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Donde la ciudad pierde su nombre

Barrio de Los Pajaritos, en Sevilla.

Juan José Téllez

El aire de la ciudad nos hace libres. Al menos, eso predicaba Hegel, a partir de un viejo dicho medieval. Ahora, viendo lo visto en torno a la gestión de algunos municipios, cabría decir que el aire de la ciudad nos hace ricos. Desde luego, ha hecho ricos a menudo a quienes manejan el cotarro del urbanismo, desde las sombras o desde algunos despachos sobrecogedores: por fortuna o aunque no siempre, muchos de los nombres de estas corrientes de pensamiento suelen aparecer más en las páginas de tribunales que en las de política.

De ahí que ciudades como Madrid no sean solo ciudades, sino formidables negocios que se disputan con especial encono aquellos que ven financiación –propia o partidaria—en las urbanizaciones o comisiones generosas en desequilibrar la balanza a favor de una decisión o de su contraria. A veces al ciudadano tendría que darle más miedo un señor trajeado con un plano bajo el brazo que un viejo quinqui de chupa gastada y una de Albacete en el refajo de sus vaqueros.

Este último suele vivir en los suburbios, ya saben, donde la ciudad pierde su nombre, las afueras de Luis Goytisolo, donde viven los golfos de Francisco Umbral y brujulea el Pijoaparte de Juan Marsé, que ya no sabemos si ha votado a Ada Colau o a Vox. Y es que los antiguos cinturones rojos de las grandes urbes van camino de convertirse en la Marsella comunista que dio luz al Front National de Jean Marie Le Pen. Quizá por ese gen neoliberal que no sólo la FAES ha sabido inocular a los nadie, según malicia Iñigo Errejón. En algún momento, la izquierda les prometió cambiar la vida y cambiar la historia, pero no fue posible o no fue probable. Se hubieran conformado con líneas regulares de autobús o con camiones de la basura que no tuvieran que entrar con escolta policial en sus calles más conflictivas. Tampoco lo lograron. Así que esa vieja morralla social como le apodaba la burguesía y a la que los marxistas llamaba lumpen proletariado se ha acantonado hoy en la desidia o en el deseo de convertirse en millonarios ya que la democracia no es capaz de llevar de las musas al teatro su viejo sueño de libertad, igualdad y fraternidad.

Ni libres, ni iguales, ni fraternos. La revolución francesa nunca llegó a los polígonos pret-a-porter del extrarradio, a esas chabolas verticales donde desde el franquismo se viene hacinando a quienes no tienen posibles para alquilar un pisito en el centro por encima de los mil euros mensuales. No hay sueños de justicia en las casitas bajas, por el portal de los pisos del sindicato no ha entrado un concejal en los últimos treinta años o las promesas electorales son parterres devastados, desempleo crónico, el silbido de la heroína que vuelve a morder en los callejones. Cualquier motivo sirve para que esa gente no vote o para que los corderos voten a los matarifes.

El último barómetro de Indicadores Urbanos del Instituto Nacional de Estadística acaba de salir publicado y analiza datos recogidos desde hace tres años. Así, dicho documento refleja, sin embargo, que ni siquiera en el reparto de la nada el mapa del Estado español resulta equitativo. La geografía urbana de la pobreza habla claramente andaluz. Considerando los 405 municipios mayores de 20.000 habitantes, las tres ciudades con mayor renta per cápita en el año 2016 fueron Pozuelo de Alarcón (25.957 euros), Boadilla del Monte (19.702 euros) y Las Rozas de Madrid (19.340 euros), las tres de Comunidad de Madrid.  Por el contrario, las ciudades con menor renta por habitante fueron Níjar (Almería), con 6.253 euros, Los Palacios y Villafranca (Sevilla), con 6.550 euros, y Alhaurín el Grande (Málaga), con 6.629 euros.

Leo en sus páginas que Indicadores Urbanos construye tasas estimadas de paro y actividad para las 126 principales ciudades de España. Para ello utiliza valores medios del año, a partir de un modelo que combina los datos de la Encuesta de Población Activa (EPA) y del paro registrado.  Según sus cifras, en 2018, las menores tasas de paro se dieron en Sant Cugat del Vallès (6,2%), Pozuelo de Alarcón (6,4%), Las Rozas de Madrid y Donostia/San Sebastián (ambas con un 7,2%). Además, otras 10 ciudades tuvieron tasas inferiores al 10%.  Por el contrario, Linares (32,8%), La Línea de la Concepción (29,9%) y Sanlúcar de Barrameda (29,0%) presentaron las tasas de paro más elevadas.  El sur, visto lo visto, también existe pero es más pobre.

De ahí, que la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA) haya denunciado en estos días la cronificación de la pobreza y la exclusión social, “consecuencia directa de la aplicación de las políticas de austeridad”. El austeritarismo ha aumentado la brecha social, pero ya existía antes de que la llamada crisis devastara desde hace una década nuestro proyecto de estado del bienestar. En los llamados barrios bajos, se ha empadronado desde mucho antes la economía sumergida, la droga, el subterfugio, el chapuz, el cómo me la maravillaría yo para sacar adelante a una familia aunque no sea desestructurada. En ocasiones, permítanme el escalofrío, sólo el hampa llega donde no llega el Estado:  “Esta situación de inacción y abandono, se acrecienta enormemente en las barriadas periféricas donde la juventud está siendo arrasada por el paro y las adicciones, convirtiéndose en fácil presa de las redes delictivas, aseguran. Esta es una de las causas, señalan, del incremento de la inseguridad en los barrios empobrecidos, enrareciendo con ello la necesaria convivencia vecinal”, afirma dicha ONG y cualquier que sepa sumar dos más dos.

No sólo hablamos de dinero, sino de cuestiones tan aleatorias como la débil esperanza de vida, la falta de equipamientos o esa media de más de 25 desahucios diarios según el informe de 2018 del Consejo General del Poder Judicial o la inexistencia de viviendas públicas en régimen de alquiler social, por citar parámetros bien distintos. Así, lejos todavía de la Renta Básica Universal, Derechos Humanos constata como buena parte de los más de 3,1 millones de andaluces (37,1%) en riesgo de pobreza o de exclusión social “están hoy abandonados por las administraciones públicas, instituciones concebidos por el Estado de derecho como garantes del cuidado y auxilio de las personas más desprotegidas”.

Es la España atestada frente a la España vacía. Imaginen el bar de la barra de aluminio, la hoguera encendida en la placita sobre un barreño de zinc, los perros ladrando, algún disparo estampido en la clandestinidad de la noche, los céntimos en el bolso de las madres humildes, el niño que no sabe para qué va al colegio. Si nadie les escucha, ¿cómo van a prestar atención a quienes vienen a prometerles futuro cuando nadie fue capaz de conjugar el presente?

Los nuevos ayuntamientos están a punto de estrenarse y hasta es posible que algunos vuelvan a oler a limpios, incluso bajo el mismo signo político. Tienen todos, eso sí, cuatro años para lograr que los habitantes de la periferia se sientan tan privilegiados como los del centro urbano. O, al menos, que no se sientan despreciados para que ellos, que mandan en su hambre, no devuelvan esa misma moneda del desdén a los alcaldes. Si se sienten oídos, oirán. Aunque la política nunca sea una ciencia exacta, si se sienten protegidos, seguro que así les entran ganas de votar. O no venderán su voto por un puñado de ocurrencias. Sólo entonces el aire de las ciudades volverá a hacernos libres a todos.

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