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El relato de la buena política

José Mujica.

Imma Aguilar Nàcher

Decía Felipe González que la democracia no garantiza una buena política. Y así es. El planeta está lleno de democracias con política corrupta y con prácticas tóxicas que tergiversan el sistema considerado el más justo y liberador que la sociedades civilizadas hemos alumbrado.

América Latina tiene una historia de dictaduras de todo signo y prácticamente ningún país se ha librado de la corrupción, intrínseca al ejercicio casi hereditario y clientelar de su política en el siglo XX. Pero para los españoles, más habituados a dormir la siesta de la transición democrática durante años, la política del sur del continente americano es efervescente, rica, contradictoria y deshinibida. De esa política aprendemos los asesores, y también de su comunicación. Nadie como los latinoamericanos para construir relatos de la política, un relato que en el siglo pasado se basaba en la épica de la guerra y de los caudillos. Los grandes hombres –porque eran hombres- llenan en bronce y a caballo las plazas y los parques. Hay un respeto a su pasado glorioso y cruento. Hay relato épico.

La República Oriental del Uruguay es el país más pequeño de Suramérica situado entre países de política enloquecida, apasionada y frontista, países grandes como Argentina o como Brasil. Tiene tantos habitantes como Madrid. Su Senado prende en las paredes retratos de blancos y colorados y, por los pasadizos del hemiciclo, pasean como fantasmas los biznietos del asesinado y del asesino. Lamentablemente la política en este país es cosa de hombres, es cosa de guerra de morir o matar. Pura épica bélica. Tragedia romántica. En Uruguay hay respeto por su política pasada y presente. Se odian entre ellos pero se respetan. Se respira la política y se siguen al pie de la letra los rituales y las tradiciones.

Este país, además, y por encima de todo, ha generado el relato de marca personal política más impresionante de las últimas décadas, casi un relato de marca país. Pepe Mujica, el presidente pobre, desabrido, que vive en una chacra, mantiene un viejo Volkswagen y una perra coja, Manuela. Es casi un dios vivo, la mejor imagen que exporta hoy Uruguay. Hasta Emir Kusturica hace una película con su relato. Es un personaje, una ficción, un actor. La enorme decepción que se vive al llegar a Montevideo y conocer de cerca la realidad que desmiente tanta narrativa es un jarro de agua fría para los que, como yo, gozamos de los viajes políticos. Mujica no es verdad, lo que es verdad es su relato, el que ha conseguido colarse en el parnaso de los grandes, como Bolívar, como Perón, como Castro.

Pepe Mujica y la política es marca país en Uruguay, es el principal producto que podrían y deberían exportar. Hasta hace un año vivían los cinco presidentes de la democracia que retornó en 1985. En 30 años 5 presidentes a causa de un sistema que no permite la reelección: Julio María Sanginetti (1985-1990 y 1995-2000), Luis Lacalle Herrera (1990-95), Jorge Batlle (2000-05), Tabaré Vázquez (2005-2010 y desde 2015), José Mujica (2010-15). Los cuatro presidentes que quedan vivos conviven sanamente, suman en los conflictos y se muestran responsablemente unidos en algunos grandes temas. Y todo eso es así por su gran respeto a la política y a los intereses patrios. Para los jóvenes son un ejemplo y un incentivo a la política.

Este pequeño país amable, agrícola, que se parece a España en algunas cosas, y en muchas a Argentina, debería ser el país de la política. Ese lugar en el que reside la inspiración y la aspiración por la política, un laboratorio para la microsegmentación del electorado en el que poder conocer casi uno a uno lo que son los uruguayos, lo que temen, lo que piensan, lo que desean, lo que creen.

O al menos que puedas llegar al aeropuerto de Montevideo (sabiendo que te van a llamar “gallega” aunque seas de Valencia) y no se desmienta con los hechos lo que el relato construye sobre ellos: un país culto, político, educado, capaz de comprenderse a sí mismo y de hacer residir el valor de la buena práctica política en personas, con nombres y apellidos. En España no tenemos tantos próceres, porque no los creamos, no los narramos y no los soportamos. Si dijo González que la democracia no garantiza una buena política, la buena política sí garantiza una buena democracia. Pero también un orgullo colectivo. La política en Uruguay debería ser como su fútbol, que siendo un pequeño país aspira a ganar a los grandes.

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