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Por qué la Unión Europea no es independiente

Javier Couso y Lara Hernández

Candidatos de IU-La Izquierda Plural a las elecciones al Parlamento Europeo —

Tras varias semanas de frenética actividad, los partidos políticos están cerrando una campaña electoral planteada como respuesta a la crisis del proceso de integración europeo. Todos ellos, sin excepción, han tenido que afrontar la realidad de que la crisis económica, social y política que vivimos, es consustancial a esta Unión Europea. Lo han hecho, eso sí, desde perspectivas radicalmente diferentes. Por un lado, los partidos del régimen han intentado por todos los medios no hablar del elefante en la habitación. Su objetivo ha sido desmovilizar al electorado y pasar página rápidamente. Otras organizaciones, comenzando por Izquierda Unida, han buscado hacer frente al problema, denunciando y proponiendo alternativas ante una situación que está llevando a la miseria a millones de personas en Europa. Aspectos como el paro, el desempleo juvenil, el aumento de la brecha salarial entre hombres y mujeres y el incremento de las diferencias sociales, son responsabilidad de un régimen político, el bipartidismo español, inscrito sin remedio en el modelo de integración europeo.

Dentro de la estrategia del bipartidismo, poco se ha hablado de las causas de la crisis europea y de sus posibles salidas en el marco de los cambios en el orden geopolítico mundial. Se trata de un punto muy sensible, ya que condiciona la capacidad de reacción de los pueblos de Europa y los deja en manos de unas élites que sólo en contadas ocasiones piensa en ellos. Ese marco estratégico siempre ha estado en la mente de los grupos de poder de nuestros países, conscientes de su importancia para mantener su posición. En este sentido, la llamada 'relación transatlántica' ha jugado un papel fundamental. La historia de la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial ha sido, hasta nuestros días, la de un objeto del poder político, económico y militar de Estados Unidos.

La primera iniciativa en esta dirección iba destinada a crear las condiciones para el aterrizaje de las empresas estadounidenses en Europa, expandir el uso del dólar y evitar que los países europeos se volcaran en el comercio con sus antiguas colonias, como habían hecho tras la Gran Guerra. La idea maestra de los norteamericanos fue la de poner en marcha el denominado Plan Marshall, un conjunto de transferencias financieras condicionadas que actuaban como un arma de dominio político. Es interesante observar que el primer antecedente de la Comunidad Económica Europea, la Organización para la Cooperación Económica Europea (creada en 1948), fue una estructura destinada a gestionar esas transferencias.

Por otro lado, la integración de los países de Europa Occidental entró en los planes estadounidenses dentro del razonamiento geopolítico de la contención de la Unión Soviética. A partir de la firma del Tratado del Atlántico Norte en 1949, Europa no volvió a tener autonomía en asuntos militares a pesar de los intentos de la Francia de De Gaulle. Así, tras el final de la Guerra Fría la subordinación militar de Europa con respecto a Estados Unidos siguió una constante. El Tratado de Maastricht, que da forma a la actual Unión Europea, sólo se firmó después de la celebración de la Cumbre de Roma de la OTAN, de noviembre de 1991. En esa oportunidad, la Alianza Atlántica dejó de ser una estructura esencialmente defensiva y se fijó como meta la conformación de unidades más pequeñas con capacidad de reacción rápida. El papel de Europa pasaba a ser el de base de las operaciones de Estados Unidos en Eurasia, y de ahí surge la posición que hoy ocupa España, junto a otros países de la OTAN como Polonia, Rumania y la República Checa, en el “escudo antimisiles” estadounidense.

Tras el final de la Guerra Fría, el afianzamiento de la dominación de Estados Unidos sobre Europa se ha producido, paradójicamente, a la vez que esa superpotencia perdía su capacidad de influencia en el resto del mundo. Las guerras en Irak y Afganistán, la inducción de revoluciones blancas y el uso de aviones no tripulados a gran escala no son sino una reacción de los estadounidenses ante su incapacidad de ser obedecidos. Sin embargo, las élites europeas no han emprendido un camino alternativo en ese escenario. Para ellas, no se ha abierto una ventana de oportunidad para la independencia y el bienestar de sus pueblos. Y aún más preocupante que esto es la señal que envía la negociación para la creación de una Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, un área de libre comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos mediante la cual se pretende la eliminación de las barreras comerciales entre ambos espacios.

Gracias al trabajo de Alberto Garzón y Desiderio Cansino, sabemos que las barreras que se propone eliminar con la negociación son las relacionadas con la regulación de las normas de los mercados europeo y estadounidense, puesto que las barreras arancelarias entre ambos son ya muy reducidas. Ese proceso, sin embargo, es menos inocente de lo que se puede pensar a priori. En sus propias palabras, “cuando varios países abren sus fronteras para crear un mercado común de bienes y servicios se da un fenómeno de 'competencia hacia la baja' o 'carrera hacia el fondo' en el que se desploman los estándares laborales, los medioambientales e incluso los democráticos. Eso es lo que supondrá la aprobación del TLC”.

El área de libre comercio que nos proponen supondrá una oportunidad de oro para los grandes empresarios y banqueros de nuestro país. En ese mercado común transatlántico, la competitividad exigirá nuevas y más agresivas reformas laborales, una legislación medioambiental más laxa, estándares sanitarios menos exigentes, la reducción de las cargas impositivas sobre las transnacionales y menos y peores servicios públicos. En nombre de la competitividad, los países del sur de Europa tendrán que especializarse en actividades de bajo valor añadido y renunciar a sus ya limitadas capacidades industriales. Bajo la máscara de la competitividad, los poderes intentarán seguir enriqueciéndose a costa de los trabajadores y trabajadoras.

Para las élites políticas vasallas de los países del sur de Europa, la competitividad será el factor ideológico mediante el cual justificaran esta nueva vuelta de tuerca a la opresión sobre los pueblos. Pero, eso sí, sólo podrán hacerlo cuando decidan hacer pública la negociación, ya que muy pocos detalles se conocen sobre este proceso, a pesar de que se emprendió hace casi tres años, en noviembre de 2011. En esta línea, la competitividad pasa también por encima de la democracia: la propuesta de Izquierda Unida de someter a referéndum el futuro Tratado fue rechazada a principios de este mes por la Gran Coalición, conformada por PP, PSOE, UPyD, CiU y PNV.

Con matices, las élites transatlánticas siguen reproduciendo esquemas de hace más de sesenta años. Los poderosos de ambas orillas han demostrado una enorme capacidad de reproducir las relaciones de poder existentes gracias a su claridad de miras a nivel estratégico, pero también gracias al aprovechamiento de las oportunidades. En este punto, conviene recordar a Milton Friedman, principal exponente del neoliberalismo, cuando afirmaba que “sólo una crisis, real o percibida, puede producir un cambio real”, y añadía que la función de los economistas neoliberales era “desarrollar alternativas a las políticas existentes, mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se convierte en políticamente inevitable”.

Desde la izquierda, ha llegado la hora de emprender una contraofensiva a ese mismo nivel, aprovechando precisamente la crisis de la democracia representativa y del sistema turnista instaurado durante la transición posfranquista. La oposición al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos es una oportunidad clara de poner en cuestión la relación de dominación transatlántica, pero también la propia posición de las élites políticas de todo el sur de Europa. No hay que ir demasiado atrás en la historia para saber que, también para la izquierda, lo políticamente imposible puede terminar siendo inevitable. Frente al Consenso de Washington, hegemónico en los años noventa, América Latina dijo No a la firma de un tratado de similares características con Estados Unidos. En 2005, el presidente Chávez proclamó en Mar del Plata el “entierro” del ALCA, pero también señaló que ello sólo iba a ser posible si se trascendía el modelo capitalista neoliberal en todo el Sur que, tal y como decía, “no es un concepto sólo geográfico, sino ideológico y político”.

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