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'Falsos camaradas' convertidos en soplones: el plan de Franco para demoler el Partido Comunista desde dentro

Fotografías de Luis González Sánchez, “el Rubio”, y otros miembros del PCE incluidas en el 'Listado de camaradas idos al interior', que contenía los perfiles de quienes pasaron a España desde el exilio.

Marta Borraz

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La impresión de Mundo Obrero, el principal órgano de propaganda del Partido Comunista, estaba dando problemas. Todas las miradas apuntaban al tipógrafo, del que decían que “cortaba y ponía lo que le daba la gana”, pero la situación era insostenible de cara a las dos fechas conmemorativas que estaban por venir. Se acercaba el 14 de abril, el día de la proclamación de la II República y el 1º de mayo de 1947 y había que garantizar una impresión exitosa de la publicación. El hombre elegido para ello fue José Satué, recién llegado del exilio francés por orden de la dirección del partido con el cometido de reconstruir la UGT.

Satué adquirió una nueva imprenta por 5.000 pesetas, una Minerva Boston que la policía ya había incautado en alguna ocasión, y alguien del partido le habló de un tipógrafo que conocía que podía mejorar las cosas. Satué se vio con él en más de una ocasión y empezaron a trabajar juntos. En una ocasión, el comunista se quejó del ruido que hacía la máquina cuando imprimía, para lo que su nuevo compañero le recomendó colocar unos tarugos de madera que él podía proporcionarle para calzar la imprenta. No pasaron muchos minutos desde que aquel día Satué puso el pie en la calle San Bernardo de Madrid, con los tarugos bajo el brazo, plenamente identificable, hasta que la policía le detuvo.

Ya trasladado a la temida Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol, el centro de detención y tortura más conocido del franquismo, una cara muy conocida sonrió a Satué y le enseñó un paquete de propaganda que aún faltaba por distribuir: “Estas son las cosas que tenía que entregarte”, le dijo el hombre, al que él conocía como tipógrafo pero que en realidad no era otro que el policía Roberto Conesa, según contó el periodista Gregorio Morán.

El agente de la Brigada Político Social, implacable represor de la dictadura, fue un experto inigualable en la tarea de infiltración en las organizaciones políticas que el franquismo quiso aplastar, entre ellas el Partido Comunista de España (PCE), que seguía en la clandestinidad peleando por la caída del régimen. La represión contra la formación fue constante y feroz, pero en 1947, el año de la caída de Satué –que fue condenado a pena de muerte conmutada por 30 años de cárcel– el partido sufrió un duro golpe cuando varios dirigentes comunistas se pusieron al servicio de la policía y sus soplos “dejaron un partido deshecho” en un momento en el que, además, la organización vivía un proceso de purga interna.

Es el hecho que reconstruye el historiador Fernando Hernández Sánchez en el recientemente publicado Falsos Camaradas (Crítica). Algunos fueron policías infiltrados como Conesa y otros fueron miembros del partido que “se dieron la vuelta”, según la jerga del momento, y provocaron “la práctica demolición de toda la estructura del interior” de la formación, que pasó de ser la organización más activa de la resistencia contra Franco a quedar reducida a “núcleos dispersos o en las cárceles”, explica Hernández, que no deja de lado los “errores” que cometió el partido. Aunque la infiltración y las caídas por soplos ya habían sido importantes con anterioridad, las memorias de la Brigada Político Social dan cuenta del impacto de 1947 para el PCE: más de 2.000 detenidos, 46 condenados a muerte y un total de 1.744 años de cárcel.

No fue hasta los años 50 cuando el partido pudo empezar a recomponerse, aunque, según el historiador, de otra manera: “Comienza entonces una nueva generación de gente muy joven a la que estos individuos ya no conocen y es el momento en que la resistencia comienza a activarse a través de las universidades, los movimientos vecinales y el movimiento obrero en torno a CCOO”.

El anticomunismo, “a velocidad de crucero”

Aquel 1947, el contexto internacional había dado un vuelco. Llega la Guerra Fría y los bloques se reestructuran: el enemigo ya no es el fascismo, sino los comunistas, que ese 1947 son expulsados de los gobiernos francés e italiano. El nuevo frente mundo occidental versus comunismo acabará con toda posibilidad de que las potencias que vencieron a Hitler en la Segunda Guerra Mundial intervengan en España para acabar con el franquismo, y a ojos exteriores Franco “será considerado un mal para la población pero cobrará un nuevo valor como baluarte” en este nuevo contexto, sostiene Hernández.

Con el anticomunismo “alcanzando velocidad de crucero” en el nuevo tablero global y en España y el Partido Comunista intentando “una y otra vez” volver a arraigar en el interior del país y reconstruirse tras el exilio enviando al interior a miembros de la organización con este fin –el Buró Político de Santiago Carrillo estaba en Francia–, Franco “agudizó la represión con el objetivo de aplastar cualquier oposición, porque se sentía en una posición de seguridad”.

Así, la Brigada Político Social y la Segunda Sección Bis del Estado Mayor de Ejército se convirtieron en las dos herramientas del régimen para intentar desmantelar cualquier resistencia política. Sus estrategias de detención y tortura son todavía hoy recordadas por sus víctimas, pero aunque la técnica de acabar con las organizaciones desde dentro ha sido menos explorada, fue una realidad: el secreto, cuenta el historiador, “no era tanto la capacidad de la policía para incrustarse en grupos de izquierda como en utilizar miembros de la organización en beneficio propio”. “En algunas ocasiones hay compañeros que lo hacen [se infiltran] pero la mejor astilla es la de la misma madera”, llegó a decir un agente.

Delatores al más alto nivel

El perfil de los falsos camaradas o delatores fue variado, explica Hernández: la policía buscaba y captaba a miembros que creía que podían ser proclives a trabajar para ella, algunos “por dinero” o porque “tenían algún tipo de vicio o deudas”, otros “por desmoralización a medida que no se veía el final de la dictadura”. Hubo a quienes la policía “presionó y chantajeó” utilizando circunstancias como tener familiares enfermos a los que se les prometía penicilina, entonces un bien de lujo, o “también devolverles algún bien incautado o incluso sacar a algún miembro de su familia de la cárcel”, detalla el historiador.

Su colega Carlos Fernández Rodríguez, especializado en la historia del PCE, diferencia entre aquellas delaciones que se producen por “no aguantar las torturas” e intentar “salvar sus propias vidas” de aquellas provocadas por personas que se convirtieron “en verdaderos profesionales del soplo, que denuncian para obtener beneficios personales”.

En este último caso, la estrategia se produjo al más alto nivel, en algunos casos dentro del mismo círculo de los dirigentes. Así fue detenido y fusilado Agustín Zoroa, que había venido de Francia como máximo responsable del área de Madrid. A él y a prácticamente todo el aparato madrileño les entregó el encargado de imprentas y multicopistas, Manuel Rodríguez Antonio, alias “Gerardo el Chato”, un apodo que compartió con una saga de varios soplones. Las revelaciones de El Chato provocaron una detención en cascada de varios miembros también de Valencia, Galicia y Barcelona, donde propició la llamada “caída de los ochenta” que arrasó con el Partido Socialista Unificado de Catalunya (PSUC).

Entre los detenidos estaba Pilar “Chelín”, que advirtió de la sospecha de que en la dirección hubiera un traidor porque la policía tenía una foto suya “que no sabía de dónde la había sacado”, y otros como el responsable de propaganda de Madrid, Antonio Rey Maroño, que fue otro “Chato”. De hecho, fue detenido en la estación del Mediodía con un ejemplar de Mundo Obrero e ingresó en prisión, pero contra todo pronóstico fue puesto en libertad menos de un mes después y acabaría contribuyendo a la captura en Valencia del secretario general Vicente Pérez Galarza, a quien conocía personalmente.

Otros de los delatores a los que Hernández sigue los pasos fueron José Tomás Planas, “el Peque”, y Luis González Sánchez, “el Rubio”. El primero de ellos, que había salido del país en 1939, ostentaría varios puestos importantes y en 1946 sería seleccionado para pasar a España. La actuación de ambos, que contaban con la confianza de la dirección en Francia, propició la caída de numerosos cuadros del partido y el casi desmantelamiento de la organización de las JSU.

Pero si hubo un hombre que hizo daño al PCE desde el interior –también al PSOE, la UGT, la CNT, la JSU o la FUE– fue Conesa, cuya hoja de servicios le valió numerosas felicitaciones públicas y premios en metálico. Una de sus primeras tareas fue infiltrarse en el Socorro Rojo en la posguerra, lo que acabaría con la detención y fusilamiento de las Trece Rosas. Así consta en su expediente, que salió a la luz hace cuatro años, y que también detalla cómo Conesa fue entrenado por la CIA en Washington en sabotaje y anticomunismo y relata sus actuaciones en el PCE en 1947.

La responsabilidad del partido

Que hubiera infiltrados dentro del partido acabó sembrando la total desconfianza entre sus miembros, algo que en parte “también es lo que buscaba la policía”, esgrime Hernández, pero la actuación de la organización no ayudaba a paliar la desconfianza, de hecho era todo lo contrario. En esta época, explica Carlos Fernández Rodríguez, el PCE atravesaba un momento “de pugna y lucha por el poder, sin olvidarnos de la ambición de algunos dirigentes por controlar” el partido “desde el liderazgo personal”.

Esto provocó “una purga del disidente”, de manera que “las acusaciones de chivatos o herejes fueron frecuentes hacia todos aquellos que no seguían la línea oficial” del partido. “Los que estaban en contra de las decisiones del Buró Político en el extranjero eran directamente sospechosos”, según Fernández, por lo que el ambiente entre los militantes “fue de psicosis y caos”.

Ambos expertos coinciden en que en lo ocurrido en 1947 tuvo responsabilidad el propio partido. “El PCE tuvo un agujero de seguridad que no resolvió nada bien”, sostiene Hernández. Por un lado, hay que tener en cuenta que buena parte de los delatores identificados fueron sustitutos enviados desde la dirección de Francia en ese momento en el que el partido “se deshacía mediante purgas de camaradas experimentados” a los que esta nueva hornada de jóvenes “que parecían más obedientes” relevó.

El historiador lo explica así: “Todos estos individuos pasaban por las escuelas de formación del sur de Francia y pasaban a España a través del llamado aparato de pasos, que dependía de la Secretaría de Organización, en manos de Carrillo. Claro, ellos no revelaban sus verdaderas intenciones antes de llegar a España, pero el partido reaccionó ante este problema tarde. Además, atribuyó indicios de traición a veces a quienes no eran y contribuyó a generar mucha confusión”.

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