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Memoria histórica desde otro enfoque

Silvia Erice

Psicóloga, terapeuta familiar. —

En España seguimos hablando de la memoria histórica basándonos en la experiencia que cada uno ha recibido de su entorno familiar en función del bando que eligió o le tocó vivir en la guerra civil, y en función de cómo y dónde vivió la post guerra.

Los psicólogos nos encontramos muchas veces en la consulta síntomas, patologías, sufrimientos actuales en las relaciones familiares o en algunos de sus miembros que tienen su origen y se retroalimentan en traumas vividos en generaciones anteriores. Entre ellos están los traumas de la guerra y la postguerra. Los niños de hoy, los jóvenes o los adultos pueden tener comportamientos sintomáticos a través de los cuales revelan algún sufrimiento suyo y, muy a menudo también, un sufrimiento más o menos escondido de otro u otros miembros de su familia. Los niños captan y absorben como esponjas sufrimientos, tensiones enquistadas, habladas o no habladas, que están vinculadas a acontecimientos actuales o pasados de la historia de sus padres o de sus abuelos. El niño es el depositario de un sufrimiento que no le corresponde.

Sabemos que el proceso psicológico para resolver un trauma transmitido trans-generacionalmente necesita siempre el reconocimiento de los hechos que traspasaron la frontera de lo asimilable psíquicamente. Para que las víctimas puedan salir de la posición de víctimas, para que puedan liberarse del peso de los actos cometidos contra ellas, no necesitan ni que se les pida perdón ni el arrepentimiento de los verdugos. Necesitan, sin embargo, el reconocimiento de los hechos infligidos por parte de sus verdugos. Basta con que éstos reconozcan lo que hicieron y se hagan responsables de los hechos. Este reconocimiento posibilitaría iniciar el trabajo del duelo y la cura del traumatismo. Si no se obtiene el reconocimiento por parte de los verdugos, este reconocimiento tiene que otorgarlo la sociedad -el Estado- como un tercero, que de esta manera velaría por la recuperación de las víctimas.

Es necesaria una memoria colectiva de la historia, de los actos cometidos, de los trastornos ocasionados, de las vidas perdidas para que las víctimas dejen de ser víctimas y recobren el estatus de sujetos.

En España esto no se ha hecho. Por este motivo no se pueden cerrar las heridas de la Guerra Civil ni de la dictadura de Franco. Todos sabemos que en la guerra hubo muertos y asesinatos en los dos bandos. Fue una guerra más horrenda que otras, si cabe, por ser una guerra fratricida y por este motivo el daño es todavía más profundo.

Sólo el bando ganador pudo despedirse de sus muertos al enterrarlos y realizar los rituales que inician el duelo. Posteriormente pudieron hablar de sus muertos, recordarlos, celebrar aniversarios, tanto en la intimidad familiar como en sociedad.

Ellos cerraron sus heridas. Pudieron pasar página.

No así los perdedores. Muchos de ellos no pudieron hablar de sus muertos, enterrarlos ni celebrar aniversarios porque no sabían donde estaban y si lo sabían, no podían darles sepultura porque tenían miedo. No pudieron iniciar el duelo y , por lo tanto, se transformó en un “duelo congelado”.

Esto significa que psíquicamente queda un hueco, un agujero, un vacío, algo no digerido, no elaborado, enquistado, que impide cerrar la herida. Y cuando un sufrimiento, un dolor, un duelo no se resuelve se transmite a través de las generaciones y se manifiesta en síntomas de muy diversa índole. Estos síntomas son la punta de un iceberg. Hay que tratar de comprender, de sacar a la luz lo que esconden. Hay que descodificar su significado para que dejen de estar activos produciendo dolor, patologías o incitando a actuar sin reflexión.

Es por eso fundamental encontrar el eslabón perdido en la memoria histórica de España. Este eslabón es el reconocimiento de lo que pasó en la guerra y después de la guerra. Sólo de esta manera se podrán cerrar las heridas definitivamente.

No se trata de reconciliar a unos y otros, a un bando y a otro. Se trata de permitir que afloren las divergencias entre ambos lados y mostrar que éstas puedan expresarse en palabras que no desencadenen actos mortíferos. Solo de esta manera se abriría la posibilidad de dar un hueco a la petición y al ofrecimiento del perdón.

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