Nápoles y la Costa Amalfitana: una semana recorriendo el sur más auténtico de Italia

Procida (Nápoles).

Jara B. Gavín

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Nápoles es una ciudad para vivirla, para pasearla, para sentirla y, si es posible, tratar de comprenderla. Con frecuencia eclipsada por otras ciudades mucho más monumentales o indiscutiblemente bellas del país mediterráneo, es complicado que este diamante en bruto encabece una lista de motivos por los que viajar a Italia. Sin embargo, sus perfectamente desvencijados edificios, el carácter de sus habitantes o esa postal formada por hileras de ropa tendida entre angostos callejones, a cuyos pies descansan cientos de coches y motos aparcados sin orden aparente, son capaces de embelesar hasta al más experimentado viajero.

Pasear sin rumbo definido por los laberínticos aledaños de Spaccanapoli, una de las tres arterias principales de Nápoles, es prácticamente lo único que hay que hacer para empaparse del ritmo de la ciudad. Dejarse llevar por la algarabía de transeúntes, camareros siempre con prisa, comerciantes o fieles que visitan las múltiples iglesias y altares del centro de Nápoles es como adentrarse en una Europa atípica, en la que el caos ni molesta ni, al contrario de lo que cuentan algunas de las listas de las ciudades más peligrosas del viejo continente, asusta.

Después de visitar algunos puntos de interés imprescindibles como la Capilla de San Severo y las impresionantes veladuras de la escultura del Cristo Velato que alberga en su interior, la Catedral de Nápoles, la enorme y neoclásica Plaza del Plebiscito o la bonita Basílica de Santa Clara, cuyo claustro está decorado con frescos y columnas revestidas en mayólica, es el momento de tomar perspectiva.

Para ello, nada mejor que subir al Castillo de San Telmo, desde donde se puede contemplar una de las mejores vistas de la ciudad, que desde ese punto se transforma en una impresionante y preciosa maqueta de tonos pastel en la que el Monte Vesubio destaca como desde ningún otro lugar.

Para regresar al centro de la ciudad, un paseo por Il Quartere Spagnolo, con sus animados restaurantes y pizzerías, mercados de productos típicos y, de nuevo, ropa tendida por todas las esquinas, supondrá el broche de oro a un par de días que siempre pueden estirarse si se visita alguno de los interesantes museos de la ciudad, como el Museo Arqueológico Nacional o el curioso Museo de Arte Contemporáneo Donnaregina.

El volcán más peligroso del mundo

Si se han pasado un par de días en la ciudad, habrá resultado imposible no fijar la mirada –probablemente, decenas de veces– en el impresionante Vesubio, considerado el volcán activo más peligroso del mundo por estar rodeado de una población de más de tres millones de habitantes.

Su visita es prácticamente obligada y es una de las imágenes más dramáticas que nos dejará este viaje por el sur de Italia: fumarolas, laderas de lava negra y un tremendo y perfecto cráter que harán las delicias de los viajeros más aventureros.

La visita al Vesubio y al Parque Nacional en el que se ubica se puede hacer por libre o en excursión guiada y, aunque llegar hasta su cono no implica una gran dificultad o exigencia física, si se quiere admirar el panorama desde otros ángulos –algo muy recomendable– sí que será obligatorio estar acostumbrado a las excursiones por montaña.

Los restos de la tragedia

Antes de partir rumbo al sur, existen dos lugares imprescindibles, en los alrededores de Nápoles, que reflejan la magnitud de la triste tragedia que supuso la erupción del Vesubio en el año 79 d.C.

Cuando la tierra comenzó a temblar, en el pequeño pueblo de veraneo de Herculano nadie creyó que, instantes después, ríos de lava y furiosas nubes de fuego y cenizas acabarían con la vida de todas las personas de la ciudad.

El estado de conservación de Herculano es verdaderamente increíble y puede resultar incluso perturbador para algunos visitantes, pero su visita es de obligado cumplimiento para cualquier amante de la historia.

La vecina Pompeya, tal vez más famosa por el tamaño total de la ruina, constituye una visita en la que resulta más que recomendable hacerse con los servicios de un guía que pueda recrear con mayor detalle el día a día de la ciudad romana, ya que los restos no están tan bien conservados como los de Herculano, si bien por la magnitud de sus dimensiones, resulta igualmente impresionante.

Una isla de película

De entre todas las islas que se bañan en la Bahía de Nápoles, Procida es, además de la más accesible –se puede llegar a ella en menos de una hora cogiendo un ferri rápido en la propia Nápoles–, una de las más bonitas.

Procida fue, en 1994, escenario de la película El Cartero y Pablo Neruda, lo que comenzó a aumentar su fama y, por ende, el número de visitantes que se acercaban a visitar los apenas cuatro kilómetros cuadrados sobre los que se extiende esta isla de colores pastel y rincones en los que llevarse a casa la más perfecta de las postales.

La isla es también un buen lugar donde comer pescado fresco, que llega todas las mañanas a los pequeños puertos para deleite de los visitantes que comienzan a llenar las estrechas calles de sus pueblos con la llegada del primer ferri de la mañana.

Si se quiere disfrutar de la experiencia más auténtica es recomendable hacer noche en alguno de los coquetos alojamientos de la isla y poder así disfrutarla cuando el grueso de visitantes ha embarcado de vuelta al continente.

Los pueblos más bonitos de la Costa Amalfitana

Este viaje por el sur de Italia termina en la preciosa Costa Amalfitana, vertebrada por una carretera de vértigo –tanto por su sinuosidad como por el caótico conducir de sus vehículos– que conecta el colorido Vietri Sul Mare con la Península de Sorrento.

Ningún pueblo de la Costa Amalfitana puede resultar feo o decepcionante aunque, sin bien la fama suelen llevársela el propio Amalfi o el más lujoso –y muy caro– Positano, en nuestra hoja de ruta no debería faltar un paseo matutino por el mercado de pescado de Vietri Sul Mare, una parada en el pequeño y marinero pueblo de Cetara o un desvío en el camino para acercarse a Sorrento.

En este pueblo colgado de la montaña, desde el cual las vistas de la Costa Amalfitana y su serpenteante carretera hacen plantearse cómo ha sido posible circular por semejante acantilado, hay una visita imperdible que, probablemente, quedará guardada para siempre en la memoria de quien la visite.

Se trata de Villa Rufolo, un impresionante enclave rodeado de utópicos jardines que desaparecen sobre el mar, en la que destaca una enorme torre construida en el S. XIII.

En Ravello se celebra, cada verano, un festival de música y arte que conmemora la visita de Richard Wagner hizo a la ciudad en 1880, momento en el cual quedó prendado de la belleza morisca de Villa Rufolo, cuyos conmovedores jardines hoy forman parte de los escenarios principales del festival veraniego.

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