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Histriones al poder

Fotografía de archivo que muestra al magnate Elon Musk. EFE/EPA/ALEXANDER BECHER

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Cuando pienso en Nerón, se me viene a la cabeza la imagen Peter Ustinov, lira en ristre, mientras arde Roma. Cuando pienso en Elon Musk, también. Me produce una gran impresión su cara de careta, tanto o más que la de Berlusconi tratando de pestañear con cuidadito de no arruinarse el lifting. Da la impresión de que, de un momento a otro, al tal Musk se le van a saltar las gomillas que le sostienen el rostro, y vamos a descubrir lo que hay detrás: nadie. Da para un cuento de terror.

Lo vemos por la tele haciendo morisquetas y da más yuyu todavía. “Es el hombre más rico del mundo”, nos cuentan, “ha comprado Twitter por un precio mayor a su valor” (por supuesto, las acciones subieron de inmediato), “pero no tiene casa”, el pobre, “despide masivamente a los empleados”, y se declara un absolutista de la libertad. Toma oxímoron. Conviene no olvidar que del país de la sacrosanta libertad de expresión procede la fiebre de la cancelación (que, ya que estamos con las figuras literarias, recordaré que se trata de un eufemismo del término censura). Elon Musk acaba de pedir el voto para los republicanos.

Hay entre las figuras con poder que nos generan desasosiego otro prototipo quizá un poco anticuado, pero no menos inquietante. No hacen cabriolas ni suben la ceja; antes bien, se caracterizan por su hieratismo, su piel biselada y la mirada impertérrita

Como él, como salidos de un mismo molde, podemos enumerar un montón de poderosos histriónicos, tensados, de rasgos desorbitados, caricatos de sí mismos: Trump, el anteriormente mencionado Berlusconi, Bolsonaro, el despelucado Boris Johnson… No es que los saquen en las fotos en un gesto estridente –las fotografías dicen más de la línea editorial y la honestidad de un periódico que sus tribunas de opinión-, es que tienen esa pinta todo el rato. Digo más: así es la fachada que estos poderosos quieren ofrecer ante la opinión pública mundial. Hay algo extremadamente infantilizado y narcisista en ellos, lo que los hace aún más temibles, por caprichosos y arbitrarios. Hasta el momento, se trata principalmente de figuras masculinas, aunque ya comienzan a aparecer en el paisaje, allá por la parte ultramontana, algunas figuras femeninas dispuestas a jugar la baza de los alaridos y la mascarada. También he conocido a gente poderosa que juega a hacerse el loco en versión española, de andar por casa (políticas trumpistas, estrellas de la tele, pedantones al paño, comisarios, empresarios, jefecillos de departamento…). Valle-Inclán fue un fiera retratándolos como esperpentos, y Goya, ni digamos.

Hay, entre las figuras con poder que nos generan desasosiego otro prototipo quizá un poco anticuado, pero no menos inquietante. Estos no hacen cabriolas ni suben la ceja; antes bien, se caracterizan por su hieratismo, su piel biselada y la mirada impertérrita. Pienso en Mark Zuckerberg o Jeff Bezos. Bill Gates al menos sonreía. Hay en estas figuras de mucho poder –el económico no es menos poder que el político y sí es menos democrático- algo maquinal y gélido. Quizá es el poder en sí lo que nos inquieta cuando no hallamos cerca un claro contrapeso. Y porque “toda tristeza –cito a Deleuze- es el efecto de un poder sobre mí”.

Con este panorama, es normal la sensación de haber pasado de pantalla, desde antes incluso de la pandemia; de estar viviendo ya de lleno una auténtica distopía

Estos son los gerifaltes, o al menos los visibles, del mundo que nos ha tocado vivir. Mientras tanto, la cumbre del clima en Egipto se llena de sillas vacías. Los mandatarios de los países más contaminantes miran hacia otro lado y las empresas blanquean en verde (greenwashing llaman al lavado de cara que se hacen para aparentar que atienden a la emergencia climática). Antier, el informativo abría con Elon Musk haciendo carantoñas y despidiendo personal y, a continuación, con las dos activistas pegadas al marco de unos goyas. Ambas imágenes, confrontadas en su sentido e intención, y el impacto tan distinto que una y otra generan en la opinión pública, retratan la contemporaneidad más inmediata. No salimos precisamente bien parados en dicho retrato.

Con este panorama, es normal la sensación de haber pasado de pantalla, desde antes incluso de la pandemia; de estar viviendo ya de lleno una auténtica distopía. No es causal que, incluso, surjan más que nunca explicaciones conspiranoicas y milenaristas, reacciones negacionistas e, incluso, postulados afirmacionistas que aseguran que todo es como parece (tan mentira cochina como la de sostener que nada es lo que es). Tampoco es casual que todo esto salga caricaturizado en pelis del tipo No mires arriba, una de las últimas –y no precisamente la mejor- del taquillero género apocalíptico. Lo que sí parece evidente, a la vista de los intereses de los histriones del poder y de la deriva de los tiempos, es que el sistema y el orden político y económico mundial, tal y como lo habíamos concebido a partir de la Segunda Guerra Mundial, con sus democracias más o menos estables en partes estratégicas del planeta y su globalización con pinta de eterna y sostenible, comienza a resquebrajarse mientras Nerón –¡viva Peter Ustinov!- toca la lira de su imperio en llamas. 

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