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Aprender que no habéis muerto

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Cuando acabe este verano mi pareja y yo vamos a mudarnos y durante el próximo curso viviremos en otra ciudad antes de regresar nuevamente a Málaga. Es un plan sencillo: cargar los bultos en el coche y conducir para luego instalarnos en un piso que ya tenemos alquilado, a unos pasos del de mi hermana y su hija. Es, en definitiva, un proyecto como tantos de los que hacemos a lo largo de la vida, un proyecto que, más allá de los motivos concretos que nos llevan a esa mudanza temporal, resulta emocionante por lo que tiene de compartido, por saber que se trata de una experiencia decidida y concebida entre los dos. Entonces, ¿por qué duele, y pesa, y hay días que deja un poso amargo? Porque este ha sido un verano extremadamente cruel: la muerte me ha arrebatado a dos amigos, a dos compañeros.

Mi pareja no llegó a conocer a uno de ellos, que desde hace unos años, cuando le fue diagnosticado un cáncer de hígado, nos enseñó a todos cómo la vida también consiste en aprender a esperar a la muerte. Y llevó esa lección hasta su ultimísima hora. Hemos sido personas de varias generaciones las que aprendimos de él, y mucho de ello lo recoge este documental de Moisés Salama. De alguna manera, tuve la oportunidad de despedirme de él. No fue así con mi otro amigo, con nuestro otro amigo.

El domingo en que nos enteramos de que había muerto, con poco más de treinta años, a causa de un terrible accidente, decenas de compañeros fuimos cayendo al patio de La Casa Invisible, que ese día mantuvimos cerrada, sin nada más que hacer que llorar juntos durante horas. Unos días después nos inventábamos una ceremonia para celebrar su vida. Su familia, al otro lado del Atlántico, pudo comprobar por videoconferencia que, a pesar de los pocos años que llevaba en Málaga, formaba parte, con su pareja, de una inmensa comunidad. Esa ceremonia, sin duda, nos ha marcado a todos, ha supuesto una de las experiencias más intensas que hayamos atravesado. Sin entrar en detalles, nos reveló algo que, en nuestras sociedades adiestradas para el individualismo, o el familiarismo nuclear, casi hemos olvidado: que el sentimiento de comunidad da a la muerte un significado distinto. O lo que es lo mismo: da a la vida un significado distinto.

Las grandes religiones monoteístas han elaborado complicadas narrativas sobre la muerte y lo que viene después. En el cristianismo tenemos incluso protocolos de entrada al paraíso, como el limbo, y descripciones sobre sus habitantes, sobre cómo llegar a él, igual que las pantallas de un videojuego por las que solo avanzaremos si superamos algunas enrevesadas pruebas. Con los siglos, en paralelo al proceso de urbanización de las sociedades, los ritos funerarios se han vuelto más intrincados. Si todo ritual de despedida resulta fundamental para comenzar el duelo, parece evidente que estas complejas liturgias responden, más bien, al progresivo distanciamiento de nuestras sociedades (urbanizadas, luego industrializadas y más tarde tecnificadas) de su propio entorno, de la propia naturaleza. Es como si a medida que destruimos el medio ambiente y atomizamos la sociedad tuviéramos que exponer imaginativos relatos en los que la muerte está claramente escindida de la vida, en lugar de formar parte indisoluble de ella.

Sabían que la muerte no es lo que nos dicen, y por eso su desaparición biológica no ha puesto fin a nada

Parece que se trata de olvidar que, precisamente la naturaleza, esa de la que nos hemos separado de manera depredadora, es la esencia de la vida. Cuando menor es nuestro vínculo con ella, menos entendemos que acotar el tiempo en función de una vida humana no deja de ser una convención, como si el nacimiento y la muerte marcaran una división objetiva. Y no es así. Los ciclos vitales van más allá de lo biológico, se incardinan en un relato comunitario en el que las vidas de sus individuos únicamente son hitos de un camino mucho más largo. Por tanto, el drama de la muerte se atenúa, al comprender que la pérdida de un ser querido no supone tanto una conclusión, sino un paso más de una trayectoria que ni empieza ni acaba con nosotros, pero que tampoco se entendería sin nuestra presencia, ni se entenderá. En suma, las narrativas y liturgias de la muerte se vuelven más complicadas cuando perdemos el sentido de comunidad y de pertenencia a nuestro entorno. Solo así se explica que haya que inventar un más allá donde por fin recuperemos todo eso que nuestros sistemas sociales, del que la religión es parte insoslayable, se han encargado de destruir. Sería largo e impropio de un artículo como este desarrollar esa idea, y además seguro que alguien lo ha hecho ya.

Me disculpo por toda esta digresión. Ha sido un verano cruel, ya lo he dicho, y hace meses que le vengo dando vueltas a esto porque ninguno de mis dos amigos, ninguno de mis dos compañeros, ha tenido una despedida convencional. Sabían que la muerte no es lo que nos dicen, y por eso su desaparición biológica no ha puesto fin a nada. Me habría encantado que se hubieran conocido, pero las circunstancias lo impidieron. No tengo ninguna duda de cuánto habrían encontrado el uno en el otro.

En un rato terminaré de leer La hora sin sombra, una novela de Osvaldo Soriano que la pareja de mi joven amigo me ha regalado, con otros de sus libros. Entre sus páginas encontré una factura del primer teléfono móvil que él se compró al llegar a España en 2019, poco antes de que estallara la pandemia. Es un Alcaltel 1S 3GB + 32GB Dual SIM. Me dan ganas de llamarle, como si realmente su muerte no hubiera puesto fin a nada, y contarle que mi pareja y yo nos mudaremos unos meses después del verano y que no soporto la idea de que él ya no pueda hacer planes similares con la suya.

No hay liturgia contra eso.

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