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Una temporada en la caverna

Miguel Roig

La expresión alternative facts (hechos alternativos) ya tiene una entrada en Wikipedia y no con un simple apunte sino con abundante información. Hace falta un desarrollo mínimo, incluso en un sitio de consulta urgente, para poder explicar un sistema de destrucción masiva de la realidad.

En noviembre pasado el Diccionario Oxford hizo pública su palabra del año y esta vez, al contrario que en anteriores ocasiones, la elección generó una desmedida atención mediática. Post-truth (posverdad en español) llegó entronizada por el triunfo electoral de Donald Trump y la salida del Reino Unido de Europa vía Brexit. Pocas veces un solo vocablo ayuda desde su soledad a la construcción del sentido de un tiempo. Es verdad que Donald Trump ganó las elecciones pero es una posverdad que el camino que le llevó a la victoria se empedró con golpes emocionales y falsedades. ¿Esto ilegitima el resultado electoral? De ninguna manera. La grieta en el sistema aparece cuando la posverdad se institucionaliza y desde la misma Casa Blanca se comienza a responder a los medios con «hechos alternativos» a todas aquellos datos que aporta la realidad o que son necesarios, según el equipo de Trump, para sustentar sus medidas. El viernes, la autora de esta expresión y asesora del presidente, Kellyanne Conway, dio una vuelta de tuerca a una información falsa que había proporcionado previamente en su intento audaz de epatar a los lectores de Orwell. Conway justificó hace unos días la prohibición temporal del ingreso a EEUU de personas procedentes de varios países de mayoría musulmana con el argumento de que dos iraquíes, acogidos dentro del programa de refugiados suspendido, habían sido autores intelectuales de la masacre de Bowling Green. Ocurre que, en tanto «hecho alternativo» este suceso nunca ocurrió. Ante esta contrariedad, Conway, declaró que la desinformación del suceso es consecuencia de no haber sido cubierta por la prensa. Esto sí es verdad: la prensa no informó de los hechos porque estos no tuvieron lugar.

Los tiempos de la posverdad y de los hechos alternativos, evidentemente, son distintos. Aquellos pertenecían a la campaña, estos a la gestión gubernamental. No es lo mismo.

El reality show o telerrealidad surgió, como casi todos los formatos, desde la periferia hasta ocupar el mainstream. Pero lo que distingue a la telerrealidad es que su vocación es sustituir a la realidad: ser, justamente, un hecho alternativo. Como afirma Giovanni Sartori, «lo que se ve parece real, lo que implica que parece verdadero». La telerrealidad se afianza cuando el culebrón pierde credibilidad como ficción porque es incapaz, desde su formato de narrar esta realidad, y las nuevas series –de audiencia minoritaria– lo hacen a su manera, con distopías como Black Mirror o hipérboles como The Young Pope. Lo curioso es que la telerrealidad avanza y se instala en hogares de famosos para «narrar» su vida cotidiana y abre los platós a los políticos para que entretengan a la audiencia: la discusión domestica de un personaje de la farándula despierta el mismo morbo que la denuncia de un acto de corrupción, en directo, contra un dirigente político.

¿No es acaso, la telerrealidad, el género por antonomasia de los tiempos del capitalismo financiero? La telerrealidad se basa, es sabido, en la carencia de guión y la búsqueda radical de audiencia para evitar el final. El postcapitalismo también carece de guión, se construye día a día, sobre la marcha, en la búsqueda ciega de beneficios tratando de eludir un crack terminal.

Ahora el formato ha llegado al Despacho Oval en el que Trump ha instalado el plató, convirtiéndose en un gran sofista que proyecta su sombra en las paredes de una nación, incluso un planeta, al que percibe como una suerte de caverna platónica. Ahí estamos y no es que hayamos regresado a la edad antigua; llegamos, como propone Sartori, a la edad del pospensamiento, la cual, sin duda, ha dado lugar a la posverdad.

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