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¿Por qué Rusia está bombardeando Siria?

El Senado de Rusia autoriza el uso de las fuerzas aéreas en Siria

Javier Morales Hernández

Artículo en colaboración con Eurasianet.es

Los bombardeos de la aviación rusa en apoyo del gobierno de Siria han introducido un nuevo elemento en un conflicto ya de por sí complejo; con el problema añadido de que estos ataques causen nuevas víctimas civiles e intensifiquen el flujo de refugiados. El Kremlin ha optado, como hizo antes en Ucrania, por una acción sorpresiva basada en hechos consumados que Putin ha llegado a calificar — retomando el concepto introducido por la Administración de Bush — de “ataque preventivo” contra el ISIS, ya que este podría llegar a alcanzar la propia Rusia en el futuro.

Se trata formalmente de una intervención legal, a petición del Estado sirio y contra un grupo terrorista que actúa en su territorio; sin embargo, es probable que en la práctica los ataques se extiendan a todos los grupos que combaten contra el régimen, ya que el Kremlin engloba a todos en la categoría de “terroristas”. Por otra parte, los riesgos son evidentes si no se establece una coordinación entre los bombardeos de Rusia y los que realizan las potencias occidentales. Es probable que la reunión de Obama y Putin durante la Asamblea General de Naciones Unidas haya sentado las bases de un acuerdo tácito que permita, si no actuar de forma conjunta, al menos no interferirse mutuamente en sus respectivas campañas militares contra los yihadistas. No obstante, el clima de hostilidad generado en torno a Ucrania va a dificultar sin duda alcanzar compromisos duraderos en este nuevo escenario.

Para analizar en profundidad la intervención rusa, debemos ir más allá de los acontecimientos inmediatos e identificar los objetivos últimos que persigue Moscú. No es aconsejable deducir la estrategia política de un Estado a partir de la mera descripción de tácticas militares o armamento empleado sobre el terreno, ya que existe la tentación de seleccionar aquellos datos técnicos que confirmen nuestras hipótesis previas, omitiendo el elemento subjetivo de intencionalidad que dota de significado a la utilización de dichos instrumentos. El caso de Ucrania es paradigmático: la presencia de tropas rusas en el Donbass se ha presentado en ocasiones como inicio de una supuesta “nueva Guerra Fría” rusa contra Occidente, aunque la misma realidad se pueda explicar igualmente como represalia de Moscú tras el derrocamiento de su aliado Yanukovich, en el marco de un conflicto exclusivamente bilateral.

La intervención en Siria se enmarca, por tanto, en unos intereses nacionales de política exterior que Rusia ha tratado de defender de forma estable y sostenida en el tiempo, utilizando en cada momento los instrumentos que mejor se han adaptado a las circunstancias. Estos intereses son principalmente la lucha contra el terrorismo y la defensa del principio de soberanía; y en mucha menor medida, la alianza particular con el régimen de Bashar Al-Asad o la base naval de Tartús.

Lucha contra el terrorismo. No es sólo un argumento utilizado ahora para justificar los bombardeos: la amenaza del yihadismo ha ocupado un lugar prioritario en todos los documentos estratégicos de Rusia de las últimas dos décadas, vinculada a un conflicto interno —la lucha por la independencia de Chechenia— que acabó siendo apropiado por un islamismo radical importado del exterior. La respuesta militar rusa alimentó un ciclo de acción-reacción que continúa hasta hoy, con una precaria estabilidad brutalmente mantenida por el líder checheno Ramzan Kadirov. Sin embargo, el riesgo de un recrudecimiento de la violencia —tanto en el propio Cáucaso norte, como en forma de nuevos atentados en el resto del país— sigue estando muy presente en los cálculos del Kremlin.

La guerra civil en Siria, al igual que anteriores conflictos como los de Afganistán o Irak, ha servido como foco de atracción de yihadistas de distintos países que se han unido a la lucha del ISIS o el Frente Al-Nusra, rama local de Al Qaeda: entre ellos, más de 2.000 ciudadanos rusos. Según algunas informaciones, inicialmente Rusia pudo haber facilitado la partida de estos voluntarios con la esperanza —en lo que, de ser cierto, habría sido un error garrafal de cálculo— de reducir así el terrorismo en su propio territorio. Sin embargo, la consolidación del ISIS ha hecho temer a Moscú que el autoproclamado “califato” llegue a convertirse en base de operaciones para planificar atentados en Rusia, de la misma forma que Al Qaeda planificó el 11-S desde su refugio en el Afganistán de los talibanes. Existen otros dos factores que refuerzan la percepción del Kremlin de que los yihadistas de Siria son una amenaza directa a su propia seguridad: el juramento de lealtad de distintos grupos del Emirato del Cáucaso al “califa” Abu Bakr Al-Baghdadi, y el posible retorno a Rusia de los voluntarios que se encuentran luchando allí actualmente, con entrenamiento y experiencia que podrían aplicar en su país.

El discurso ruso sobre Siria resucita los viejos argumentos utilizados en Chechenia, según los cuales Rusia sería la principal barrera de contención frente a la expansión yihadista en todo el mundo; de la cual estaría defendiendo también —como ha afirmado Putin con frecuencia— a un Occidente ingrato que criticaría a Moscú en lugar de colaborar frente a un enemigo común. Esta idea fue especialmente repetida con la “guerra contra el terrorismo” de EE.UU. tras el 11-S, acogida por Putin como prueba de Washington aceptaba por fin las tesis rusas. Y también ha aparecido, de nuevo, en el reciente discurso de Putin a la Asamblea General de Naciones Unidas, en el que siguiendo la misma lógica reclamaba al resto de países que se unieran a su lucha contra el ISIS.

Defensa de la soberanía del Estado. Además de neutralizar una amenaza objetiva como el terrorismo, Moscú defiende también las reglas que considera —desde su punto de vista— imprescindibles para el mantenimiento del statu quo internacional. Mientras que algunos países como EEUU reivindican principios liberales como la “responsabilidad de proteger”, que permitiría intervenir contra un Estado que masacre a su propia población, Rusia considera como única norma de moralidad en las relaciones internacionales la no injerencia en asuntos internos: los Estados son soberanos para decidir libremente sobre su territorio y población, sin interferencias. Así, para Moscú lo que se está dirimiendo realmente en Siria no es la continuidad de un régimen aliado, sino la transformación de unas reglas del juego ya puestas en cuestión con las intervenciones occidentales en Kosovo, Irak o Libia. Putin está defendiendo con esto un interés nacional mantenido por su país incluso antes de su llegada al poder: recordemos, por ejemplo, la durísima oposición de Yeltsin a los bombardeos de la OTAN contra Yugoslavia.

No obstante, cuesta creer que el responsable de las injerencias más flagrantes en un país europeo en los últimos años —la anexión de Crimea y la intervención en el Donbass— se vea realmente a sí mismo como un defensor de la soberanía de los Estados. ¿Se trata, entonces, de mera propaganda para encubrir ambiciones menos confesables? Por supuesto, pero sólo en parte. El comportamiento del Kremlin en Ucrania responde tanto a una mentalidad imperialista hacia sus antiguos compatriotas como a las propias circunstancias del Euromaidán: un gobierno no reconocido por Rusia como autoridad legítima, al haber surgido de una toma del poder revolucionaria en lugar de un proceso electoral. Esta ilegalidad real fue aprovechada por Moscú para presentar a Ucrania como un “cuasi-Estado fallido”, en una interpretación ciertamente elástica del concepto; abriendo la puerta a su propia “intervención humanitaria” para defender a los rusos étnicos de esa supuesta amenaza.

Sin embargo, estas circunstancias no existen en el caso de Siria. Los dirigentes rusos, siempre proclives a las teorías conspirativas, están realmente convencidos de que el argumento humanitario es una mera excusa occidental para derrocar al presidente Asad, al igual que habrían hecho antes con Yanukovich en Ucrania. Ambos serían dirigentes plenamente legítimos para Moscú, según ese concepto tradicional de la soberanía que otorgaría libertad al gobernante para cometer cualquier abuso en su territorio.

La alianza con Damasco y la base de Tartús. A diferencia de los puntos anteriores, preservar la alianza con Asad no es un objetivo irrenunciable para el Kremlin, sino que se entiende solamente en función de las otras prioridades. Moscú se niega por principio a un derrocamiento por la fuerza del presidente sirio, pero ha señalado en el pasado que estaría abierta a discutir su salida negociada del poder, por ejemplo mediante su exilio en territorio ruso. En cuanto a la base naval de Tartús, su importancia estratégica para la Armada rusa es relativamente menor y no justifica por sí misma la posición de Rusia desde el inicio del conflicto.

Por tanto, el escenario más temido por Putin no es el de un cambio político en Siria; sino el de un vacío de poder tras un hundimiento súbito del régimen, que pueda ser ocupado por los grupos radicales y convertir el país en un “Estado fallido”. Tal vez esta función meramente instrumental de Assad en la estrategia del Kremlin, como simple muro de contención frente al yihadismo, pueda ser aprovechada para lograr una solución intermedia: un relevo en la presidencia pactado entre Damasco, Moscú y Washington que pusiera fin a la guerra civil e iniciase una transición ordenada. Continuando al mismo tiempo, claro está, la ofensiva internacional contra el ISIS hasta su derrota final.

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