En el siglo XVI, mujeres como Àngela Vilafreser —comadrona y sanadora en el Lluçanès— fueron acusadas de brujería y ejecutadas por manejar saberes sobre el cuerpo: hierbas, partos e interrupciones del embarazo. No fue un caso aislado. Margarida Rugall en Cataluña, Catherine Lepère en Francia o Hester Jonas en Alemania compartieron un destino similar. La Europa de la época persiguió sistemáticamente a quienes ejercían prácticas que hoy llamaríamos salud sexual y reproductiva.
Durante siglos, comprender el cuerpo femenino, acompañar partos o ayudar a interrumpir un embarazo fue considerado sospechoso o criminal. El control de ese conocimiento no era solo médico o religioso: era político. Muchos de los espacios donde estas mujeres transmitían saberes —bosques, lindes, zonas de plantas medicinales— fueron asociados a la brujería. Practicaban cuidados en un tiempo que negaba asistencia formal a las mujeres.
No sabremos si sus supuestos “hechizos” eran pactos demoníacos o conocimientos empíricos que la ciencia oficial no quiso reconocer. Lo indudable es que cualquier práctica que escapara del control eclesiástico o estatal era castigada con violencia ejemplarizante. Esta historia, todavía poco contada, es la raíz del estigma que hoy persiste sobre la autonomía sexual y reproductiva.
España: de la clandestinidad al derecho, del castigo a una libertad aún frágil
Hasta bien entrado el siglo XX, abortar fue delito en España. Durante el franquismo, incluso en casos de violación o riesgo para la salud, las mujeres podían acabar en prisión. Quienes no podían pagar una intervención clandestina arriesgaban su vida. Muchas murieron; muchas otras fueron humilladas o silenciadas.
La despenalización parcial de 1985 permitió el aborto en tres supuestos —riesgo para la salud, violación y anomalías fetales—. Pero solo en 2010, con la Ley de Salud Sexual y Reproductiva, el país reconoció un sistema de plazos que situaba el aborto como un derecho: libre hasta la semana 14. Sin embargo, la experiencia de miles de mujeres no coincide con lo que dice la ley.
Cuando un derecho depende del código postal
El acceso al aborto en España sigue lleno de desigualdades. La mayoría de los abortos siguen realizándose en clínicas privadas, lo que genera brechas territoriales y económicas: muchas mujeres deben desplazarse cientos de kilómetros por falta de profesionales disponibles.
Los datos recientes muestran una situación especialmente grave en Andalucía y Madrid, que concentran casi la mitad de las interrupciones del país pero derivan más del 99 % a centros privados. En 2024, Andalucía realizó solo 39 abortos en la sanidad pública (0,2 %) y Madrid 86 (0,47 %). La autonomía vital de las mujeres continúa condicionada por la geografía.
La violencia estructural: cuando el Estado dificulta un derecho
El 25 de noviembre recuerda que la violencia contra las mujeres no es solo física: también es institucional y silenciosa. Negar o dificultar el acceso a un aborto seguro es una forma de violencia de género. Ocurre cuando el Estado no garantiza atención, cuando una mujer debe suplicar que la atiendan o cuando se la infantiliza o juzga. Una mirada interseccional muestra que esta violencia se agrava según la clase social, el origen étnico, la situación administrativa, la edad o la discapacidad. No afecta a todas por igual.
La legislación internacional es clara: obligar a una mujer a continuar un embarazo en contra de su voluntad puede constituir trato cruel, inhumano o degradante. Es un ataque directo a su autonomía corporal, salud física y mental, dignidad y libertad.
La historia lo demuestra: desde las sanadoras perseguidas por brujas hasta las mujeres encarceladas por abortar durante el franquismo, negar la autonomía sexual y reproductiva ha sido siempre una forma de dominación.
El presente exige valentía: garantizar el derecho en la sanidad pública
España ha avanzado, y las reformas recientes han reforzado el derecho a abortar en la sanidad pública. Pero falta el paso decisivo: garantizar su cumplimiento en todas las comunidades, sin importar dónde viva cada mujer.
Ello implica formar adecuadamente a los profesionales, asegurar equipos no objetores suficientes, coordinar un sistema público que no obligue a desplazamientos, reforzar el acceso en zonas rurales y eliminar burocracias innecesarias. Requiere también combatir el estigma persistente en los ámbitos sanitario y social. Estas son solo algunas de las transformaciones necesarias para hacer efectivo un acceso real, digno y equitativo.
Porque un derecho sin garantías no es un derecho: es una promesa incumplida.
25 de noviembre: que la violencia reproductiva deje de ser invisible
En este 25N, Amnistía Internacional recuerda que la lucha contra la violencia hacia las mujeres incluye la defensa de sus derechos sexuales y reproductivos. La violencia estructural continúa cuando se niega o dificulta un aborto seguro.
La historia revela que controlar el cuerpo femenino ha sido, durante siglos, una herramienta de opresión. El presente muestra que la igualdad real aún requiere defender el derecho a decidir sin matices ni excusas. Garantizar el aborto en la sanidad pública, para todas y en todas partes, no es solo una cuestión sanitaria: es justicia, reparación histórica y compromiso con la libertad.
Sin estigma y sin castigo
Solo así podremos dejar atrás siglos en los que las mujeres que conocían su cuerpo fueron perseguidas como brujas, invisibilizadas como parteras o criminalizadas por decidir sobre su maternidad. Garantizar un acceso real al aborto es reparar esa estigmatización histórica que convirtió el conocimiento en sospecha y el cuidado en delito. Es asegurar que ninguna mujer vuelva a ser castigada —ni por la ley ni por la presión social— por reclamar autonomía e igualdad.
Y es, sobre todo, un paso imprescindible para poner fin a la violencia que se ejerce cuando este derecho se limita, obstaculiza o niega. Solo cuando todas puedan decidir libres de miedo, distancia y estigma podremos hablar de una sociedad verdaderamente igualitaria y de un futuro en el que, por fin, dejemos de quemar a nuestras brujas.