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Feminizar la política

Sara Berbel

En los últimos tiempos hemos escuchado a algunos líderes afirmar su intención de “feminizar la política”. Como el término no es muy claro, ha provocado algunos debates interesantes acerca de su significado y posibles consecuencias.

Algunas de las personas que lo proclaman parecen aludir a un aspecto cuantitativo: sencillamente a la necesidad de incorporar mujeres en los puestos de decisión política, es decir, alcanzar la paridad. Sería, ciertamente una medida de justicia, en estos momentos no vigente, y, desde esa perspectiva, el término “feminizar” sería correcto y no habría más que decir.

Sin embargo, la cuestión se enreda cuando “feminizar” se refiere a algo cualitativo, en concreto a las supuestas cualidades de la feminidad en nuestra sociedad. En este segundo caso, a continuación del verbo habría que exponer una serie de argumentos descriptivos sobre qué entiende el hablante por “feminizar”, ya que no existe, ni mucho menos, consenso.

Desde el “eterno femenino nos impulsa hacia lo alto” del Fausto de Goethe, hasta el menos poético “mujer, mujer” de un expresidente conservador del gobierno español, pasando por el “això és una dona” (eso es una mujer) que una muchedumbre dedicó a la entonces esposa del president de la Generalitat en Cataluña, se observa que lo que cada persona, grupo o cultura entiende por femenino no es lo mismo, aunque todas coinciden en una esencia sospechosamente ligada a la naturaleza.

En los estudios sobre estereotipos hallamos que los relacionados con el “ser mujer” son los que menos han variado en el último siglo, como tantas veces denunció la añorada Victoria Sau, pese a la enorme evolución social producida. Cuando se pregunta a las personas sobre los rasgos propios de una mujer aparece siempre el ser cariñosa, agradable, consensuadora, pacífica, sumisa, insegura… y no aparecen nunca adjetivos como valiente, arriesgada, decidida, firme o agresiva (aunque, evidentemente, las mujeres, como seres humanos que son, participan de todas esas características, al igual que los varones). La tradicional vinculación de las mujeres con la maternidad y el cuidado de las personas dependientes ha configurado un marco de la feminidad que apenas permite la ruptura, la innovación y la libertad de muchas mujeres que no se sienten identificadas ni representadas por esas cualidades.

Por ese motivo hay que estar alerta con el verbo “feminizar” porque pudiera ocurrir, como pasa con el famoso “liderazgo femenino” que, sin ser conscientes, se estuviera de nuevo encasillando a las mujeres en una serie de rasgos que deben cumplir para ser consideradas realmente femeninas. Volver a poner en el centro “lo femenino” podría profundizar en los estereotipos en lugar de liberarnos de ellos y reducir nuevamente nuestro espacio de autonomía.

Estoy convencida de que las personas políticas que hablan, desde la izquierda, de feminizar la política se refieren a incorporar en ese ámbito valores como el cuidado de las personas, la comunicación, la tolerancia, los liderazgos compartidos, las relaciones personales auténticas, la ética… valores todos ellos que corresponden a los seres humanos sin distinción de sexo y en los que, efectivamente, algunas mujeres pueden actuar como mentoras al haber desarrollado durante siglos esas funciones.

Si lo que deseamos es la visibilidad y representación de las mujeres tal como son, en toda su diversidad, no encorsetadas por prejuicios previos, haríamos bien en desprendernos de estereotipos y en diluir la presencia de los géneros, más que afirmarla. Los hombres y mujeres del futuro merecen poder vivir más allá de lo que establece su posible feminidad o masculinidad.

Sara Berbel Sánchez, doctora en Psicología Social

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