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Referéndums que carga el diablo

Mariola Urrea Corres

Profesora Titular de Derecho Internacional Público de la Universidad de La Rioja —

Desde su ingreso en la Unión Europea, la relación del Reino Unido ha estado definida por una marcado pragmatismo. Baste recordar el Give my money back! de Margaret Thacher como expresión de un compromiso con Europa siempre que éste resultara económicamente rentable para Reino Unido. De hecho, la consecución del conocido «cheque británico» no fue sino el mecanismo de compensación económica que la Unión Europea otorgó al Reino Unido por el escaso retorno económico que le generaba una Política Agrícola Común que consumía la mayor parte de los recursos del presupuesto europeo.

Con posterioridad al desencuentro descrito, el compromiso del Reino Unido con Europa ha exigido nuevas concesiones que todavía permanecen vigentes. Es el caso de las cláusulas de «opting-out» en el ámbito monetario y en el de la libre circulación de personas o la excepción a las obligaciones de la Carta de Derechos Fundamentales. Con todo, la pertenencia del Reino Unido a la Unión no sólo ha implicado aceptar exigencias que este país entendía incompatibles con sus propios intereses nacionales, sino que, en ocasiones, ha podido conllevar —afortunadamente con poco éxito— un veto al avance del proyecto de integración en ámbitos como el de la gobernanza económica o, incluso, la unión bancaria.

De lo descrito, parece claro que la Unión Europea, como proyecto de federación supranacional, nunca ha encontrado en el gobierno del Reino Unido, ni tampoco en su propia ciudadanía, el apoyo que ha cosechado en otros Estados. Se trataba, más bien, de una relación interesada en la que unos y otros se aprovechaban mutuamente de las ventajas que implicaba estar dentro de la Unión, modelando a la carta algunas de la obligaciones que el compromiso de integración implicaba.

No se le escapa a nadie que la manera en la que el Reino Unido ha construido su relación con la Unión Europea ha incidido directamente en la configuración política del proyecto, al erosionar de forma significativa el modelo de integración unitaria sobre el que se asienta. De igual manera, parece claro que el proyecto europeo, en los términos definidos, sería insostenible si otros Estados miembros quisieran reivindicar para sí la pauta de comportamiento británico.

Las cuestiones aquí planteadas invitan a un ejercicio de prospectiva sobre otros métodos y modelos de integración diferenciada que resultan especialmente atractivos desde un planteamiento académico. Sin embargo, el desafío que supone el resultado del referéndum que tendrá lugar el 23 de junio en torno a la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea nos interpela, con más urgencia, acerca de cuestiones más primarias, pero que sin duda resultan políticamente estratégicas.

De hecho, parece razonable pensar que cuando David Cameron suscitó la posibilidad de plantear un referéndum sobre la pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea imaginó que este instrumento de democracia directa le permitiría, de una parte, suscitar en la Unión Europea la necesidad de negociar una mejora en la posición del Reino Unido para poder así retenerlo como Estado miembro y, de otra, una vez lograda dicha mejora, cerrar el debate nacional sobre la pertenencia a la Unión Europea y tomar distancia electoral de aquellos que pudieran ser sus competidores dentro y fuera de su partido. Veremos si calculó bien el riesgo de la iniciativa y el impacto sobre su carrera política.

Los ciudadanos del Reino Unido se pronunciarán el 23 de junio y decidirán si desean permanecer en la Unión Europea. Lo harán tras una campaña muy intensa en la que ha impactado de forma significativa el dramático asesinato de la diputada Jo Cox. A dos días del cierre de los colegios electorales sólo nos resta señalar que nada de lo que ocurra resultará indiferente para el presente y el futuro de la Unión Europea.

Si, finalmente, los ciudadanos apoyan la permanencia del Reino Unido los mercados responderán con euforia, la tranquilidad retornará a las instituciones europeas y a las cancillerías de muchos Estados, aunque difícilmente el proyecto europeo haya salido reforzado y, tras un tiempo, podremos evaluar el impacto que supone la permanencia de los británicos en la Unión con las concesiones otorgadas. Más imprevisible resulta anticipar las consecuencias en el supuesto de que los ciudadanos del Reino Unido decidan abandonar la Unión Europea.

Sabemos, no obstante, que las bolsas abrirán a la baja, se sucederán declaraciones de alto calado político-institucional para minimizar los daños y dará comienzo un largo proceso de negociación entre el gobierno británico y las instituciones de la Unión Europea hasta acordar los términos en los que se materializará la retirada de conformidad con lo previsto en el propio Tratado de la Unión Europea. Eso sí, no es fácil aventurar ahora el impacto que este abandono tendrá sobre la estabilidad futura de la Unión Europea, ni tampoco prever el posible efecto contagio sobre otros Estados.

El viernes, cuando se conozcan los resultados del referéndum, saldremos de dudas acerca de qué desea el Reino Unido. Mientras tanto, habrá quien considere que la iniciativa del primer ministro al convocar este referéndum fue un uso perverso de los mecanismos de la democracia directa. Tampoco faltarán los que crean que, al margen de las verdaderas intenciones de quien tomó la iniciativa, el proceso es envidiable en la medida que la consulta es un ejercicio que fortalece el sistema democrático. Unos y otros puede que tengan razón. Lo que es prácticamente seguro, en cualquier caso, es que todos ellos son plenamente conscientes de los riesgos asumidos porque, sin duda, los referéndums los carga el diablo.

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