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Ofensas rutinarias

La Diada de 2014 en Barcelona.

Gabi Martínez

Hace unos días, el escritor Sergio del Molino recomendaba a los catalanes “tener cuidado al nombrar figuras históricas”, refiriéndose a los muchos defensores de desobedecer al Estado español que han comparado esta postura con la que adoptara la mujer negra Rosa Parks cuando rompió con una ley discriminatoria en Alabama.

“Nos preguntamos -continúa Del Molino en su artículo- en qué sentido un catalán del siglo XXI puede sentirse con respecto a España como un negro del sur de Estados Unidos con respecto a las leyes segregacionistas”. En lugar de preguntárselo a un catalán del siglo XXI, Del Molino se responde él mismo con un símil burlón antes de afirmar que esos catalanes no distinguen “entre los funcionarios y políticos del Estado español y el Ku Klux Klan”.

La comparación, que no valora el fondo común de ambas protestas, puede ser buena estrategia para ridiculizar a los que no piensan como tú pero sin duda contribuye a echar más leña al fuego, si bien Del Molino, al final de su artículo, invita a todo el mundo a la calma.

Es evidente que el fondo común entre Rosa Parks y algunos catalanes es la firme sensación de agravio -las razones de esta sensación merecerían artículo aparte- y la voluntad de desobedecer pacíficamente al poder que no está atendiendo a las reivindicaciones de un enorme grupo de ciudadanos.

No, no se puede comparar a unos señores “que pasean por la Diagonal de 2017” -o por la avenida del Carrilet de Hospitalet de Llobregat, añado yo- con los negros de Alabama a principios del siglo XX; ni la experiencia de los homosexuales veintañeros de Madrid o Barcelona puede compararse con la de los de Irán; ni las mujeres a las que sus parejas maltratan sibilinamente con las que reciben palizas sistemáticas. Claro que no se puede comparar. Pero en todos los casos el agravio existe, sólo los distingue el grado, y en cada uno de ellos los ofendidos buscan símbolos -un arco iris, una mano abierta, una desobediente mujer negra- en los que apoyarse para que las reivindicaciones se entiendan mejor. La pregunta es quién tiene la regla para medir agravios.

Del Molino ofrece una medida al resolver el descontento actual en Catalunya insinuando que esa comunidad “convierte ofensas rutinarias en agravios que reclaman venganza”. Y después vuelve a Alabama para sentenciar que “deberíamos abandonar los símiles ridículos”, haciendo gala de un paternalismo y un adjetivo que pueden pasmar a personas como mi madre, por ejemplo, que vino a Barcelona desde la España vacía tan bien retratada por Del Molino en un libro y que hoy, a septiembre de 2017, entiende muy bien por qué muchos amigos suyos quieren emular a, singular y especialmente, Rosa Parks.

Explorar el efecto que pueden causar en las personas las “ofensas rutinarias” y, como mínimo, disminuir la frecuencia de las mismas sería una actividad estupenda para España y Catalunya. ¿Un posible ejercicio? Evitar el uso de twitter o facebook para volcar lugares comunes que estigmatizan a personas de otras regiones o aportar informaciones sesgadas. ¿Otro? Animar a Del Molino a escribir sobre Catalunya con el mismo cuidado y respeto que mostró en La España vacía.

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