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El destrozo del Supremo

Tribunal Supremo

Elisa Beni

Hubo una época en la que un presidente de Sala era un semi dios para sus propios magistrados. Presidentes hubo que cortaban la respiración de sus jueces cuando hablaban de derecho o cuando presidían una vista. Plenos de auctoritas y también de conocimientos jurídicos y de experiencia, marcaban impronta, hacían escuela y ejercía su poder. Los jueces son independientes y no tienen jefes; no reciben órdenes. Los mecanismos de su magisterio eran más sutiles y, en caso de que fallaran, también podían usar los instrumentos que la ley les deja en la mano para ejercerlo. Entre otros, su poder reside en la facultad de avocar a pleno el asunto que así decidan. La decisión presidencial, sin discusión posible, de retirar un pleito al tribunal encargado de decidir sobre él y hacer que sea la totalidad de magistrados de la Sala los que decidan sobre el mismo. Un poder que no es mediano. Los presidentes de ese tiempo mitológico del que les hablo conocían lo que sucedía en sus salas, veían venir las desavenencias, podían detectar las posturas unilaterales o bien deseaban querer imponer su propio criterio jurídico. Nunca hubieran convocado un pleno para no ganarlo. Desarrollaban todo un sutil mecanismo destinado a conocer de forma más o menos aproximada cual era el pensamiento jurídico de sus jueces y un cálculo de fuerzas para saber a priori cual sería el resultado de avocar el tema al escrutinio plenario.

Esa potestad y esa habilidad fueron rápidamente detectadas por el poder político. Ese es uno de los motivos por los que los partidos gobernantes encontraron la forma de poder nombrar de forma discrecional a los presidentes que preferían. Incluso hallaron vericuetos para quitarse de en medio a los que no querían -algún día les recuerdo cómo forzó el PP a volver al TS al presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, Siro García-. Todo esto viene al caso para que se entienda hasta qué punto es anómala, más allá del escándalo espontáneo generado, la decisión del presidente de la Sala III del Tribunal Supremo de avocar a pleno el asunto de las hipotecas ahora. Lo cierto es que, si existía un problema de divergencia de criterios, Luis María Díez-Picazo debería de haberlo elevado al pleno antes de que se produjera la decisión que ha hecho felices a millones de españoles durante menos de 24 horas. Un presidente que sabe que uno de sus tribunales va a tomar una decisión que altera la postura jurisprudencial de su sala y de rebote hasta de otras, debería de haber tenido los reflejos de ejercer de presidente. ¿Por qué no lo hizo entonces? ¿Por qué ha sometido al más alto tribunal al escándalo de enmendarse la plana en menos de un día dando una marcha atrás escandalosa que deja al descubierto muchas de las vergüenzas del Tribunal Supremo?

Más allá de la cuestión concreta, esta decisión inaudita y que jamás se había producido, deja al descubierto la degradación institucional a que ha sido sometido el máximo órgano jurisdicción del Reino de España. Y es que, como voy a intentar explicarles, el problema del Tribunal Supremo actualmente ya ni siquiera puede medirse en términos de politización de sus miembros o de obediencia partidista. Eso es una explicación poco real de problema al que nos enfrentamos. El Tribunal Supremo sufre de algo aún peor, sufre de nepotismo, de amiguismo, se ha convertido en un coto de familias judiciales y de individuos que se deben favores, el primero de ellos el de haber sido promovidos a él. Todo esto sea dicho con el establecimiento de honrosas excepciones.

Díez-Picazo lo ha hecho rematadamente mal y el camino para enmendarse que le han marcado va a ser aún peor. Lo ha hecho pésimamente y lo cierto es que a nadie puede sorprenderle porque ¿quién es Díez-Picazo más allá del amigo de Lesmes? Su nombramiento como magistrado del quinto turno -procedente de la docencia y no de la judicatura- ya fue un favor inicial de Lesmes, pero su designación como presidente de la Sala Tercera arrebatándole su prórroga de mandato al prestigiosísimo José Miguel Sieira rozó límites de escándalo inauditos. El nombramiento del hombre que ahora paraliza los recursos y avoca a pleno el asunto de las hipotecas, costó los votos particulares de los vocales que se negaron a nombrarlo frente “al candidato que realmente brillaba con luz propia por su brillante gestión” que era Sieira. Tal fue el escándalo interno que magistrados denunciaron la presión ejercida por Lesmes sobre los vocales para conseguir el nombramiento de su protegido, provocó que el nombramiento fuera impugnado y que, incluso, se hiciera llegar el asunto al relator de la ONU. Al flamante presidente poco le importó todo eso y muy pronto demostró la fidelidad a la mano que lo alimenta cuando rechazó admitir una demanda contra el propio Lesmes por sus manejos en el CGPJ, alegando que “esta sala debe ser deferente con el Consejo”. Deferente. La Sala llamada a controlar debe ser deferente con el controlado.

Sieira era un bastión que batir por el presidente del CGPJ, entre otras cosas porque existían fuertes tensiones respecto a la forma en la que consideraban que la Sala Tercera debía ejercer su control respecto a las decisiones del propio Lesmes, del Consejo y del Gobierno, así que sacaron al obstáculo de la presidencia y no le dejaron seguir ni como presidente de sección. Fue relegado a simple magistrado.

El amigo de Lesmes no se ha enterado de lo que se cocía en su Sala o si se ha enterado no ha sabido manejarlo. Raro es, de todos modos, que no supiera nada porque el voto particular contrario a la decisión de atribuir el impuesto a los bancos ha sido, ni más ni menos, que de Dimitry Borboroff, casi recién llegado a la Sala Tercera tras otro empeño personal y tortuoso del propio Lesmes. Así que, si las cadenas de amigos, conocidos y reconocidos no fallan, ambos deberían de haber sabido que esta decisión novedosa y que cambiaba toda la jurisprudencia podía producirse.

Todo esto lo cuento sólo para dejar constancia del problema real para nuestro Estado de Derecho que late tras la constante pérdida de credibilidad y de calidad jurídica del Tribunal Supremo. La cuestión de las hipotecas deja al descubierto unas vergüenzas que cuando se relatan muchas veces en relación con cuestiones como las anomalías procesales del Caso Procès, son rebatidas con un gesto agrio y patriótico. El episodio del impuesto de las hipotecas responde a la misma pendiente de desprestigio, de destrozo, de escándalo por la que lleva tiempo deslizándose el máximo tribunal. Un poder omnímodo en manos muy privadas. Porque ¿quién controla ahora mismo al controlador de todos si no es él mismo? ¿qué responsabilidades tiene y ante quién las rinde si no hace bien su trabajo sino ante sus propios miembros? Excepto que sean los poderes fácticos los únicos con posibilidad de hacerles recular como estamos viendo.

Y no echen la culpa infantilmente ni a las reminiscencias franquistas, como hacen muchos a veces, ni siquiera a los partidos. Ya han visto que analizar lo que sucede cada vez se parece más a Falcon Crest que a la crónica de tribunales. Y no, no hay ninguna conspiración para desprestigiar al Tribunal Supremo como van contando. Ya ha quedado claro que no hace ninguna falta. No necesitan a nadie. Son perfectamente capaces de desprestigiarse ellos solos.

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