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Sobre este blog

Este blog corresponde a Alternativas Económicas, una publicación mensual que te explica la información económica desde un punto de vista social.

La pasión Uber evoca 1990 y las ‘puntocom’

Protesta de taxistas contra la plataforma Uber en Portland, Oregon (EE UU). FOTO: AARON PARECKI

Ricard Ruiz de Querol, Coperfield for Social Good

La innovación disruptiva es un mantra de moda, que enfatiza la obligación de innovar, porque la obsolescencia programada es un motor del consumo y de la actividad económica, pero que no considera suficiente que la innovación sea incremental porque, según proclaman los gurús, sólo la innovación disruptiva genera crecimientos espectaculares (exponenciales, como se dice ahora).

Una innovación es disruptiva cuando desplaza radicalmente un producto o servicio establecido (a un incumbente, en el argot) introduciendo una alternativa que cambia de raíz las preferencias de los clientes. El iPhone, por ejemplo, disruptó a los móviles de Nokia. El MP3 a los CD. El Whatsapp a los SMS. Wikipedia a las enciclopedias.

En el arquetipo ideal de la innovación disruptiva, el disruptor es pequeño y ágil; el incumbente, sólido pero lento de reflejos, más preocupado de gestionar el mercado que domina que de acelerar una innovación que lo canibalice. El disruptor nace y crece por debajo de su radar. Cuando aparece en la pantalla, es tarde para reaccionar con éxito.

Poco que objetar cuando lo que está en juego es el devenir de ofertas que aceptamos como sujetas a las leyes del mercado. La cosa cambia cuando el disruptor está respaldado por miles de millones de dólares de inversores, y cuando el incumbente contra el que apuesta es el legislador o regulador de un área económica, social o incluso política.

Empresas como Google y Facebook cuestionan la actual regulación de la privacidad y multiplican su inversión en lobbying para modificar esa regulación en favor de sus modelos de negocio. Uber y similares cuestionan a los administradores del transporte urbano, e incluso la necesidad de que este sector esté regulado. Airbnb y similares incentivan a que particulares alquilen por días u horas su vivienda a terceros, al margen de las regulaciones que se imponen a la industria hotelera.

El auge de la denominada economía colaborativa, una tendencia y a la vez una moda, impulsa iniciativas similares en muchos otros ámbitos. Se habla ahora de la uber-i-zación de sectores con una pasión similar a la que dirigía a la causa de las puntocom a finales de los años noventa. Pero afectan ahora a actividades sujetas a regulaciones de algún tipo. Como el transporte o el alojamiento, pero también los préstamos de persona a persona (o de empresa a empresa) sin pasar por la banca, o la oferta y contratación de servicios profesionales entre personas que soslayan las licencias tradicionales de actividad económica o las reglas del mercado de trabajo.

En un entorno de crisis económica y de mercados de trabajo atrofiados, es hasta cierto punto lógico que la causa de la uberización atraiga a personas que, como los conductores de Uber o los que ofrecen alojamiento en Airbnb, ven una oportunidad de conseguir ingresos adicionales soslayando trámites burocráticos, licencias de actividad e incluso el pago de impuestos. Más aún está en horas bajas la reputación de la política, de los políticos y de muchas instituciones políticas y reguladoras.

Pero es necesario también identificar el motivo del apoyo billonario de los inversores a este tipo de plataformas. Subyace en parte la apuesta por los beneficios potenciales de conseguir una posición de quasi monopolio de paso casi obligado, como la que Facebook o Google tienen en sus mercados. Muchos colaboran al por menor, unos pocos intermediarios se forran al mayor.

Pero quizá lo más importante es la postura de los uberistas de aplicar una lógica de mercado a bienes o servicios regulados en aras de algún bien común. Muchos autores han desenmascarado bien las falacias de esta ideología ultraliberal y señalado sus efectos colaterales. Hoy por hoy no cuenta con el contrapeso de los reguladores, casi siempre incapaces de responder eficazmente y a velocidad de Internet a la provocación de estos intentos, organizados y bien financiados, de disruptar en su favor el bien común.

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