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The Guardian en español

La derrota de Syriza demuestra que la izquierda necesita un plan para retener el poder y no solo para llegar a él

El líder de Syriza, Alexis Tsipras, y el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, en el escenario del mitin central de Syriza en Atenas, el 22 de enero de 2015.

Gary Younge

Un día después de que Jeremy Corbyn lograra reunir los nombres de los parlamentarios que necesitaba para concurrir como candidato del Partido Laborista en la campaña de 2015, empezó a buscar votantes. “No habíamos diseñado una campaña. No estábamos organizados. No teníamos dinero”, me contó: “Todo lo que teníamos era el dinero de mi tarjeta de crédito y duró una semana”.

Consiguió mantenerse de forma que al menos un candidato defendiera el argumento de que el Partido Laborista debía oponerse a los planes de austeridad y hacer un giro a la izquierda. Nadie esperaba que ganara con este argumento: él, el primero. Sin embargo, sus mítines fueron ganando fuerza, los sindicatos se unieron a su campaña y los resultados de las encuestas empezaron a decantarse a su favor. Lo inverosímil comenzó a parecer inevitable.

Apenas unas semanas antes de que ganara con el mayor apoyo que ha tenido un candidato en toda la historia del Partido Laborista, sus asesores le indicaron que empezara a planear su victoria. Corbyn pensó que estaban tentando al destino. “No voy a estar en esa tesitura”, llegó a decirles. “Por favor, no hablemos de ello”, insistió. Todavía no podía hacerse a la idea de que su candidatura era viable y por eso tampoco podía pensar cómo gestionar su victoria. Casi se podría decir que él era la última persona que se tomaba en serio su candidatura, lo que tal vez contribuyó al caos inicial cuando fue designado líder.

Este recorrido de antagonismo, euforia, conmoción y negación que culminó en una victoria sobria ilustra la situación de los últimos cinco años de las izquierdas en Occidente, desde Estados Unidos a la mayoría de países de Europa. Tras décadas alejadas del poder se han sorprendido a sí mismas, y han entusiasmado a millones de ciudadanos, con un mensaje electoral que les ha permitido ascender.

Y ahora tienen que dilucidar qué hacer con la confianza y credibilidad que los ciudadanos han depositado en ellas. Antes tenían la función de defender ciertos principios, ahora tienen el poder. Han desarrollado una estrategia para ganar y tienen que demostrar que tienen una estrategia para liderar y gobernar.

Es por este motivo que la derrota de Syriza en Grecia es tan significativa. Tras cuatro años y medio en el poder, el otrora partido de izquierda radical liderado por Alexis Tsipras perdió frente al partido de centro derecha Nueva Democracia, dirigido por el descendiente de una dinastía política griega. Presidente de un país que muestra un crecimiento anémico y abandonado por los jóvenes en las urnas de unas elecciones marcadas por la caída en la participación, Syriza parece haberse convertido en el tipo de líder que precisamente quería reemplazar.

La victoria del partido en enero de 2015 fue un punto de inflexión de una transición enérgica hacia la izquierda en la política occidental, que dio respuesta a la crisis financiera y a la austeridad.  “Grecia ha pasado página”, afirmó Tsipras en la noche de las elecciones: “ha dejado atrás la austeridad destructiva, el miedo y el autoritarismo. Deja atrás cinco años de humillación y dolor”.

En julio de 2015, Grecia celebró un referéndum que rechazó de plano los términos de las duras condiciones de rescate que le habían impuesto la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional.

Antes de que terminara el año, Corbyn lideraba al Partido Laborista en Reino Unido, el Bloque de Izquierda había duplicado su voto en Portugal y apoyaba un gobierno socialdemócrata, Syriza ganó otra elección, y Podemos, el nuevo partido de izquierda radical en España que surgió a partir de los movimientos de protesta de los indignados obtuvo el 21% de los votos y amenazó con ganar posiciones al principal partido de izquierdas, el PSOE. El año siguiente comenzó con el candidato socialista demócrata de Estados Unidos, Bernie Sanders, logrando un empate virtual con Hillary Clinton al inicio de la campaña de las primarias del Partido Demócrata.

Un ciclo electoral después de esa primera victoria de Syriza, esta tendencia hacia una izquierda más insurgente ha demostrado su viabilidad pero también su vulnerabilidad. Se ha mantenido, aunque a un ritmo menor, en diferentes países y con diferentes niveles de impacto. En algunos países, como en Francia y en los Países Bajos, ha conseguido eclipsar a los partidos de centro izquierda. En otros, como en Finlandia, ha permitido la formación de una coalición. Y en otros, como Dinamarca y Suecia ha propiciado gobiernos de minoría.

En Gran Bretaña, los laboristas obtuvieron votos y escaños, pero no poder. Han tenido algún que otro revés (el apoyo a Podemos ha caído) y omisiones (desde el punto de vista del electorado, hay pocos signos de vida de izquierda en Italia o muchos cambios en Alemania). Hay que señalar que el avance de la extrema derecha es todavía más relevante.

Grecia es un país donde la izquierda sí ha gobernado. Y algunas de las lecciones de la derrota de Syriza son inherentes al país: una economía relativamente pequeña, condicionada por el hecho de estar en la eurozona. Sin embargo, podemos señalar tres lecciones importantes que sí debe tener en cuenta cualquier partido de izquierda que aspire a hacerse con el poder.

En primer lugar, solo debe proponer una agenda para terminar con los intereses los poderosos si realmente tiene una estrategia para combatirlos y la intención de defenderla con uñas y dientes. Lo cierto es que una vez se hizo evidente que la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional harían caso omiso al resultado del referéndum que evidenciaba que los griegos rechazaban las condiciones de rescate, Syriza se doblegó. Incapaz de plantar cara a sus acreedores, se unió a ellos, y llevó a cabo todos los recortes, privatizaciones y aumentos de IVA. Y todo a pesar de que los ciudadanos lo habían elegido para que se opusiera a estas medidas.

Según la versión de Yanis Varoufakis, ministro de economía en aquel momento, el gobierno griego podría haber seguido otras estrategias, aunque pronto se dio cuenta de que Tsipras no tenía ninguna intención de considerarlas. No había garantías de que hubieran tenido éxito, pero una vez que abandonaron su propia agenda el fracaso estaba asegurado. En cualquier caso, la derrota de Syriza no ha sido tanto un fracaso de las políticas de izquierda, que nunca llegaron a aplicarse, como de una estrategia electoral de izquierda que no tenía un plan B para los obstáculos predecibles a los que se tendría que enfrentar.

En segundo lugar, es importante reconocer que a pesar de una victoria y como consecuencia de la globalización neoliberal, ganar unas elecciones no confiere poderes ilimitados. No importa a quién votes, el capitalismo siempre conseguirá entrometerse directa o indirectamente. Aunque el Estado-nación sea el lugar donde resida la legitimidad democrática, solo es un actor más entre muchos, como los comerciantes de divisas y las organizaciones internacionales. Con tu voto no lograrás salir de este sistema.

De hecho, los líderes europeos le enviaron este mensaje a Grecia de forma explícita y en más de una ocasión. “No se puede permitir que las elecciones cambien un programa económico de un Estado miembro”,  le espetó a Varoufakis el ex ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schäuble. El presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, señaló que “no puede haber una opción democrática contra los tratados europeos”. Esto no significa que la izquierda deba renunciar a hacer política electoral. Sí supone que debe recolocar sus expectativas sobre lo que se puede lograr y quién tiene el poder.

Por último, y como consecuencia de lo anterior, la única estrategia de la izquierda no puede ser electoral. Muchos de los principales avances sociales y políticos, desde los derechos civiles, los derechos de los trabajadores, el feminismo e incluso la propia democracia, comenzaron como movimientos sociales para distribuir y democratizar el poder. Los políticos profesionales los convirtieron en ley. Pero fue necesaria una coalición entre lo electoral y lo social para hacerlos realidad. El poder, más que nunca, necesita a los movimientos sociales para que todo avance sea sostenible. En sólo cuatro años, la izquierda ha creado un espacio electoral y político que no creía posible. El hecho de que pueda mantener ese espacio depende en gran medida de lo que construya sobre él.

Traducido por Emma Reverter

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