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'Perdida', el cambio de sexo de Tyler Durden

Rosamund Pike es Amy en Perdida

Yago García

En 1999, cuando estrenó El club de la lucha, David Fincher se marcó una de esas carambolas con las que sueñan algunos artistas: convertirse en ídolo gracias, no a una unánime bienvenida crítica, sino a la polémica y el rechazo. Descrito por el crítico inglés Alexander Walker (Evening Standard) como “una resurrección del paradigma fascista”, el filme basado en la novela de Chuck Palahniuk no sólo fracasó en taquilla, sino que también recibió una tormenta de escupitajos por parte de los entendidos hasta que el formato doméstico y el ‘boca a oreja’ le granjearon un fandom entregadísimo.

Gracias a la dialéctica ultraviolenta (y psicoanalítica) entre Brad Pitt y Edward Norton, Fincher pasó de ser un exdirector de videoclips con mejor (Se7en) o peor (Alien 3) suerte en pantalla grande a figurar como aspirante al Olimpo de los nuevos clásicos.

Quince años después, David Fincher ya es un director consagradísimo, valorado hasta la adulación por la prensa y enfrentado (como Hitchcock y Kubrick) a una Academia de Hollywood que nunca se decide a darle el Oscar. Pero, como si el tiempo no hubiera transcurrido, su carrera vuelve a verse cuestionada a causa de una adaptación literaria: hablamos de Perdida, la cinta pergeñada por el cineasta de Denver a partir de una novela (y de un guión) de Gillian Flynn.

Sobre la película están cayendo dardos que la califican de auténtica basura misógina. ¿La razón? Pues una razón que, en sí misma, ¡es un SPOILER!: la protagonista del filme, esa Gone Girl (“chica desaparecida”) de su título original, es una psicópata con los angelicales rasgos de Rosamund Pike, capaz de fingir su propia desaparición, y posible asesinato, para hundirle la vida a un esposo con el encanto y la vida interior de una remolacha. Y, para colmo, adúltero.

El hecho de que el esposo tenga los rasgos de Ben Affleck es ya de por sí un chiste: genial maniobra, la de Fincher y su equipo de cásting, encomendándole a uno de los actores más menospreciados de Hollywood el rol de una nulidad humana. Y ese chiste debería poner sobre aviso a los detractores de Perdida. Porque más allá de su impecable estructura de thriller esta película es una sátira. Una sátira que, además, comparte un mareante número de rasgos y estilemas con El club de la lucha.

Hasta tal punto es así que podemos calificar a Amy Dunne, la perfectísima (y malísima) ama de casa encarnada por Pike, como una versión femenina de Tyler Durden (Brad Pitt) para los años de la crisis. Y, como tal, el personaje no es ni un castigo ni una bendición para el feminismo: es, sencillamente, una alternativa formidable a la clásica ‘mujer fatal’, que cambia los vestidazos y los contraluces de Mary Astor (El halcón maltés) y Kathleen Turner (Fuego en el cuerpo) por el sencillo atavío de una señora de su casa.

Amazing Amy = Tyler Durden (la explicación)

Sabemos que, en parte, El club de la lucha nació de la crisis de identidad sufrida por Chuck Palahniuk: padeciendo el triple estigma de trabajador alienado, artista en ciernes y gay en el armario, aliñada con una historia familiar bordeando el psychothriller, Palahniuk elaboró la doble figura del patético agente de seguros, y su álter ego, un hipermacho que reivindica su sagrada capacidad para expresarse a puñetazo limpio.

Como muchas buenas burlas, la puesta en solfa de la condición masculina actual escenificada por Palahniuk y Fincher se prestó a, y fue presa de, mil y una malinterpretaciones. Algo que se repite ahora con Perdida: no se trata sólo de que la película estrenada el viernes centre su peso dramático en un giro de guión, al igual que su predecesora, sino que además dicho giro expone una verdad de las que duelen.

A diferencia de Palahniuk, Gillian Flynn es una señora heterosexual, felizmente casada (suponemos) y de origen sólidamente enraizado en la clase media. Pero su dictamen es el mismo: en una sociedad como la actual, sentencian tanto Flynn como el autor de El club de la lucha, es imposible sobrevivir sin una máscara, cuyo peso amenaza constantemente con aplastarnos o, peor aún, con asimilarnos. Si Tyler Durden se construía a sí mismo mediante los clichés de las películas de acción y el discurso del líder de masas, Amy tiene a su disposición un arsenal no menos efectivo, en el cual brillan con luz propia los talk shows sensacionalistas como Nancy Grace Live o las historias ‘reales’ sobre adulterio y abuso doméstico entregadas por el canal Lifetime, ese infatigable proveedor de telefilmes de sobremesa. La expresión ‘armas de mujer’ nunca tuvo un sentido tan inquietante. Ni tan acertado.

De este modo, y como bien señala Emine Saner en The Guardian, Perdida no es el manifiesto misógino que han querido ver medios como The AV Club o Jezebel. Tampoco la oda a la misandria (el reverso de la misoginia, para entendernos) que ha despertado el pánico de las voces más reaccionarias. Es, más bien, la historia de cómo una mente trastornada rompe los barrotes de su jaula, para a continuación acaparar todas las cuotas de poder que hasta entonces le habían sido negadas. Si el sistema sólo acepta a una mujer joven en dos roles, la inofensiva manic pixie dream girl o la víctima santificada por el sufrimiento, Amy Dunne combinará ambos arquetipos para convertirse en una terminator sexual, social y familiar. ¿Una heroína, o una grandísima zorra? Pues, al igual que Tyler Durden, ambas cosas, y ninguna de ellas.

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