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Franquismo o flamenco

Cambio de calles de vuelta a los nombres franquistas en Córdoba

Juan José Téllez

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En estos días, porque la autoridad lo ha permitido y este tiempo retro no sabe impedirlo, Córdoba deja de tener una Avenida del Flamenco. Hace un par de años, le fue impuesto dicho nombre a lo que antes fue y ahora vuelve a ser la Avenida Conde de Vallellano, Fernando Suárez de Tángil, Grande de España por la gracia de Francisco Franco.

El alcalde de la capital cordobesa, José María Bellido, del Partido Popular, ha aceptado que más temprano que tarde el flamenco volverá al callejero de Córdoba. Lo concedió, como una medida sin gracia, una vez que pusieron el grito en el cielo Manolo Sanlúcar, Antonio Fernández Díaz “Fosforito”, Carmen Linares, Esperanza Fernández y otros grandes referentes de un arte considerado patrimonio inmaterial de la humanidad por parte de la Unesco. Pero, de momento, se suprime de un plumazo esa palabra mágica que identificó allí mismo al Café Moratín de Silverio Franconetti y al más prestigioso concurso de cante del siglo XX, promovido por el entusiasmo de Antonio Mairena y de Ricardo Molina, en una notable trayectoria histórica que exploraron Anselmo González Climent, Agustín Gómez o José Cruz Gutiérrez.

“El flamenco tendrá una vía a su nombre en la ciudad, pero no esa, porque tradicionalmente se ha conocido como Vallellano y ese es el nombre que el pueblo de Córdoba quería que se recuperase”, afirmó el regidor como si supiera qué piensan todos los cordobeses. O para intentar nadar y guardar la ropa ante el escándalo a escala estatal que empieza a divulgarse. No se sabe cuándo, no se sabe cómo, eso sí: habrá calle del flamenco, dice Bellido, aunque quizá ya no sea avenida, lo que aliviará sin duda la lógica confusión de los carteros.

Lo cierto es que, aparentemente, el franquismo acaba de ganarle otra nueva batalla al jondo, al socaire de que se trataba de un nombre popular en la ciudad, como tradicionales fueron las calles 18 de julio, avenidas del Generalísimo, mártires de un solo bando y todo el panteón de la dictadura, por la sencilla razón de que nombraron la geografía urbana de España durante décadas.

Tiene que tener mucho arte para semejante trueque el conde de Vallellano, implicado en la Sanjurjada contra la Segunda República y en el proyecto de Renovación Española, el partido monárquico de José Calvo Sotelo que refrendó el golpe franquista. A pesar del toque heroico de Paco Lucena, del pujante Festival de la Guitarra, de los dedos mágicos de Vicente Amigo o la voz prodigiosa de El Pele, Vallellano, ese personaje, debe significar mucho más que el flamenco para los actuales regidores cordobeses.

En su día, otras ciudades decidieron suprimir el santo y seña de Vallellano, desde Tarragona a Burgos o, mediante sentencia judicial, Palencia o Alicante. Pero la Córdoba oficial de hoy cuida de los suyos, de aquellas viejas familias que ampararon esa masacre incivil que tuvo muy poco ángel, le dio un zapateado a la democracia y extendió por toda España el cante por carceleras.

Suárez de Tangil, como ministro de Obras Públicas, favoreció la expansión urbana de Córdoba, gobernada durante largos años de la oprobiosa por su yerno, el influyente Rafael Cruz Conde, cuyo nombre también vuelve a la cartografía de la ciudad de Julio Anguita. Carreteras y nepotismo. Ese logro, similar al registrado en otras ciudades españolas, le otorgó al conde consorte la condición de hijo predilecto de la ciudad, obviando su controvertido papel como presidente de la Cruz Roja en el bando franquista; cuando no faltan quienes le implican en las represalias sufridas ante diversos tribunales militares por el cardiólogo Luis Calandre Ibáñez o en las restricciones antisemitas respecto a los fugitivos del holocausto que establecieron los vencedores de la guerra civil. Aunque hay quien pone en duda su participación en la persecución sufrida por este médico o en unas normas fronterizas que él no promulgó pero que contribuyó a aplicar, tampoco cabe olvidar que fue presidente del Consejo de Estado durante los años de plomo del régimen de Franco. Sólo ello bastaría para deponer sus honores, en virtud de la Ley de Memoria Histórica.

De momento, lo que va a desaparecer de la memoria pedestre del antiguo Califato, es una palabra, flamenco, que ha pervivido sin embargo en un importante álbum de recuerdos colectivos, el territorio del escalofrío y del duende, el ayayay sin palabras, el alarido de la rabia y la alegría de unas cantiñas cómplices de Cádiz. De esta manera, tan burda como la amnesia colectiva, Córdoba se exilia a sí misma del triángulo genético del cante, del toque y del baile, del que injustamente se le apeó durante más de un siglo de flamencología.

Con avenida o sin avenida, eso sí, nadie nos podrá quitar del imaginario la ciudad lejana y sola de Federico, la guitarra invencible de Paco de Lucía sonando junto al Alcázar, la sombra de Tony Blair por la academia de Paco Peña, esa cosa tan rara de la razón incorpórea, la voz viva de Fosforito en la Posada del Potro. Por mucho que hayan querido borrar al flamenco y a los gitanos de la historia de nuestra cultura, ahí persisten, con la tenacidad de los supervivientes, con la resiliencia de los imprescindibles. Fuera de esa Córdoba profunda, con avenida o sin avenida, nadie sabe quién fue el Conde de Vallelano. Pero sin el flamenco, no sabríamos lo que somos. Esa es su victoria, no la del franquismo.

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