de otras poblaciones para reventar las huelgas obreras, que aceptaran salarios inferiores o para evitar las represalias sobre los obreros locales; Ley de Jurados Mixtos de Trabajo Rural, Propiedad Rústica y de Producción e Industrias Agrarias (7 de mayo de 1931), reinstaurando órganos de mediación y arbitraje en las relaciones laborales. Decreto de Intensificación de Cultivos, conocido como de “laboreo forzoso” (7 de mayo de 1931), para luchar contra el absentismo y el abandono de fincas, aumentando la intensificación del trabajo agrícola. Decreto de 29 de abril (‘antidesahucios’), que prorrogaba los contratos de arrendamiento para los pequeños arrendatarios y evitar el desahucio injustificado; Decreto del 19 de mayo de 1931 sobre arrendamientos colectivos, destinados a proporcionar grandes terrenos agrícolas a sociedades obreras y cooperativas. Decreto de 25 de mayo de 1931 creando la “Caja Nacional contra el paro forzoso”. Decreto de 28 de mayo de 1931 concediendo préstamos a los Ayuntamientos para financiar a los pequeños campesinos que empleasen jornaleros. Decreto de 12 de junio de 1931 de “Accidentes de trabajo”, instaurando el seguro para los obreros agrícolas. Decreto de 1 de julio de 1931 estableciendo la jornada de 8 horas en la agricultura.

Con estas medidas, además de modificar las relaciones laborales y las condiciones de trabajo en favor de los trabajadores, se establecieron instrumentos de previsión social, se reforzaba el papel de los sindicatos obreros y el papel mediador y de arbitraje del Estado. Algunas de ellas resultaron con problemas de aplicación. Y las que suscitaron más resistencia fueron las que modificaban el mercado de trabajo para acabar con los abusos seculares.

Las propuestas resultaban revolucionarias para los intereses de la gran propiedad, la nobleza, la Iglesia y los partidos de la derecha

El gobierno provisional y los del primer bienio pusieron en marcha otras leyes de mayor alcance (para el largo plazo) relacionadas con la política hidráulica y la colonización, retomando las propuestas regeneracionistas (Joaquín Costa). Indalecio Prieto, ministro socialista de Fomento, impulsó la Ley de Obras y Puesta en Riego de 1932 (ley OPER). En el marco de esta política se aprobó el Plan de Obras Hidráulicas de 1933. También se creó el Patrimonio Forestal del Estado. El protagonismo de la reforma agraria ensombreció la relevancia de la ley OPER. La inestabilidad política impidió que esta ley se desarrollara y aplicara, cuando suponía una nueva concepción de los regadíos, con mayor intervencionismo del Estado, para cambiar la geografía agraria del país.

El Gobierno Provisional en su decreto del 21 de mayo de 1931 manifestaba su decisión de acometer una vasta reforma agraria en la que radicaría el fundamento de la transformación social, política e industrial de España. La elaboración de la ley de reforma agraria se puso en marcha en mayo de 1931 (creación de la Comisión Técnica Agraria), pero siguió un tortuoso proceso parlamentario, con sucesión de proyectos y con largos y enconados debates entre los partidos del Gobierno (incluso dentro del propio Ejecutivo) y los de la oposición, la cual practicó un obstruccionismo sectario, especialmente de la minoría agraria que representaba los intereses de los grandes propietarios.

En este proceso, la ley se fue progresivamente moderando respecto al proyecto de la Comisión Técnica Agraria, pero ello no impidió el rechazo de las derechas. Finalmente, el tercer proyecto fue el que se aprobó en septiembre de 1932. Su aplicación resultó compleja y el organismo encargado de ejecutarlas, el Instituto de Reforma Agraria (IRA), contó con escasos recursos económicos y humanos y no fue muy ágil en la aplicación de la ley. La lentitud de la aplicación de la LRA obligó a un nuevo decreto de Intensificación de cultivos (octubre de 1932), que permitía la ocupación temporal de determinadas fincas, afectando a 1.500 fincas en nueve provincias y dando trabajo a 40.108 familias. 

Contrarreforma y aceleración

Los gobiernos del bienio conservador eliminaron los aspectos más progresivos de esa ley, especialmente bajo el gobierno de la CEDA, que defendía los intereses de las poderosas organizaciones patronales agrarias (entre ellas, Asociación Nacional de Propietarios de Fincas Rústicas). Por su parte, la banca privada boicoteó al Banco Nacional de Crédito Agrícola, creado para financiar la reforma. El golpe de muerte para la reforma agraria fue la Ley de 1 de agosto de 1935, conocida como de contrarreforma agraria, en la cual se eliminaban el inventario de fincas expropiables y las expropiaciones sin indemnización y se reducía el presupuesto del IRA, entre otros cambios.

La paralización de la reforma agraria desencadenó una gran agitación social del período entre 1933-1934, la radicalización de las organizaciones obreras y agitaciones reprimidas violentamente. La brevedad de la etapa reformista hasta finales de 1933, la sucesión de efímeros gobiernos (19 hasta julio de 1936 con 12 ministros de agricultura diferentes) y los obstáculos de la oposición parlamentaria de las derechas y del poder económico impidieron que la mayoría de estas políticas se desarrollaran o alcanzaran sus objetivos. La mayoría de esta legislación desató la ira de los terratenientes y de los grandes agricultores en el parlamento y en la prensa.

Los gobiernos del Frente Popular derogaron inmediatamente la ley de 1935 y restablecieron la de septiembre de 1932. Aceleraron las ocupaciones de fincas y los asentamientos. En cuatro meses se ocuparon 232.000 hectáreas y se instalaron casi 72.000 campesinos. Más que en los cuatro años anteriores. Se eliminaron trámites burocráticos y se legalizaron ocupaciones espontáneas.

Éxito y fracaso

Las reformas propuestas por los primeros gobiernos progresistas no eran revolucionarias por sí mismas, ya que se habían aplicado o se estaban aplicando en los países democráticos europeos más avanzados. Pero resultaban revolucionarias para los intereses de la gran propiedad, de la nobleza, de la Iglesia y de los partidos de la derecha que los representaban.

Los primeros gobiernos reformistas tuvieron que afrontar estas demandas obreras y campesinas en un contexto nada favorable: crisis económica nacional e internacional, retorno de emigrantes del extranjero, altas tasas de desempleo en el campo, pocos recursos económicos, acumulación de problemas (educativo, militar, territorial, eclesiástico, todos urgentes), inestabilidad política, desarticulación territorial, alto índice de analfabetismo, etc. Pero la labor reformista de los gobiernos progresistas encontró la oposición frontal de los partidos y de la prensa de la derecha. También tuvieron su parte de responsabilidad los propios partidos de coalición progresista, con serias divergencias entre ellos. A excepción del Partido Socialista, los demás partidos de los gobiernos provisionales y del primer bienio carecían de un programa agrario claro y consistente. 

La moderación del texto de la Ley aprobada en 1932 y la lentitud y fallos en su aplicación frustró muchas expectativas de la población obrera y campesina y de sus organizaciones, que se radicalizaron. La Ley Agraria de 1932 no sirvió para satisfacer las aspiraciones de los obreros y campesinos, salvo en unas pocas provincias. Aumentó la conflictividad social, con dramáticos sucesos con muertos en distintos lugares de la España rural, especialmente durante el bienio conservador. 

Por otro lado, es destacable la ausencia casi total de una política específica para los pequeños agricultores, que formaban la gran clase media del campo. Una ausencia que la propaganda de la derecha, de la Iglesia y de la Falange se encargaron de explotar en su beneficio, presentando la política agraria de los gobiernos reformistas como una amenaza para la pequeña explotación.

Durante la Guerra Civil, en la zona republicana se aceleraron las expropiaciones y ocupaciones, mientras que en la zona “nacional” se procedió de forma violenta unas veces (las más) y otras de forma legal a la devolución de las tierras expropiadas y ocupadas, la imposición de las rentas no pagadas y el restablecimiento de las relaciones dominicales tradicionales.

La guerra dio al traste con todo un programa reformista necesario y urgente, de corte europeo. Un programa que, de tener continuidad, hubiera modernizado el sector agrario y, con ello, la sociedad española, sin los traumas posteriores. Pero no fue así. El fracaso de estas reformas fue una nueva ocasión perdida y retrasó cuarenta años el desarrollo y la democracia en España.

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