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La democracia paritaria: más allá de la paridad electoral

Blanca Rodríguez Ruiz

Cuando, hace poco más de un lustro, el Parlamento español aprobó la L.O. 3/2007, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, lo que suscitó más polémica e incluso dudas, pronto despejadas, sobre su constitucionalidad fue la introducción de la paridad de género en las listas electorales, una paridad flexible, definida en el margen de entre el 40% y el 60% de presencia obligatoria de cada género en dichas listas.

No fue casual tanta polémica. La paridad pone sobre la mesa el perfil masculino de la política y aborda la necesidad de feminizarla. Y lo hace proponiendo toda una redefinición del espacio público representativo, consistente en incluir en él una presencia igualitaria de las realidades y experiencias de vida de mujeres y de varones. La razón es que estamos ante realidades y experiencias de vida que desde los orígenes del Estado se definieron como dicotómicas: mientras a los varones se les vinculó a la ciudadanía activa, a la libertad y a la racionalidad imperantes en lo público, a las mujeres se nos identificó con lo emocional, lo pasivo, la dependencia y su gestión en el espacio privado de lo doméstico. Poner nuestra representación en manos de los varones equivale a otorgarles el poder de hacer valer una realidad y unos intereses, los nuestros, que son la negación de los suyos propios. Es a esta disfuncionalidad representativa, y al poder sobre las mujeres que otorga a los varones, a lo que la paridad electoral aspira a poner fin, y así lograr una representación más fielmente democrática.

Sin embargo, y como la crisis institucional que padecemos nos recuerda sin cesar, la democracia no se agota en la representación, ni ésta en la mera presencia en órganos representativos. Representar consiste en hacer presente lo ausente haciendo valer sus intereses, lo que implica, no sólo estar, sino identificar y actuar a favor de dichos intereses. Resulta llamativo que, precisamente en estos tiempos de crisis institucional, el proyecto de feminización de la política haya quedado reducido a que las mujeres “estemos”, y a que estemos en las instituciones representativas, no en los partidos, verdaderos centros de poder político que siguen siendo tozuda y marcadamente masculinos. No es casualidad que, salvo excepciones, las mujeres que logran más poder político sean las menos preocupadas por los problemas de las mujeres de a pie. Ni lo es que la paridad electoral no haya logrado influir en el perfil de nuestra política, que haya perdido su filo polémico para quedar incorporada a nuestro marco institucional como una política de género testimonial, inocua.

En estas circunstancias, la paridad electoral corre el doble riesgo de cerrar en falso la necesaria feminización de la política y de validar un sistema político caduco. No se puede feminizar la política sin reformar ese sistema. Una revitalización democrática requiere que entrelacemos ambos proyectos y avancemos hacia una democracia participativa y paritaria. Hacerlo hace ineludible emprender reformas que son ya objeto de debate social.

Para empezar, la democracia paritaria exige una reforma de la ley de partidos que revitalice su democracia interna con un compromiso paritario. Necesitamos una ley de partidos que, como las de otros ordenamientos, otorgue poder a sus bases: sometiendo ciertas cuestiones a la consideración directa de éstas, obligándoles a celebrar congresos periódicos, y a que sean sus militantes quienes en votación secreta elijan a sus delegadas/os, estableciendo mecanismos internos de rendición de cuentas políticas, exigiendo transparencia en su funcionamiento y sometiendo, en fin, su actuación a controles externos.

La democracia paritaria exige también un sistema electoral más representativo. Necesitamos más escaños a repartir a través de una fórmula electoral más proporcional, pero sobre todo necesitamos abrir las listas electorales. Un sistema de listas abiertas, siempre paritarias, facilita la comunicación entre el electorado y las/os candidatos antes y después de las elecciones, ofreciendo la posibilidad de elegir a quienes creamos más capaces de representarnos, de exigirles que cumplan sus compromisos electorales y de penalizarlos individualizadamente en las siguientes elecciones si no lo hacen. De este modo, los partidos políticos se convierten en lo que deben ser: canales de comunicación entre representantes y candidatas/os, no depositarios de la voluntad política de los primeros. Lo cual les obliga a poner cuidado en la elaboración de sus listas electorales. Entiendo que este sistema permitiría introducir la paridad también en el voto como requisito de validez de éste. Aun sin ella, con todo, aun a riesgo pues de contar con menos mujeres representantes, un voto personalizado y al mismo tiempo proporcional, combinado con mayores niveles de democracia interna en los partidos, permitiría contar con representantes más representativas.

Y la democracia paritaria nos obliga a ir más allá de la representación para llegar a todos los espacios donde se hace y se participa en política (sindicatos, movimientos y plataformas ciudadanas, grupos de presión...). La regeneración democrática pasa por la feminización del sistema, en el doble sentido de equiparar la participación en él de mujeres y varones, y de permitir que florezca un modo nuevo, más femenino, de hacer política. Un modo que, se especula, sería más incluyente y empático, más responsable y cercano a la realidad social, más volcado hacia el cuidado y la cooperación que hacia el conflicto y la competitividad. Merece la pena comprobar si podemos impulsar ese giro. No basta para ello con que las mujeres tengamos mayor presencia en órganos representativos, no mientras los hilos del poder político permanezcan en manos de los varones. Es necesario convertir la paridad en marchamo de legitimidad de toda iniciativa de regeneración democrática, y hacer un esfuerzo consciente por contrarrestar el poder de la inercia –y la inercia del poder. Lo que está claro es que las viejas formas, tan masculinas, de hacer política están democráticamente obsoletas. El nuevo modelo de democracia que la sociedad reclama tiene perfil femenino.

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