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Expertos, objetividad y odio a la democracia

Víctor Alonso Rocafort

El pasado 15 de febrero se hizo público el informe de la comisión de 9 personas —8 profesores y un vicepresidente del Banco Santander— nombrada por el ministro José Ignacio Wert para la reforma universitaria. Desde el llamado Informe Universidad 2000, esta fórmula ha sido la elegida para el avance de las reformas neoliberales de la Educación Superior en España por unos y otros gobiernos. Son “expertos objetivos”, pero detrás de cada comisión siempre encuentras algún banco o gran empresa.

Este viernes una comisión de expertos sobre la reforma de las pensiones ha presentado su informe final en el Ministerio de Empleo. Se trata de 12 personas, de las cuales dos están vinculadas a la patronal de las cajas de ahorro, una a un banco, mientras cuatro han trabajado en aseguradoras o para su patronal. De 12, únicamente hay una mujer. Solo tres expertos —un representante de UGT, otro de CC.OO y un miembro afín al PSOE— parecían estar a favor de un sistema público de pensiones. Finalmente, aunque estos tres emiten un voto particular, el representante de UGT es el único que ha votado en contra del informe.

Parece así evidente que la conformación de las comisiones de expertos no son inocentes, ni plurales, ni equitativas. Pero aunque lo fueran, seguiría siendo antidemocrático fijar reformas de leyes fundamentales partiendo del criterio de estos denominados “expertos”. El problema no reside solo en que sean instancias extraparlamentarias. En democracia corresponde a la ciudadanía discutir las leyes, deliberar conjuntamente sobre ellas y decidir. Desde el primer momento, es decir, desde la fijación de la agenda y los temas a tratar, desde la formulación de los problemas. Hay mecanismos participativos posibles para ello, otra cuestión es que haya voluntad de ponerlos en marcha. Que exista un apoyo técnico puntual que informe sobre lo que es o no posible no tiene nada que ver con estas comisiones. El que los representantes con responsabilidad de gobierno cedan este poder a los expertos vinculados con patronales y bancos muestra, por enésima vez, que el vínculo que estos establecen no es democrático sino oligárquico.

La tradición teórica occidental no ha sido ajena a la entronización de los expertos. Hasta un autor que solemos considerar el adalid de la participación directa moderna como Jean Jacques Rousseau, una vez que se le lee despacio, muestra en realidad un sibilino desprecio por el pueblo. Dice Roussseau en el Contrato Social que antes de que se constituya la comunidad política, el pueblo —que no ha tenido la oportunidad de educarse políticamente con buenas leyes— ha de fiarlo todo a encontrar un Gran Legislador cuasidivino que redacte una arquitectura legislativa sobre la que decidir. No es un lapsus de Rousseau, pues luego nos dirá que en la Asamblea legislativa ciudadana no es bueno deliberar en exceso, ya que enseguida se forman facciones que arrasan con la voluntad general consensuada. En una metáfora terrible para las minorías, la del “cuerpo” político, el ginebrino nos viene a decir también que un dedo no puede ir por su lado mientras cabeza y corazón están ordenando el camino.

Pero no solo el pensador que tanto influyó en las revoluciones burguesas de fines del XVIII pensaba de esta manera. En nuestro terrible siglo XX el elitismo competitivo no se cansó de dibujar masas ignorantes para el trabajo político, justificando así que fueran los “profesionales” quienes tuvieran las manos libres en este terreno, al menos cada cuatro años.

Con razón Jaques Rancière afirma, en El odio a la democracia, que en nuestro “Estado oligárquico de derecho” se despolitizan las cuestiones básicas de la vida pública cuando, al mismo tiempo, se niegan las formas de dominación que recorren la sociedad. Esto es lo que sucede con las “soluciones” técnicas, objetivas, que se nos ofrecen para resolver los problemas políticos. Como prosigue Rancière, contra la radical transgresión del “gobierno de cualquiera” siempre se alzará el odio interminable contra la democracia de los que quieren mostrar títulos para justificar su dominación, sea desde el nacimiento, la riqueza o la ciencia.

En esta discusión se dan dos distinciones que resulta preciso enfatizar. La primera afecta a la diferencia entre lo objetivo y lo imparcial. El primer concepto suele esgrimirse como garantía de neutralidad y asepsia por expertos que se vanaglorian de estar libres de prejuicios. En realidad sufren la omnipotencia de creerse seres casi divinos en su formulación de verdades evidentes, verificadas y mayúsculas. Frente a ello, aquel que busca desarrollar un juicio imparcial no oculta su nombre y apellidos, sus experiencias de vida, su clase o su género. Su posición ideológica. En definitiva, es consciente de su condición humana, y de que su combate contra los prejuicios nunca le traerá una victoria total. Ser imparcial supone una actitud honesta que se encamina a la escucha de diversos puntos de vista, a la deliberación externa e interna a partir de datos empíricos, informaciones plurales, testigos y testimonios verosímiles; a la decisión meditada, pausada e informada.

Podemos así aspirar a ser imparciales en nuestros juicios políticos, pero a menos que nos consideremos marcianos, nunca lograremos ser neutralmente objetivos.

La segunda de las distinciones es triple. No es lo mismo saber de política que tener una determinada información, ni que gozar de un conocimiento experto de algún asunto concreto. Son tres cosas distintas. A menudo se muestran estudios sobre desigualdades en el acceso a la información política entre hombres y mujeres, o entre clases sociales. Quien goza de menos tiempo para informarse, también de manera injusta suele tener menos tiempo para actuar políticamente. Pero desconocer el nombre de un ministro, o no estar al tanto de la última reforma educativa, no quiere decir que no se sepa de política.

De la misma manera hay gente que estudia y se forma en aspectos concretos de un asunto, desde el comportamiento de un virus hasta el análisis de la financiarización en Francia. En el caso especial del estudioso de la política, este será como mucho experto en su campo académico —los partidos, la conducta electoral o las teorías de la democracia, por ejemplo—, del que conocerá aspectos puntuales que el resto de no expertos desconocerá; pero no sabrá más de política que cualquier otro ciudadano. Y es que saber de política es algo más profundo, y a la vez más cotidiano. Ya desde la antigua Atenas se consideraba la sabiduría práctica (phrónesis) como algo más complejo que el mero conocimiento.

Contaba Protágoras en el diálogo platónico del mismo nombre que hasta que Hermes, por orden de Zeus, no repartió equitativamente entre los seres humanos el respeto por el otro, el sentido de la justicia y los lazos de amistad política, no fue posible la política ni consecuentemente la construcción de las ciudades. Antes del reparto, las gentes andaban aisladas, atemorizadas y por tanto amenazantes. El mito nos recuerda así que aquellas capacidades políticas habitan en cada persona desde tiempo inmemorial. El desarrollarlas es lo que nos convierte en animales de polis, en ciudadanos plenos. El silenciarlas, obviarlas o despreciarlas nos convierte en meros consumidores, votantes o burócratas, si no en algo peor.

Saber de política nos lo trae la propia experiencia, la reflexión, el tiempo del pensamiento y del diálogo, también de la lectura; del contacto cotidiano con los demás. A cada cual le vendrá de formas distintas. Recordemos que en última instancia la democracia consiste en decidir entre todos sobre lo que nos afecta a todos, es decir, sobre lo público. Y de eso, queramos o no, sí que sabemos.

Saber de política nos viene dado por nuestra condición humana y cívica, y en democracia se deben cultivar las capacidades que lo posibilitan para tener ciudadanos efectivamente demócratas. El mejor modo de hacerlo reside en fomentar la participación política más allá de los rituales electorales. También es importante cultivar la educación cívica, esas humanidades cada vez más despreciadas por los currículos oficiales marcados por los expertos. Las matemáticas sirven, y mucho; pero como ya dijera Aristóteles, son para otra cosa. A la vez es preciso fomentar la cultura popular, el acceso gratuito a sus representaciones, el autogobierno en los centros de trabajo, y por supuesto cuidar en todo momento las libertades civiles y políticas.

Marco Fabio Quintiliano afirmaba que “la justicia, la equidad y el bien” estaban entre las principales preocupaciones de la gente que frecuenta los campos, la plaza y el mercado tanto como entre aquellos que pasan la vida en palacio. Y no le faltaba razón. ¿Quién sabe mejor lo que necesita un barrio, las pensiones o la universidad? ¿Aquellos que lo experimentan cada día, o el “experto objetivo” de turno?

Cada asamblea, acto o movilización nos lo está demostrando. Una persona desahuciada, parada, estafada o expulsada del hospital por no tener papeles ni dinero sabe mucho más de la crisis, de sus causas, injusticias y posibles salidas, que el más docto de los llamados “sabios” o “expertos” de nuestra época. Alguien con la sensibilidad de saber escuchar tiene tan solo posibilidades de acercarse a esta sabiduría práctica. Quien participa en una asamblea o un encierro logra una formación cívica de la que carece cualquier ratón de biblioteca, por no hablar del experto a sueldo de las grandes corporaciones. Erigirse por encima del resto con arrogancia, servir de vocero del poder mostrando el curriculum científico, arrogarse el privilegio de fijar los borradores que luego serán leyes bajo el mantra del bien común, el patriotismo o la evidencia empírica significa en última instancia, como diría Rancière, ahondar en el profundo odio a la democracia que cada día pone en marcha la oligarquía de este país.

Es por ello que el informe final de la comisión de expertos sobre la reforma del sistema público de pensiones habrá que leerlo, analizarlo y discutirlo con calma. Pero desde su propia génesis resulta ilegítimo democráticamente hablando. No nos sirve. Como todas las decisiones tomadas durante esta crisis, se ha gestado a espaldas de la ciudadanía y sus conclusiones, por lo que vamos conociendo, van una vez más contra esta misma ciudadanía.

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