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Carlos Saura diluye tiempo y espacio en “Flamenco-India”

Carlos Saura diluye tiempo y espacio en "Flamenco-India"

EFE

Valladolid —

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Miles de kilómetros separan la campiña andaluza de la sinuosa orografía del Rajastán, distancia y accidentes que Carlos Saura ha diluido a través de la música y danza en su espectáculo “Flamenco-India”, estrenado hoy en Valladolid y donde insinúa la ascendencia hindú del cante y baile flamencos.

Toda la carga poliédrica de Saura (Huesca, 1932) queda condensada en una propuesta que, además de su variante artística, rezuma ensayo, investigación, pintura desde una escenografía sobria y una narración en imágenes próxima a la técnica cinematográfica que tanto ha prodigado en su última etapa al servicio de la música de raíz.

Alquimista contumaz -el flamenco ya centró en 1955 su primer cortometraje-, Saura ha vuelto a cavilar sobre sus orígenes al centrarse en la savia gitana, una de las tres que lo han nutrido junto a la árabe y la hebrea, y para ello se ha remontado en la historia hasta encontrarse en Rajastán, de donde inicialmente fluyeron los zíngaros que durante siglos erraron por Europa.

“Flamenco-India”, producida por el Teatro Calderón de Valladolid, con la participación de una treintena de músicos y bailarines, es el resultado de esa teoría que el escritor y cineasta ha fraguado mediante una secuencia de cuadros escénicos, donde, de forma alternativa, se relevan el flamenco y la danza indias.

A medida que avanza el espectáculo, en un premeditado juego de espejos, el espectador advierte las analogías rítmicas, instrumentales, de indumentaria y expresión corporal entre una y otra hasta verlas fundidas, sin estridencia, en piezas donde un bailarín flamenco comparte una misma danza con una india.

En esas idas y venidas se perciben con nitidez las similitudes entre las castañuelas y el kartal, entre el cajón y el dholak, la guitarra y el sitar, y apenas se distingue el desgarro, el arrebato o el quejío en voces de parecida modulación y entonación.

Poesía en movimiento declaman los bailarines con sus cuerpos en giros, movimientos, pasos y miradas convertidos en versos para expresar a un tiempo el lamento de un pueblo nómada y hostigado, y la alegría con la que han enfrentado su destino, todo ello visible en danzas donde la figura humana emerge desde el suelo y se retuerce para reflejar los pliegues de unas vidas sinuosas y volubles.

La mudrás, una modalidad de poesía gestual hindú, se confunde con el baile flamenco en danzas que revelan en ambos casos un origen sagrado, ritual, de vínculo con la naturaleza e incluso de defensa como pueblo con resonancias marciales que Saura desliza con los Chau y Kalaripayattu del Rajastán, y el baile de bastones gitanos.

En refuerzo de su tesis, el director echa su cuarto a espadas e intercambia en algunos números los papeles cuando el cuadro de baile asiático danza al son de una voz y guitarra gitanas, y, en sentido inverso, los bailaores se mueven al compás del kartal, dholak, wapang, morsing y flauta, según los casos.

El simbolismo y la energía espiritual crecen a medida que avanza un espectáculo donde también quedan acreditados los rasgos que han permitido a la raza gitana subsistir con el paso de los siglos: el respeto a los mayores, la jerarquía, el sentido gregario y la férrea aceptación de sus normas y costumbres.

La alegría en medio de la nada, al borde del abismo, es otra de las lecturas de “Flamenco-India” a partir de coreografías que insinúan los corros nocturnos alrededor del fuego, una reja fingida donde dos novios calés “pelan la pava”, un campamento gitano y un pasodoble bailado en cualquier cantina de pueblo.

La apoteosis escénica, equivalente a la síntesis que plantea Saura en este ensayo, sobreviene en el cierre con todos los bailarines y músicos moviéndose al son de “La Tarara”, como símbolo de una emulsión cuajada desde un paralelismo ya sugerido desde el propio lema del espectáculo.

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