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Izquierda y centralidad

El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, con miembros de su Ejecutiva este lunes.

Vicente Palacio

Director del Observatorio de Política Exterior de la Fundación Alternativas —

Ni de izquierdas ni de derechas: el centro. Se ha instalado el discurso de que ha surgido un “nuevo centro” reformista como receta para nuestros males. El presidente francés Emmanuel Macron parece la única opción capaz de recuperar la confianza de los ciudadanos, doblegar a los populismos, y de salvar a Europa. Esta es la nueva marsellesa: el socialismo ha muerto, así que ¡todos en marcha hacia el centro!

Pero quizá no deberíamos comprar ese argumento tan fácilmente. Hace dos décadas, fue un amplio centro político –la Tercera Vía, las grandes coaliciones– el que se olvidó de domesticar los mercados financieros o de cuidar el medioambiente. El resultado ha sido la crisis que arrastramos. “A la izquierda por convicción, al centro por necesidad”, ha sido el dilema (y la tragedia) de los socialdemócratas.

Ahora, un nuevo experimento de tipo ecléctico como el que representa Macron, por más que llegue cargado de un saludable europeísmo, nos sabe a poco. Lo va a tener difícil para poder domesticar la bestia: una realidad extrema de desigualdad y exclusión, evasión fiscal, deterioro ambiental, inseguridad y terrorismo, o éxodos migratorios. Más aún si, como parece, la gestión de la economía queda en manos de la derecha y cuenta con la bendición incondicional de los mercados. Sería como ofrecer caramelos a ciudadanos hambrientos.

Ahora bien, hay otra forma distinta de ver el fenómeno Macron, muy relevante para las izquierdas, según la cual éste no representaría la victoria del centro, sino lo contrario: la muerte de un centro “moderado”, proveedor de estabilidad. En cierto modo, el movimiento La République en Marche (LREM) es una réplica de la estrategia populista de fabricar un nuevo espacio político sobre las cenizas de los partidos tradicionales. Hay todo trabajo exploratorio de construir una centralidad donde se reconozca una mayoría social, a partir de nuevos referentes simbólicos, nuevo partido, nuevas políticas, nuevas caras. El juego va de conectar con las demandas latentes de la ciudadanía en un momento de inestabilidad prolongada, y de ir avanzando por ensayo y error.

En Europa, allí donde el viejo centro se ha convertido en un zombie –bajo el asedio del populismo xenófobo y la corrupción rampante– ha comenzado la lucha de todos contra todos –socialistas, socio-liberales, populistas de derecha e izquierda, conservadores– por hacerse con la centralidad: un dispositivo cuasi-mágico que admite muchas formas posibles. Para la izquierda, la noción de centralidad tiene muchas ventajas. Por ejemplo, permite ver a través de un nuevo prisma los eternos debates de la familia progresista, como: ¿qué es la izquierda? o ¿cómo ser fiel a los principios y al mismo tiempo ganar las elecciones? Lo nuevo es que, para configurar una mayoría, la izquierda ya no necesita “pasar por el centro”, ni “salir a la captura” de unos supuestos votantes de centro, en realidad muy volátiles. Se trata de actuar como un catalizador, acertar con el nuevo centro de gravedad político y configurarlo a la propia imagen y semejanza socialista.

Los socialistas europeos acaban de descubrir que su declive se debía precisamente a su falta de radicalidad a la hora de corregir su errático rumbo y su anquilosamiento. En España, si el PSOE de Pedro Sánchez pretende una llegar a la Moncloa desde la izquierda, habrá de incorporar esa noción de centralidad, más o menos explícita en las estrategias de fuerzas tan dispares como el LREM de Macron, el Laborismo de Corbyn, la Syriza de Tsipras, el Partido Democrático de Renzi, o el Podemos de Iglesias (Alemania es de momento una excepción). La cuestión es: ¿qué valor añadido pueden aportar los socialistas españoles respecto al PP, Ciudadanos, o Podemos?

Aquí es muy importante entender que el tablero de juego político viene constituido por tres ejes de referencia. El viejo eje izquierda-derecha (donde se dirime lo público y lo privado, los impuestos, o los temas morales) continuará siendo fundamental, y un referente psicológico inmediato. Pero si ese eje existe, es únicamente en combinación con otros dos: el eje arriba-abajo (un difuso establishment financiero, político y mediático frente a la mayoría social), y el eje abierto-cerrado (un europeísmo cosmopolita, frente al soberanismo y el nacionalismo).

En ese espacio político “tridimensional”, el nuevo socialismo se define así: en la izquierda: defensor de lo público, progresista en lo moral; abajo: junto a la mayoría social, frente al establishment; y abierto: a una Europa unida, a una globalización justa. Esa sería una combinación que marca la diferencia respecto a otros partidos, y define una centralidad hecha de lo mejor de la tradición de la izquierda: la razón, el progreso, la justicia, la eficacia, pero sin recurrir a lo peor: el izquierdismo o la demagogia.

El centro, tal y como lo conocíamos, ha muerto, y la socialdemocracia, para no morir, tendrá que hacerse con la centralidad. La letra es reformista, pero la música inevitablemente va a sonar radical. Al fin y al cabo, todo está por re-escribir: la relación entre el capital transnacional y el poder político, la democracia y sus instituciones, el modelo territorial, el federalismo o la mismísima Unión Europea, con su eurozona, sus tratados comerciales, sus derechos sociales, o sus refugiados.

Que nadie se llame a engaño: el viejo consenso, como máquina de sacar adelante las políticas, va a ser reemplazado por pactos en el límite entre fuerzas heterogéneas, inmersas a su vez en procesos de construcción interna. De nuestros municipios a las ciudades, de los parlamentos al gobierno, de Bruselas a las cumbres globales, la tarea no es otra que fabricar una amplia alianza progresista inédita hasta ahora. Así que los socialistas están abocados a vivere pericolosamente durante un largo tiempo. No les queda otra.

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