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La ética solidaria

José Luis Ferreira

Escribo este artículo para mostrar que la solidaridad es un bien público, es decir, un bien cuya provisión dejada al libre arbitrio de la esfera privada (en forma de caridad, por ejemplo) no llega al nivel deseado por los individuos que conforman la sociedad. Esto debería cerrar una discusión y abrir otras. Debería acabar con la idea de que la solidaridad solo es virtuosa si no está el Estado de por medio y debería centrarnos en señalar la importancia de este bien y a la manera en que debe administrarse. Quisiera que la discusión fuera atractiva para un grupo amplio de personas, con concepciones varias sobre el papel del Estado en la sociedad. Para ello, espero captar la atención de algunos prometiendo decir cosas relevantes sobre este bien que les puede ser preciado y espero atraer a otros prometiendo un análisis estrictamente liberal de la cuestión, sin perjuicio de que también tengan sus preferencias por la solidaridad.

Pero vayamos por partes. Recordemos primero la definición económica de bien público. Se trata de aquel bien que, al ser consumido por una persona, queda todavía disponible para su consumo por alguna otra. Así, la botella de agua que generosamente me sirven en las reuniones de mi Universidad (y que en la etiqueta presume ser de interés público) no es un bien público, puesto que si la consumo yo no la consume nadie más. Hay bienes públicos locales (el alumbrado público) y globales (la defensa nacional); sujetos a congestión (el parque) y no sujetos a ella (la estandarización de sistemas). Finalmente, en el caso de ciertos bienes públicos es posible excluir a algunos individuos (un espectáculo deportivo), mientras que en otros casos esto no es posible (una emisión de radio en abierto). La financiación de estos bienes puede ser pública o privada, como lo puede ser, y de manera independiente, su provisión. Otra cosa es que una u otra manera consigan mejores resultados. El caso canónico lo constituyen los bienes públicos globales, no sujetos a congestión y sin posibilidad de exclusión.

Para simplificar la cuestión y fijar ideas, me centraré en un aspecto de la solidaridad. Concretamente en las preferencias por la igualdad de recursos entre los humanos. Existen distintos índices que miden la desigualdad en este sentido. Pongamos que estamos de acuerdo en que un conjunto de ellos nos proporciona una idea bastante fiable del estado de la desigualdad en una sociedad. Si estos índices se mueven en una dirección o en otra estarán reflejando variaciones en la desigualdad que pueden preocupar o satisfacer a un individuo sin perjuicio de que lo mismo le ocurra a otro. Así pues, no sólo este aspecto de la solidaridad constituye un bien público, sino que proporciona un ejemplo canónico (es decir, de los primeros que explicaría uno en clase) de estos bienes. Argumentos similares se pueden realizar para cuestiones como la discriminación, la segmentación social y las acciones de los buenos samaritanos.

Claro está que la importancia de este bien dependerá de la que le den las personas, y aquí entran las preferencias e ideologías de cada cual. Pongámonos en el caso en que, en efecto, la solidaridad nos importa. Como bien público, los individuos de la sociedad aceptarían libremente un contrato por el cual se comprometen a dedicar parte de sus recursos para favorecer su existencia. Esto es muy distinto que pedir que los individuos contribuyan libremente a esta causa. El primer mecanismo resuelve el problema del free-rider (el escaqueado), ya que el contrato obliga. El segundo no lo resuelve. Es cierto que nunca se ha visto a los individuos firmar tal pacto, lo que importa es que el Estado funcione de manera que sus acciones se puedan interpretar como si fueran producto de este pacto. Recuerden que quiero llevar mi discusión por terrenos liberales. Esta visión contractual se puede encontrar en un liberal de prestigio como es James M. Buchanan, concretamente en su estimulante libro The Limits of Liberty. Between Anarchy and Leviathan. De este libro recomiendo leer detenidamente el tercer capítulo, con su teoría de los bienes públicos.

La conclusión que extraer es la siguiente. Si los ciudadanos tienen preferencias más o menos intensas por la igualdad, el Estado liberal debe recaudar impuestos para paliar las desigualdades. Si a los ciudadanos la igualdad no les parece un bien especialmente valioso, el Estado liberal no debe hacer nada al respecto. Estoy tentado de llamar a los primeros liberales de izquierdas y a los segundos liberales de derechas, pero no estoy nada seguro de que con esto respete la opinión de las gentes de izquierdas o de derechas de este país. Si los ciudadanos están divididos en su apreciación sobre la solidaridad, el Estado liberal debe buscar una manera de agregar estas preferencias, por ejemplo en forma de compromisos políticos.

El hecho de que los Estados sean manirrotos o que las ayudas a los pobres puedan favorecer comportamientos oportunistas (el parado que no busca empleo porque cobra un subsidio) no son excusa para no intentar construir una sociedad más solidaria si es que esas son las preferencias de los que en ella viven. Sí son, en cambio, toques de atención para buscar buenos mecanismos para la provisión de este bien. El Estado puede subvencionar Fundaciones y ONGs con reputación de emplear bien los dineros. Las transferencias de recursos pueden hacerse en forma de inversiones en infraestructuras, educación y sanidad que, lejos de desmotivar a los individuos, tienen un efecto multiplicador en la productividad del colectivo beneficiado. Lo importante es que la financiación debe ser pública. La provisión puede ser pública o privada, pero contratada con los recursos públicos.

Como vemos, se puede ser liberal y defender el uso de la fuerza impositiva del Estado para fomentar la solidaridad.

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