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Desapariciones en plena democracia

Protesta por la desaparición de Santiago Maldonado en Santa Fe (Argentina).

Diana Fernández Irusta

“Es él”. Dos palabras repetidas, retuiteadas, leídas en silencio, dichas en susurros tristísimos. El viernes 20 de octubre, a dos días de las elecciones legislativas, que acabó ganando Mauricio Macri, casi nadie en Argentina pensaba en la campaña: todos los ojos estaban puestos en la funeraria del Poder Judicial, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires. Allí se había realizado la autopsia de un cuerpo encontrado en el río Chubut, muy al sur, en la lejana Patagonia. Más de dos meses antes, el primero de agosto, en las proximidades de ese río se había producido un enfrentamiento entre la gendarmería y los habitantes de una comunidad mapuche en conflicto con las autoridades del lugar. Esa fue la última vez que Santiago Maldonado —un joven que se había acercado a apoyar a los mapuches— fue visto con vida. Pasaron las semanas, dos jueces, múltiples acciones y reclamaciones de la familia afectada, manifestaciones en diversas ciudades del país, pintadas callejeras con una pregunta —“¿dónde está Santiago Maldonado?”— que se repetía en carteles pegados en la vía pública, banderas suspendidas en las fachadas de escuelas y universidades, otros carteles que, al final de las obras de teatro, los actores y las actrices enarbolaban en silencio. 

Los peores fantasmas acudían al inconsciente colectivo. Mientras, y quizá atenta a la letra de la Convención Interamericana sobre desaparición forzada de personas, la fiscal calificó el caso como “desaparición forzada”, dado que se había producido en un contexto de fuerzas de seguridad e información confusa. En ese marco, durante más de ochenta días, y hasta el hallazgo e identificación del cuerpo de  Santiago —descubrimiento que obligó a suspender la mayoría de los actos de cierre de la campaña electoral—, hubo miserias y especulación en todo el arco político, gestos de un Estado ineficiente, sectores de la sociedad civil cada vez más movilizados y, justamente en el país de las Madres de Plaza de Mayo, una familia a la cabeza de la reclamación. 

En efecto: en Argentina, como en otros países de América Latina, la figura del desaparecido sigue teniendo entidad. Pero tanto en ese país como en el resto de la zona, el tiempo de las dictaduras ya terminó hace mucho. La lista de los “desaparecidos en democracia” se engrosa al amparo de Estados donde se celebran elecciones, funcionan esquemas institucionales más o menos establecidos, hay leyes que prohíben a los ejércitos dedicarse a la “seguridad interior”, y no existen planes sistemáticos de desaparición de personas.  

“Es difícil encontrar un patrón similar al de los años setenta u ochenta”, señala la socióloga Julieta Rostica, coordinadora del Grupo de Estudios sobre Centroamérica de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y dedicada, entre otras cosas, al estudio del genocidio guatemalteco. “Antes el eje vertebral era la inteligencia militar: el ciclo reiterado de detención ilegal, interrogatorio, desaparición. Pero ahora son casos aislados; no hay un patrón sistemático”. 

En Argentina, en estos casos se podría incluir a Marita Verón y María Cash, presumibles víctimas de trata, y el de Jorge Julio López, testigo en el juicio al represor Miguel Etchecolatz y desaparecido poco después de dar testimonio. Y están los numerosos casos de jóvenes, en su mayoría pobres, desaparecidos a manos de fuerzas policiales. Distintos tipos de víctimas y distintas circunstancias, pero siempre la sospecha de una articulación entre grupos delictivos, sectores de las fuerzas de seguridad e impericia, desaprensión o connivencia del poder político y judicial. En relación con las desapariciones provocadas por la policía, un informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), uno de los organismos de derechos humanos que viene trabajando con mayor intensidad en el asunto, indica: “Estas prácticas son posibilitadas por los amplios márgenes de autonomía policial, por la ausencia de gobiernos políticos que controlen efectivamente su actuación y de un sistema de justicia que investigue y sancione adecuadamente”.

Amedrentamiento, tráfico de personas, “descarte” de cuerpos considerados prueba de algún abuso. Según Rostica, habría que considerar otros dos aspectos clave. Por un lado, la distancia entre las sustanciales reformas legales que se aplicaron a las fuerzas de seguridad a partir de los años ochenta y la formación —incluso, la tradición— de quienes integran esas instituciones. “Tú cambias la estructura orgánica con la ley, pero ellos fueron formados para otra cosa”, explica la socióloga. Asimismo, la investigadora apunta a un elemento que, a partir de la década de 1990 y con distintos niveles de incidencia, se empieza a hallar en la región: el narcotráfico. “En América Central, después de los Acuerdos de Paz [pactos que pusieron fin a una prolongada guerra civil] se reducen las fuerzas armadas y quedan muchas armas y gente desocupada dando vueltas. Esto coincide con la llegada del narcotráfico, y empieza a ocurrir que la violencia, más que venir del Estado, es violencia paraestatal. O, como ocurre en México, nadie termina de saber cuándo es violencia del Estado y cuándo no”.

Justamente, México está en la cima de lo que las organizaciones de derechos humanos denominan “crisis de desaparición de personas”. Quizá el caso de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa en 2014 sea uno de los más conocidos, pero lo cierto es que sólo fue uno entre muchos. De acuerdo con un informe de Amnistía Internacional, más de 30.000 personas han sido dadas por desaparecidas (“no localizadas”) desde 2006. “No se sabe con certeza cuántas son víctimas de agentes estatales y cuántas de agentes no estatales”, continúa el informe, que también consigna la falta de investigación oficial al respecto y la casi absoluta impunidad de esos crímenes. Otro país con estadísticas críticas es Colombia, donde el prolongado conflicto armado interno dejó tras de sí al menos 25.000 víctimas de desaparición forzada desde 1985. Incluso después de los acuerdos de paz de 2016 y pese a su supuesta desmovilización, las organizaciones no gubernamentales locales denuncian que los grupos paramilitares siguen actuando. 

“Son Estados débiles, que no pueden dar respuesta ni impulsar investigaciones independientes”, sostiene Mariela Belski, directora de Amnistía Internacional en Argentina, quien también señala la preocupante situación que actualmente se vive en Venezuela. 

“Se rompió un compromiso a escala global”, dice Belski, en referencia a la Declaración Universal de Derechos Humanos redactada tras la Segunda Guerra Mundial. “Hay una nueva impunidad para agentes estatales y no estatales: empresas, gobiernos, grupos armados”, continúa, señalando que, así como la situación empeora en las regiones donde la seguridad pública tiende a militarizarse, los principales afectados suelen ser el activismo medioambiental (como ocurre en Honduras y algunos puntos de Brasil), las pequeñas comunidades de campesinos o indígenas, y los mismos defensores de los derechos humanos. “Un buen ejemplo es México: se lanzan campañas de desprestigio a través de las redes, muy efectivas, que intimidan y estigmatizan a periodistas y activistas; los obligan a callar”. 

Por su parte, la autopsia de los restos de Santiago Maldonado reveló que el cuerpo no presenta lesiones, pero aún quedan estudios por hacer y se anuncian próximas citaciones a policías y denuncias al Estado por encubrimiento y obstrucción de la investigación. “La desaparición de Maldonado mostró de nuevo la admirable capacidad de lucha, resistencia y organización que hay en Argentina. Es un muro de contención que no hemos podido construir en otros países, como México, en donde los desaparecidos se nos amontonan con total impunidad del Estado”, ha escrito la corresponsal mexicana Cecilia González. Eso es verdad, como también lo es que la grieta que divide a la población se ha agudizado con esta tragedia. En medio del desconcierto, quizá el único faro sea la lacerante frase que la familia Maldonado escribió en un comunicado: “Este dolor no sabe de palabras”.

[Este artículo ha sido publicado en el número 52 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

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