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Filantropía: pasión por mejorar el mundo
¿Por qué hay muchos filántropos en Estados Unidos, pocos en Europa, y casi ninguno en España? En las listas de las personas o familias más ricas del mundo figuran cada vez menos estadounidenses; a la vez que los inmensamente ricos de China, Oriente Medio e India aumentan en esas listas, aparecen en ellas muchos europeos y cada vez más españoles. Sin embargo, los grandes filántropos, grandes visionarios o personas que destinan gran parte de su patrimonio a crear instituciones filantrópicas siguen siendo norteamericanos; hay muy pocos verdaderos filántropos en Europa, y aún menos en España. Es interesante constatar que quienes menos tienen son más solidarios que los más favorecidos.
Comparaciones que corroboran este fenómeno tratan de explicarlo argumentando que tenemos menos incentivos fiscales. Esta coartada para los filántropos potenciales que no ejercen es falsa. Cuando Bill Gates hace una donación o endowment de decenas de miles de millones de dólares a su fundación, Warren Buffett dona la mitad de su fortuna a esa misma fundación, o el fundador de Facebook destina el 95% de la suya a causas filantrópicas no lo hacen para deducir impuestos. Las verdaderas razones de la escasez de filántropos españoles son otras.
Una es la falta de educación en el valor de la filantropía. La satisfacción vital proviene del poder que da la fortuna y no de remediar necesidades o esparcir felicidad. Además, en España la mal llamada caridad tradicional ha llevado a los ricos a tranquilizar sus conciencias con limosnas a mendigos, echando un billete en la cesta pasada entre los feligreses en la misa, o dando en Navidad aguinaldos o donaciones a obras eclesiásticas. La reflexión de sostenibilidad —la verdadera caridad no consiste en dar un pez a un pobre, sino en enseñarle a pescar donde haya peces— chocaba con una visión tradicional y religiosa de siglos.
La segunda razón importante es la tendencia a responsabilizar al Estado de resolver todas las necesidades sociales y a descalificar o rechazar cualquier iniciativa visionaria de un individuo. Casi siempre que he acudido con proyectos a grandes filántropos españoles en potencia, su respuesta ha sido: “¿Para qué tienes que hacerlo si de eso se debería encargar el Estado?”.
La tercera razón es la falta de verdadera conciencia social. Pocas personas reflexionan sobre el merecimiento de gran patrimonio; lo dan por supuesto y lo defienden con uñas y dientes. A pocos se les ocurre pensar que, hayan obtenido su fortuna por herencia o incluso por haberla ganado partiendo de cero, deben a la sociedad y a sus reglas el haber llegado a esa posición de privilegio, y tienen el deber ético de devolver a la sociedad al menos una parte. Cuando en 1969, al morir mi madre, heredé un fideicomiso de millones de dólares establecido por mi abuelo y decidí destinar el 95% creando FRIDA, una fundación con la misión de crear riqueza y empleo en los países más pequeños y pobres de África, mi acto fue recibido en España y Europa con asombro e incomprensión. “¿Por qué haces eso? ¿Acaso eres un pecador arrepentido? ¿De qué tienes que arrepentirte tú a tus 27 años?”. En tiempos actuales los multimillonarios reaccionan o se anticipan a posibles críticas creando con una parte muy exigua de su fortuna fundaciones que llevan su nombre y se destinan a fines sociales.
Una cuarta razón, incentivo para la filantropía en Estados Unidos, es que allí se valora mucho más la cultura del esfuerzo, y las familias privilegiadas no quieren sobreproteger a sus jóvenes futuros herederos; piensan que facilitarles la vida dejándoles cuantiosas herencias podría privarles de incentivos para luchar y abrirse camino.
El mundo, hoy: la ‘ley de la selva’
¿Por qué la filantropía es esencial en el contexto del siglo XXI? Tras el final de la Guerra Fría, 2.000 millones de personas pasaron de una economía centralmente planificada a una de mercado. Para comprender la importancia y necesidad de la filantropía hay que analizar los efectos del sistema capitalista, feroz y poco regulado, que desde hace varias décadas rige la economía de un mundo globalizado.
Los mercados ni se autorregulan, ni se autocorrigen, ni se autolegitiman. No existe una autoridad reguladora global, sino la ley de la selva; los mercados generan burbujas que al pincharse producen grandes crisis económicas como la que acabamos de sufrir. El capitalismo produce ganadores y perdedores y deja a mucha gente en situación desfavorecida y vulnerable. Si en algún momento no se corrigen esas desigualdades, los perdedores con las nuevas tecnologías están en posición de aguar la fiesta a los ganadores. El tema es importante para la supervivencia de la humanidad. Esa corrección y regulación debe hacerse desde una autoridad global, y no desde un país o incluso desde un continente. Quienes utópicamente lo intentan al llegar al poder, llevarán a su país a la ruina y la miseria. Es evidente el fracaso estrepitoso de quienes lo han intentado.
Los actores en ese sistema de capitalismo globalizado, Estados y empresas, están en el dilema entre competir o morir. Los Estados pueden tener políticas sociales, destinando más o menos recursos a sanidad, vivienda, educación y atención a jubilados, parados y dependientes; también deben atender a infraestructuras y a desarrollo tecnológico e innovación para no quedarse rezagados en ese sistema universal de competencia. Sin embargo, no pueden vivir por encima de sus medios. Un endeudamiento del 100% del PIB como el de la España de 2016 no deja ningún margen de maniobra; no produce una recesión catastrófica porque la baja inflación resulta en los tipos de interés más bajos de la historia. Sin embargo, la necesidad de reducir el déficit presupuestario es evidente, más aún constatando que el envejecimiento acelerado de la población va a acrecentar los presupuestos destinadas a pensiones y a sanidad. Lo mismo ocurre en casi todos los países occidentales. En este sistema de competencia feroz, los Estados han perdido también la posibilidad de aumentar mucho más los impuestos a los más ricos al estar obligados a mantener una fiscalidad suficientemente atractiva para que sus grandes contribuyentes no emigren a otras más favorables.
Las empresas, incluso las más prósperas, también están inmersas en ese sistema de competencia feroz. Tienen que competir y renovarse o morir. La prueba de ello se ve en los cambios de preeminencia de unas sobre otras y la desaparición de muchas. Pocas grandes empresas del siglo XX sobreviven, su vida se acorta, las necesidades de “reestructuraciones” que llevan a reducciones de personal son frecuentes y las amenazas son constantes.
Los organismos internacionales, que conozco bien por mi experiencia en el Banco Mundial, tienen en general un efecto positivo sobre el mundo, pero están condicionados por criterios políticos y burocráticos. El llamado “Tercer Sector” de las fundaciones está limitado por su falta de recursos y por obstáculos burocráticos. En este contexto, solo los individuos y especialmente los que no necesitan recursos para sobrevivir en la jungla tienen la flexibilidad necesaria para convertirse en filántropos.
¿Pueden los filántropos mejorar el mundo considerablemente? No hay la menor duda. La filantropía no está constreñida por imperativos políticos o burocráticos, y puede combinar la formación, los contactos personales y el entusiasmo del filántropo, que, por sí mismo o con ayuda de expertos, puede analizar las raíces la pobreza y la desigualdad y buscar soluciones sostenibles para necesidades sociales no satisfechas. Los filántropos son los únicos que pueden pensar en grande, y establecer criterios para medir el impacto de sus obras o fundaciones, algo ausente en los demás agentes económicos y sociales, esencial para aprender de errores. Para terminar, invitaría a la comunidad académica a analizar comparativamente el impacto histórico y actual de la filantropía sobre entornos concretos o sobre el mundo. Seguro que sin filántropos el mundo sería mucho peor que el que tenemos.
[Este artículo ha sido publicado en el número de febrero de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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