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Las falsas amistades en el tratamiento de la Mutilación Genital Femenina

Boko Mohammed, una "mutiladora profesional", sostiene la cuchilla que ha utilizado durante años para practicar la ablación en su comunidad. Ya no la utilizará nunca más porque ha dedicido abandonar la práctica. | Foto: Unicef.

Laura Nuño

Investigadora Principal del 'Multisectoral Academic Programme to Prevent and Combat Female Genital Mutilation' —

El próximo 6 de febrero se celebra el Día Internacional de Tolerancia Cero con la Mutilación Genital Femenina. No tolerar la ablación es, sin duda, condición necesaria pero no suficiente para su prevención y eliminación. Es preciso activar políticas activas que resignifiquen e interpelen las prácticas lesivas contra las mujeres, aún existentes en todas las culturas, hasta hacerlas desaparecer. Sin embargo, la dinámica habitual en Europa es la de una capacitación cero de las y los profesionales en contacto con posibles víctimas.

El desconocimiento de la ablación entre el personal sanitario, educativo, judicial o social favorece tanto la desprotección como la estigmatización de las víctimas. Es frecuente que la falta de formación se supla con prejuicios y, en este sentido, es preciso alertar del efecto perverso de aquellos que parten tanto de un sensacionalismo etnocéntrico como de un relativismo cultural.

Algunos discursos vinculan la misma exclusivamente al continente africano o al islam y la reducen a la forma más invasiva. Desde una supuesta superioridad moral, esencializan lo africano como un bloque cultural e identitario homogéneo, deshumanizándolo y construyéndolo como “lo salvaje”. Posiciones que lejos de proteger a las posibles víctimas, alimentan el racismo, la islamofobia y la xenofobia.

Procede advertir que, si bien es cierto que la MGF se practica mayoritariamente en etnias localizadas territorialmente en el cinturón africano, no se extiende por todo el continente y está presente en territorios de Oriente Medio, Este asiático y América Latina. También conviene desmitificar que sea un mandato de carácter religioso presente solo en las comunidades musulmanas. A menudo ignoran que es habitual en la cristiana copta y en la judía falasha y que ningún texto religioso prescribe la misma.

Así mismo, reducir la práctica al tipo más invasivo (el tipo III o faraónica), representa una forma de sensacionalismo que, lejos de defender los derechos de las mujeres y niñas, generaliza la lesión más extrema tanto en la consideración pública como en la tipificación penal. Llama, en efecto, la atención que esas mismas posiciones se acompañen de una indiferencia ante el control de la sexualidad femenina como objetivo que la costumbre persigue y un desprecio a las desigualdades de género que la retroalimentan: los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, su estatuto civil, el valor del matrimonio, la brecha de género existente o las limitaciones que encuentran las mujeres en el acceso a la salud, a las tierras o a la educación. Un sensacionalismo etnocéntrico que tampoco parece inmutarse ante la creciente feminización de la pobreza o la diversificación de las formas de explotación o apropiación del cuerpo y la vida de las mujeres en occidente; como ocurre con el mercado prostitucional o los vientres de alquiler.

La posición contraria a la del sensacionalismo etnocéntrico sería la del relativismo cultural. Según el cual, todas las culturas son universos de valor y no se debiera interferir en una tradición que forma parte de una cosmovisión concreta. Parece olvidarse que la opresión de género y la jerarquía sexual forman parte de todas las cosmovisiones culturales. Ignoran también que, todavía en la actualidad, las mujeres se encuentran sometidas a infinidad de costumbres, de lesividad variable, en todas las sociedades. Muchas de ellas resignificadas como formas de belleza o feminidad, como ocurre con la ablación.

Como señala Celia Amorós, el respeto a otras culturas no puede implicar un relativismo cultural acrítico que renuncie a la posibilidad de consensuar un marco ético emancipador y un sistema de valores de validez universal. Ni tampoco visiones esencializadas que sacralicen la jerarquía sexual, refuercen un mandato punitivo-moralizador sobre las mujeres y lleguen a interpretar el concepto ilustrado de los derechos humanos como una especie de imposición cultural del imperialismo occidental. No es la cultura, es la lesividad de la tradición lo que obliga a desterrarla de las prácticas normalizadas y ningún uso o costumbre debiera saltarse dicha regla.

La protección de las niñas que pueden ser objeto de MGF en Europa requiere incentivar los esfuerzos en la formación y la prevención, activando instrumentos que permitan socavar el mensaje o las causas que la sustentan. Deslegitimar el objetivo que persigue desde un mensaje global que traslade que las mujeres no son objetos sexuales o reproductivos para uso ajeno, que su integridad física y su sexualidad importan. Resignificar la práctica como violencia de género trabajando conjuntamente con y desde las comunidades susceptibles de abanderar la práctica.

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