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El siglo del cerebro

José Sánchez

En 2015 empezamos a vislumbrar una realidad ya anunciada por el Premio Nobel de Medicina del año 2000 Eric Kandel: “El siglo XXI será el siglo del cerebro”. La neurociencia, tradicionalmente dedicada al estudio de la estructura, función y patología del sistema nervioso, amplía sus fronteras hasta límites que aún no podemos imaginar. 

El estudio actual del cerebro se realiza de forma multidisciplinar en diferentes niveles. En el molecular se estudia la genética, los mecanismos de señalización y las bases de la neuroplasticidad. En el nivel celular, se analizan las neuronas y otras células (astrocitos, oligodendrocitos, microglía, ependimocitos), así como las interacciones complejas entre ellas que forman redes neuronales. En el nivel cognitivo se investigan los sustratos cerebrales de nuestra cognición y conducta. Pero la neurociencia no termina en los límites de nuestra cabeza.

La neurociencia social nos enseña cómo nuestro cerebro presenta características únicas que tienen que ver con el tamaño de nuestra corteza y el número de individuos con los que establecemos relaciones sociales, que son uno de los factores para mejorar nuestra salud mental y prevenir el deterioro cognitivo. Ponemos en marcha así, la llamada teoría de la mente, que permite inferir pensamientos e intenciones de otras personas y por tanto, relacionarnos. La expresión de nuestras emociones, a través de los 42 músculos de la cara, nos ayuda no solo a respirar o masticar, sino a mostrar a otros un vasto repertorio de estados internos, captados por nuestro cerebro en tiempo récord, milisegundos. 

La neurociencia nos va mostrando también cómo reaccionamos a la belleza, el arte, la música y busca además el enigma del lenguaje. Qué nos hace humanos, en qué nos diferenciamos de los primates, cómo era el cerebro y por tanto la mente de los homínidos son tarea de estudio en la apasionante neurociencia evolutiva.

Por si fuera poco, disciplinas antes alejadas de las ciencias básicas como el marketing son renovadas y hasta cierto punto, cuestionadas por el neuromarketing. Hoy sabemos que no compramos lo que necesitamos o lo que decimos, sino lo que deseamos y que por extraño que nos resulte, nuestras decisiones son en muchas ocasiones irracionales, no por ello necesariamente estúpidas. Dónde miramos y colocamos la atención, qué reacción tenemos a un sabor, olor o color de una marca nos permite conocer mejor, cómo y por qué tomamos una decisión. 

Si de decisiones importantes se trata, la economía es una de las disciplinas al respecto. La neuroeconomía investiga la toma de decisión en el cerebro, bidireccionalmente, cómo las decisiones económicas influyen en nuestro más preciado órgano. Por raro que nos resulte, el simple click de una moneda despierta en nuestro cerebro los sistemas de recompensa. 

El derecho y las leyes no escapan a la neurociencia. ¿Qué hacemos ante un individuo adulto que en un análisis de neuroimagen muestra un córtex prefrontal inmaduro y parecido al control inhibitorio propio de un niño de 8 años? Si bien el juicio sobre la pena y el castigo escapa a los propósitos de la neurociencia, al menos se atreve a aportar ciencia sobre un fundamento de nuestra sociedad: la culpa y la responsabilidad. 

Si de responsabilidad se trata, no solo de derecho, nos compete mejorar nuestro bienestar interno. La neurociencia contemplativa estudia la meditación y los estados de conciencia, antes un tanto ajenos a nuestra cosmovisión, hoy validados por uno de nuestros paradigmas compartidos: la ciencia. Podemos cerrar los ojos, respirar, enfocar la atención, vivir el presente e ir comprobando y desarrollando ese cerebro tan olvidado: el que nos proporciona fuente interna de satisfacción sin necesidad de estímulos externos. 

Videojuegos y dispositivos hombre-máquina, como el neurofeedback, no solo muestran aplicaciones científicas para los profesionales de la salud. En breve serán terapia y prevención para los más mayores. El entrenamiento cerebral en todos sus potenciales está ya a nuestro alcance: mejorar la memoria, enfocar la atención, aprender a planificar, aliviar el trauma, manejar emociones, vivir el presente, prevenir el deterioro, fortalecer nuestra empatía y crear mejores hábitos son habilidades que ofrece la neurociencia aplicada.

La trascendencia no evita ya al cerebro. La neuroespiritualidad permite acercar dos polos antes separados durante eones: ciencia y religión. Para los ateos les permitirá vivir una espiritualidad sin Dios: para los creyentes les ofrece el apoyo y confirmación de su religión. 

Puede que sea desbordante, pero la neuroética se encarga de poner límites, valores y equilibrio a este apasionante reto del siglo XXI, nuestro siglo del cerebro.

Por si fuera poco, lo que esta gesta depare dependerá de nosotros, de nuestras actitudes tanto como de nuestras aptitudes. Toca por tanto, participar activamente como individuos y sociedad en los retos de la neurociencia de este siglo y tratar de desvelar nuestros propios misterios, nuestro propio cerebro, para nuestros más altos fines, esos que incluyen a los demás.

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