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Huelgas e intercambio político en España

David Luque Balbona

En este artículo se desarrolla un análisis a grandes rasgos de la evolución de la actividad huelguística en España durante el periodo democrático. El análisis se apoya en una concepción política de las huelgas, lógica contrapuesta a la concepción meramente económica. De forma simplificada, se pueden diferenciar dos corrientes principales, o lógicas de actuación, en el análisis de la actividad huelguística: la económica y la político-organizativa. Desde la perspectiva económica, focalizando la atención en el proceso de negociación colectiva, la propensión a la huelga depende de la relación de fuerzas entre las partes, relación que viene determinada por la fase en que se encuentre el ciclo económico. Desde la óptica político-organizativa, se toma en consideración que, si se dan las circunstancias oportunas, los sindicatos pueden optar por desplazar el conflicto por la distribución de la renta al ámbito político, en la medida en que para lograr la redistribución de la renta “la maquinaria del Estado” es más potente que la negociación colectiva. En definitiva, en este artículo se plantea que las huelgas en España siguen una lógica de acción política.

En el gráfico 1 se reproduce la evolución del número de jornadas no trabajadas debido a huelgas por cada mil asalariados durante el periodo de análisis. Tomando en consideración los principales puntos de inflexión registrados en la intensidad de la actividad huelguística, se pueden identificar cinco etapas.

En la primera etapa (1976-1979), tras la muerte de Franco, se registra un incremento espectacular del volumen de huelgas. Hecho característico de los procesos de redemocratización, en la medida en que las crisis políticas constituyen un tipo de condición previa para que se produzca una oleada de huelgas. La peculiaridad del caso español viene marcada por la coincidencia en un mismo periodo histórico del final de un ciclo largo de desarrollo económico y un cambio de régimen político, lo que hizo que la explosión huelguística fuese de una magnitud extraordinaria en términos comparados.

Con el cambio de década, se abre una nueva etapa (1980-1987) en la que desciende marcadamente el volumen de actividad huelguística. En esta etapa tuvo lugar un proceso de concertación social –iniciado en la etapa anterior– que implicó, en distintos momentos al Gobierno, a los sindicatos y a la patronal, que puede verse como un intento de intercambio bipartito o tripartito, en el que los sindicatos aceptaron una restricción salarial a cambio de concesiones por parte del Gobierno o de los empresarios en materia de legislación laboral y creación de empleo. Por otro parte, la reestructuración de la industria básica, sobremanera en el sector público empresarial, generó conflictos de gran envergadura. Por tanto, durante esta segunda etapa, el conflicto se presenta en “dos niveles”: a nivel institucional, entra en una etapa de concertación corporatista subordinada, expresada en una política de sucesivos pactos sociales y, de forma paralela, el conflicto abierto se desplaza hacia los centros de producción.

El inicio de esta tercera etapa (1988-1994) coincide con el cambio en la coyuntura económica y se caracteriza en el ámbito institucional por ser un periodo de confrontación entre los sindicatos y el Gobierno. Desde 1986, los sindicatos reclamaron al Gobierno una serie de medidas que compensaran la “deuda social” por los importantes sacrificios que había supuesto para los trabajadores la crisis; mientras que el Gobierno mantenía una política económica cuyo objetivo principal era la lucha contra la inflación y, que, por tanto, suponía la negativa a las demandas sindicales.

Todo lo cual desembocó en la convocatoria de tres huelgas generales de ámbito nacional (14 de diciembre de 1988, 28 de mayo de 1992 y 27 de enero de 1994). En esta etapa, los sindicatos mayoritarios (UGT y CCOO) rompen relaciones con sus respectivos partidos de referencia, PSOE y PCE. Este distanciamiento en las relaciones con sus partidos posibilita la cooperación entre los sindicatos tratando de monopolizar la representación de los trabajadores en busca de una actuación más eficaz en el mercado de trabajo, así como una mayor capacidad de presión externa en el ámbito político. De esta forma, CCOO y UGT entran en una dinámica de “unidad de acción” con la que exigen un giro en la política económica y el cobro de lo que se vino a llamar la “deuda social”.

La cuarta etapa (1995-2008), la del declive y aparente estabilización hasta 2008 (con ciertos repuntes localizados), se inició a mediados de los noventa. Esta etapa se afronta con importantes cambios organizativos y estratégicos en los sindicatos más representativos de ámbito nacional. Los líderes sindicales llegaron a la conclusión de que la “estrategia de confrontación” de la etapa anterior tuvo resultados contraproducentes para sus intereses, al erosionar tanto su influencia política –no pudieron evitar las reformas orientadas a liberalizar el mercado de trabajo– como el apoyo de su electorado –malos resultados en las elecciones sindicales de 1994-95–, amenazando su propia supervivencia.

De esta forma, se produce una “reorientación estratégica” en los sindicatos más representativos a nivel nacional con el fin de retomar la iniciativa y la influencia a nivel político, acelerada por los cambios internos llevados a cabo. A lo que se suma, por un lado, la incapacidad de los empresarios para controlar los salarios, y, por el otro, la incapacidad del Gobierno en reducir la inflación, con el fin de cumplir con los criterios de convergencia establecidos en el proceso de creación de la Unión Económica y Monetaria. Como resultado se retoma la política de concertación, paradójicamente, de forma más intensa tras el cambio de Gobierno en las elecciones generales de 1996, ganadas por el Partido Popular. Tras el debilitamiento del diálogo social durante la segunda legislatura de Aznar, huelga general incluida el 20 de junio de 2002, la concertación social se relanza con la llegada de Rodríguez Zapatero al Gobierno en 2004. De este forma, se abre un periodo de “idilio con los sindicatos”, en el que el “intercambio político” se hace más explícito (incrementos sustanciales de las pensiones mínimas y del salario mínimo interprofesional, Ley de la dependencia…). Con un partido político “hermano” en el Gobierno, los sindicatos renuncian a utilizar plenamente su poder de negociación sobre reivindicaciones inmediatas (esencialmente salariales), a cambio de la satisfacción de reivindicaciones “estructurales” a más largo plazo.

La última etapa arranca con la intensificación de la crisis económica. La actividad huelguística se extiende tras el brusco giro en la política económica experimentado en mayo de 2010 y la aprobación de forma unilateral de la reforma laboral un mes más tarde. Una vez más, ante un cambio de postura del Gobierno no favorable al interés general de los trabajadores, se interrumpe el intercambio político, se vuelve negativo. Los sindicatos utilizaron “el arma” de la huelga general (29 de septiembre de 2010) con el fin de modificar la decisión adoptada por el Gobierno, en esta ocasión, sin éxito. Tras la breve recomposición del diálogo social que supuso la reforma pactada del sistema de pensiones a principios de 2011, la política de recortes implantada tras la victoria del PP en las elecciones generales del 20 de noviembre por mayoría absoluta hizo que el intercambio político entre sindicatos y Gobierno se volviese abiertamente negativo (huelgas generales del 29 de marzo y 14 de noviembre de 2012).

En definitiva, la hipótesis “política” sobre las huelgas parece más adecuada para explicar el caso español durante el régimen democrático. Así, las distintas etapas de concertación social acontecidas desde finales de los setenta se pueden interpretar, desde la óptica del “intercambio político”, como un cambio en la localización del conflicto por la distribución de la renta que se desplaza del mercado –donde las huelgas son el principal mecanismo de presión– a la esfera política, donde operan mecanismos redistributivos a medio y largo plazo como la política social o el sistema fiscal. Disminuyendo, de este modo, la actividad huelguística a medio plazo. Sin embargo, como ha quedado patente en los últimos años, este planteamiento no supone una evolución lineal de las huelgas en la medida en que se pueden dar discrepancias en el intercambio y las partes se pueden desvincular de éste y optar por una estrategia de confrontación.

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