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La película que mata

Jordi Costa

En el número de noviembre de la revista Sight & Sound, el crítico David Cairns dedicaba un artículo a una olvidada película de terror italiano del año 78: Circuito Chiuso, de Giuliano Montaldo, una invención tan perfecta que, de hecho, bien podría ser una película inexistente, imaginada por el propio Cairns en pleno delirio de deseo cinéfilo. Realizada originalmente para televisión -en una época en la que, subraya el crítico, la televisión italiana podía producir cosas tan interesantes como La estrategia de la araña (1970), de Bernardo Bertolucci-, la película transcurría en el interior de un cine donde se proyectaba un spaghetti western: Circuito Chiuso era, pues, un eco del efecto Meninas, un giallo con spaghetti western dentro, todo un atajo para un síndrome de Stendhal de cine de barrio.

En mitad de la proyección, cuando sobre la pantalla acababa de proyectarse el plano detalle de un cañón de revólver disparando a cámara, moría un espectador. Se interrumpía la proyección, se encendían las luces, llegaba la policía, se impedía la salida de todos los ocupantes de la sala y se iniciaba una investigación que llevaba a reconstruir la situación que había enmarcado el crimen: los espectadores permanecían en sus asientos, la proyección comenzaba desde el principio de la película y, al llegar al mismo plano detalle, otro disparo acababa con la vida de un segundo espectador. No quedaba más remedio que asumir la aparente paradoja: la bala había tenido que salir, necesariamente, de la pantalla. El siguiente paso deductivo daba con el quid de la cuestión: todos estaban frente… a una película que mata.

La idea que sostiene Circuito Chiuso parece el sueño húmedo de todo aficionado a la representación de la violencia en una pantalla: encontrar, sí, la película que mata, vivir una proyección como la última palabra en ruleta rusa colectiva. El deporte de riesgo (cinéfilo) ideal para festivales especializados en lo macabro y la imaginería de lo extremo. En la pasada edición del festival de Sitges, la película Berberian Sound Studio, del británico Peter Strickland, homenajeaba al giallo partiendo de una idea cercana a la de la película de Montaldo: un técnico de sonido británico (Toby Jones), especializado en grabar efectos de sonido para documentales de la campiña inglesa, llegaba a Roma para participar en la mezcla sonora de un giallo titulado El vórtice ecuestre, ambientado en una academia femenina de equitación comandada por brujas. La película de Strickland no muestra una sola imagen de ese giallo imaginario, pero la alquimia sónica que iba desarrollando el personaje interpretado por Toby Jones acababa por erosionar su cordura. El sentido de la realidad se disolvía. Al final… Bueno, evitemos el spoiler y encendamos una vela negra para que alguien se atreva a distribuirla en nuestro país.

Hace tiempo que ninguna película desata una de esas encendidas polémicas de antaño sobre la representación de la violencia. El caso más reciente fue el protagonizado por A Serbian Film, una película a la que quisieron negarle el derecho a desarrollar hasta lo inefable la lógica de la transgresión. Daba la impresión de que la película ni siquiera gustaba demasiado a quienes defendimos su existencia (y su visibilidad): ni siquiera tengo claro si me gustó o no, pero lo que tengo clarísimo no sólo es su derecho a la vida (y a la proyección pública), sino su absoluta necesidad. De alguna manera (y espero que nadie interprete esta afirmación como una apología del snuff, que no es el caso), necesitamos películas que maten (metafóricamente), que nos enfrenten (terapéuticamente) a lo peor de nosotros mismos, que disuelvan (temporalmente) nuestra cordura…

El año pasado, en plena temporada navideña, una barroca producción como Immortals (2011), de Tarsem Singh, incorporaba un efecto digital que introducía un barniz de novedad en la representación de la violencia: un dios reventaba cabezas de titanes que estallaban al ralentí, dotando a los surtidores de sangre de un inesperado efecto pictórico. El hombre de los puños de hierro, de RZA, estrenada la pasada semana, repite el mismo efecto, pero nadie parece haberse impresionado (ni escandalizado) demasiado ni con la puesta de largo del truco, ni con su reiteración. Quizá sea ese uno de los daños colaterales de la revolución digital: el tránsito de la emulsión en celuloide al bit guardado en tarjeta de memoria parece haber condenado a la irrealidad a todo aquel surtido de imágenes que, antes, sacaban de sus casillas a críticos y espectadores inflamados de dimensión moral. Queda pendiente, pues, un desafío para el futuro: articular y poner en movimiento el concepto (de entrada, paradójico) de transgresión virtual, la película que mata para los tiempos del fin del cine (y el comienzo de aún-no-sabemos-qué).

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