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Fracking a la izquierda

Yolanda Díaz y Pablo Iglesias, en un encuentro confederal de Unidas Podemos en febrero de 2020 (Archivo)

Juan José Téllez

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Qué desaliento: en las últimas horas, no ha surgido ninguna nueva escisión en la izquierda española. ¿Estará perdiendo su idiosincrasia, esa indeleble seña de identidad que le caracteriza, hasta el aserto de entender que dicha querencia política sólo sabía unirse ante los pelotones de ejecución?

Ay, lejos ya los tiempos de aquel cristiano José Bergamín que proclamaba: “Yo, con los marxistas, hasta la tumba, pero ni un paso más”. Contamos con una ya larga tradición de habitaciones separadas: socialistas científicos frente a socialistas utópicos, los hinchas de Proudhon frente a los de Marx, con el fondo sur de los de Engels; centralistas a la greña con los federales; cantonalistas contra nacionalistas e internacionalistas; anarquistas versus anarcosindicalistas; octubre o noviembre del 17 a guantazos con el mayo del 68; leninistas contra socialdemócratas, estalinistas frente a troskistas y eurocomunistas, ¿quién da más?

En los últimos años, la indignación que quiso conquistar los cielos del 15M se ha revelado como una acérrima seguidora de Georges Lemaitre y avanza con firmeza hacia una reedición del Big Bang

Ya hace largo rato que el póster de “el pueblo unido jamás será vencido” fue sustituido por el de “cuerpo a tierra, que vienen los nuestros”. En los últimos años, la indignación que quiso conquistar los cielos del 15M se ha revelado como una acérrima seguidora de Georges Lemaitre y avanza con firmeza hacia una reedición del Big Bang. Claro que, desde mucho antes, el PSOE andaba a la greña entre Besteiro y Largo Caballero, el PSOE renovado frente al PSOE histórico, guerristas y felipistas, como un Jano bifronte que habitualmente enfrentó también a los barones autonómicos contra los inquilinos de La Moncloa: no hace demasiado, por cierto, de aquel célebre vodevil entre la corte de Susana Díaz y la de Pedro Sánchez. Sin abundar, por cierto, en otras querellas sociales, como el duelo a primera sangre entre parte del movimiento feminista y parte del movimiento LGTBIQ+.

Por ello, máxime en vísperas electorales, permítanme que eche en falta una nueva entrega de su eterno folletín que en los últimos meses nos ha deparado una inefable atmósfera de telenovela turca en los consejos de ministros. Ha sido muy estimulante comprobar cómo cada avance legislativo encontraba más detractores dentro del Gobierno que fuera del mismo: prueba indeleble de que a este país no le hace falta la derecha, que ya la propia izquierda se encarga de hacerse la oposición a sí misma.

Siempre hay que aprender mucho del sindicalismo patrio: ese ingente número de trabajadores que desconfían de los sindicatos porque unos cuantos de sus líderes se atiborraron alguna vez de gambas o de tarjetas black. Esa es la actitud: hay que predicar la santidad absoluta de las organizaciones progresistas y despotricar de ellas, en general o en particular, cada vez que aflora una olla de garbanzos negros. O sea, yo me voy a casa y que gobierne la derecha, que conoce mejor el know how de la trincalina, las comisiones bajo cuerda y la eliminación de discos duros mucho más que la de residuos.  Los inmigrantes ya nos dan un ejemplo de integración plena en esa corriente de pensamiento: muchos de ellos votarán a la derecha extrema o la extrema derecha porque cuando llegaron en patera eran otros tiempos y ahora no se puede permitir tanto desorden migratorio.

Queda margen para nuevos divorcios al este del Edén: me sorprende que todavía no se haya planteado una cuestión fundamental, el de la izquierda vegana, por ejemplo

Antes de que cunda el desaliento, me atrevo a sugerir al mundo zurdo de nuestro país la implantación urgente del sistema fracking, el de la fracturación hidráulica, que extraiga votantes fósiles en el seno de la izquierda que quede por desunirse. Lo suyo sería que frente al proyecto de Sumar, se cree el de Restar o, mejor aún, el de Dividir. Frente a Podemos, el de la impotencia. Frente al PSOE, un frente impopular que vaya desde Felipe González a Joaquín Leguina, pasando por Emilio García-Page.

Queda margen para nuevos divorcios al este del Edén: me sorprende que todavía no se haya planteado una cuestión fundamental, el de la izquierda vegana, por ejemplo. ¿Puede confiar el veganismo en que les representen devoradores de cadáveres? Otrosí: ¿le cabe a un aficionado del Madrid sentirse representado por uno del Barça, o a la viceversa, en pura coherencia interna? ¿Es realmente de izquierdas, además de viejuno, alguien a quien le apasione Julio Iglesias? El negacionismo del cambio climático, ¿es sólo acaso patrimonio de la derecha? En rigor, ¿puede un anti-vacunas votar a quienes nos han implantado un peligroso microchip para que deje de repente de gustarnos Miguel Bosé? Ahí hay campo abierto para un debate. Destructivo, como a la progresía le gusta, que lo constructivo suele ser más bien cosa de las inmobiliarias. Y a ello van. Como una piña.

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