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Un minuto de silencio por los tiempos de Maricastaña

Antonio Orejudo

Este domingo se han cumplido 30 años de la primera victoria del PSOE. Algunos de los que están leyendo estas líneas no habían nacido en 1982, y no me creerán si les digo que votar al PSOE en aquellas elecciones tuvo algo de radical. Sí, no os riáis, tuvo algo de radical. De verdad. Tened en cuenta que acabábamos de sufrir un esperpéntico golpe de Estado, y que todavía no se nos había ido el miedo del cuerpo. Tened en cuenta que en aquella época podían darte una paliza por llevar una chapita de OTAN NO. Tened en cuenta que la mayoría de los políticos en activo —los padres de los actuales dirigentes del PP— soltaban caspa franquista, y no se sentían nada cómodos con los controles de la democracia. Votar a aquel PSOE significaba mandarlos a todos casa. ¿A quién no le gustaría hacer eso hoy? ¿A quién no le gustaría mandar a casa al tóxico Gallardón y a sus tasas? Bueno, pues aquella vez lo conseguimos.

No estoy echando en falta al PSOE, ni siquiera tengo nostalgia de aquel PSOE, que resultó ser —como su líder— un fraude colosal, un engaño devastador para la democracia y también para la izquierda, que desde entonces anda perdida. Todo lo contrario: la derrota del PP y la regeneración del sistema pasa inexorablemente por la desaparición del PSOE tal y como lo hemos conocido hasta la fecha. Por eso, ante la ambiciosa ceguera de Rubalcaba, empeñado en salvarse a sí mismo y a los suyos a costa de su partido, me pregunto si este hombre no será en realidad un topo del PP, empeñado en retrasar a toda costa la imprescindible voladura de un partido en ruinas.

Lo que echo en falta es la sensación que teníamos en el 82 de que soltábamos lastre, de que nos desembarazábamos definitivamente de lo viejo para entregar el gobierno a un grupo de jóvenes nacionalistas, como los llamó la CIA; a unos chicos sin experiencia, pero con el desparpajo y el poder necesario para cambiar las cosas. No cambiaron nada, o cambiaron muy pocas cosas, pero no estoy hablando de eso, sino del estado de ánimo que nos llevó a votarlos hace 30 años. Un estado de ánimo sin atisbo de temor o desesperanza. Eso es lo que echo de menos. Eso, y una figura como la Felipe González —antes de que revelara su verdadera naturaleza de lagarto—, capaz de encarnar y de llevar a la práctica aquel rabioso y radical deseo de cambio.

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